miércoles, enero 22, 2020

Gusto por el Tlatoani

Cuando hace tiempo Alfredo López Austin comentó, con su carácter mesurado y preciso, que los mexicanos gustaban de un Tlatoani, pensé se refería solamente a un gusto por cierto autoritarismo en todos los niveles. Delegar en el “que habla”, “el orador” o en el “gran orador” (Huey Tlatoani) todas las decisiones no sólo es más sencillo sino una salvaguarda de lo políticamente correcto. Pero lo que no advertí en ese entonces fue la dimensión religiosa del Tlatoani. El autoritarismo religioso es quizá el más perfecto que existe: en él la autorización del habla viene de una dimensión divina inalcanzable para los mortales, por lo tanto, su habla es única, verdadera, y no requiere de otra cosa que una conmovida creencia, que a menudo paraliza. Dudar o cuestionar ese autoritarismo no sólo parece un acto de locura sino una herejía. De aquí que la afirmación de López Austin apunte hacia un lugar bastante lejano de la democracia y la modernidad, particularmente aquella por la que los comunistas lucharon y dieron su vida.

Recientemente pude ver en YouTube la ópera Motecuhzoma II, que se presentó en el Zócalo a finales del año pasado. Fue todo un evento. El montaje, la música (Vivaldi), el baile, la escenificación, formaron un todo espectacular. Aunque los personajes principales, Motecuhzoma y Cortés, me parecieron apocados, lo interesante es que en esa ópera el primero sufre de una parálisis derivada de un mito que explicaba la presencia de los españoles. La actitud de Motecuhzoma, entre resignada y sumisa, claramente apuesta por preservar su pueblo y cultura. No lo logra. No lo logra porque su “habla” es inoperante, incapaz, hasta absurda. Los que le rodean dudan de lo que dice, se preguntan sobre su carácter y voluntad. Al parecer ese es el destino de todo autoritarismo religioso: el monopolio del “habla”, la parálisis, el desastre, la duda, el cuestionamiento tardío, el final.

Muchos son los siglos que median entre aquel 1521 y nosotros. Pero la afirmación de López Austin se hizo en referencia a nuestra práctica política contemporánea. Es como si ante el fracaso estrepitoso de nuestros aires democráticos una suerte de “inconsciente colectivo” se hubiese decantado por un nuevo autoritarismo religioso. El actual titular del Poder Ejecutivo no es otra cosa que su encarnación. Pero el suyo no es  un autoritarismo vulgar, al estilo latinoamericano. En los actos se inclina por aquel otro, “más sagrado”, que viene de aquel gusto de los mexicanos por un Tlatoani. Toda su práctica política es una gran escenificación del monopolio del habla.

Me cuentan que cuando la ópera de Motecuhzoma II se presentó en Iztapalapa, la mayoría de los asistentes se hincó ante el paso del cadáver del Tlatoani mexica. La anécdota, lejos de conmoverme, me produjo una enorme desazón. Hincarse, inclinarse, es precisamente contra lo que las luchas modernas más significativas se llevaron a cabo. Hincarse, inclinarse, es uno de los gestos antidemocráticos más claros existen. El público, confundiendo una ópera con la realidad, rindió homenaje a su “emperador” apocado, muerto a manos del destino y de los españoles. Me dicen que hubo un silencio absoluto al paso del muerto. Silencio absoluto después del silencio del que “habla”. Eso suele suceder en este país: las escenificaciones se toman por realidad, e hipnóticamente sólo el “habla” del Tlatoani puede, debe, escucharse, aunque su “habla” sea irreal, imprecisa. Luego, cuando “su habla” calle, el silencio absoluto llegará.

El silencio previo al desvarío absoluto del “habla” del Tlatoani ya sucede en nuestro país. Fuera de las misas matutinas lo que hay es rumor, musitaciones. Nada da más rabia que la autodenominada “izquierda” electoral: tan penosa, tan amaestrada, tan arrodillada. Urgida de justificar “su” gobierno, en el que no “habla”, pierde sus más distintivos elementos de identificación política: acepta el cambio discursivo que tenía el tema de izquierda y derecha como central, es aquiescente con el ocultamiento de todo lo que tenga que ver con el capital, y acepta, festivamente, las configuraciones del monopolio del “habla”: siendo comparsas del Tlatoani, del autoritarismo religioso, languidecen.

Tal vez, otra vez mejor dicho, la consigna de las nuevas luchas democráticas, ubicadas en la izquierda, tendrá que ser terminar con el gusto por el Tlatoani.

¿Qué hay, estimados, detrás de la escenificación cotidiana?