Alguien ya fallecido me enseñó que asistir a clases no lo hace a uno “alumno” del “maestro”. En su momento su decir me pareció enigmático. Luego, tiempo después, tuve el privilegio de ver a quien había dicho esto siendo anfitrión de un profesor alemán al que él llamaba “maestro”. Éste, tan solemne como lo permitía su vejez y su saber, le profesaba un discreto tratamiento de cercanía que, me quedaba claro, a ninguno de los allí presentes nos sería dado. Andando el tiempo, al morir aquella persona, se esclareció lo escuchado tantos años ha. Supe en ese momento que sin pretenderlo había sido mi maestro y que tuve una cercanía particular con él pese a que nunca asistí a sus clases. Después de todo a él le parecía suficiente que tuviéramos un seminario quincenal en el marco de un proyecto de investigación y que compartiéramos comidas y bebidas. Pero allí estaba el discreto tratamiento de cercanía para conmigo. En retrospectiva comprendí que en esos momentos nos compartió lo esencial: la duda, la construcción del argumento, el hallazgo de la idea. Esa es la imagen que tengo del maestro; no el de las verdades, sino el de las aproximaciones, el de las hipótesis, el de las preguntas, el de quien sabe que todo se construye de manera conjunta y libertaria. Hubo de morir ese maestro para que me enterara del privilegio que tengo. Todos los que considero maestros me han obsequiado su amistad sin que eso signifique complicidad alguna. Con ellos he compartido largas horas –nunca las suficientes por supuesto– de conversación, de risas, de extrañamientos. Nunca he pretendido su aprobación y ellos muy probablemente nunca han aceptado la idea de que soy “su alumno” (creo que todos han coincidido en decirme: “tú ya estabas formadito”). No comparten mi rebeldía ni mi perspectiva, pero eso sí, pese a todo, tienen la disposición de compartir parte de su tiempo conmigo. Sus palabras están allí cuando me aproximo con las más diversas dudas o comentarios. Siempre con ese discreto tratamiento de cercanía que alguna vez vi entre quienes ya entonces me producían enorme admiración. A ellos siempre los pienso: Carmen de Luna Moreno, Norma de los Ríos Méndez, María Alba Pastor Llaneza, Raquel Serur Smeke, Alfredo López Austin, Ricardo Pérez Montfort, Román Piña Chán, Bolívar Echeverría. Siempre.