viernes, febrero 24, 2023

Escucho tu voz.

Nunca te sentiste cómoda con la tecnología. Mucho menos cuando lo electrónico desplazó a lo mecánico. Aún recuerdo tu desconfianza hacia los cajeros automáticos cuando se generalizaron. Tus dudas tenían que ver con aquello que pensabas ya no ibas a entender. Pese a todo, te afanabas. A mí, por el contrario, me tocó el florecimiento de ese mundo. Por supuesto, ahora, tan solo soy un dinosaurio para las nuevas generaciones. Sus preocupaciones e implicaciones tecnológicas no son las mías. Incluso voy en retroceso, regreso a la hoja, la pluma, el lapicero. Vuelvo, como antes, a vagar por librerías para comprar libros que además de su contenido me atraen por su olor: “este libro huele a incomodidad”, “este a trivialidad”, “este a verborrea”. Pero mira, gracias a ese mundo, tan ajeno a ti y que ahora me expulsa con rapidez, tengo grabada tu voz, ya cascada, pero que conserva su timbre. Chuleas un pato, y al hacerlo, tu voz se parece tanto a la de mi abuela, o por lo menos, a la que recuerdo de ella. Le hablas al animal con ternura, pero también como si lo conocieras desde hace tiempo. Escucharte me llena de alegría. No me hablas a mí, pero allí estaba y aquí estoy. También se escucha la voz de mi hermana, mientras el pato posa frente a mi cámara, sabiéndose gustado, pero solicitando alimento. “¡Déjate de hacer tonto!”, parece decirme. Veo una y otra vez el fragmento en el que hablas mientras pienso cuan seguro estaba de haberte conservado en fotografías, de poder invocar tus recuerdos o simplemente dejar que la memoria hiciera lo que quisiera con tu presencia en mi vida. Pero ahora me doy cuenta lo frágil que es la memoria de una voz, de un tono, incluso de ciertos modos de hablar, ciertas muletillas (“¡vóytelas!”, “compañera”, “¡se me paran las pestañas!”). No me recrimino no haber grabado tu voz, pero sí me gustaría haberlo hecho en muy distintos momentos. Hubiese sido la gloria grabar tus carcajadas “discretas”. Te tengo en mi corazón, pero también yo envejezco: me desvanezco. A persistir a veces la tecnología ayuda. Sea como fuere, ahora, mi celular se ha vuelto una máquina del tiempo: en su pantalla están tú y mi padre, y a la vuelta de un toque, tu voz. La escucho, te escucho, sonrío...

martes, febrero 14, 2023

Desmadrado y burocratizado

 Cuando a mis alumnos les hablo del Estado, lo hago siempre desde la perspectiva que lo considera un instrumento de clase, y por tanto, de dominio. No les concedo aquellos discursos, en mi opinión ingenuos,  que por eso mismo afirman la disputa de su dominio. Su huella es indeleble, no hay modo de salvarla. Orwell, que no era socialista, retrató ese hecho que para su desgracia no fue y no es privativo del "socialismo realmente existente”. Pero ahora que, junto con mi hermana, enfrento los procesos burocráticos necesarios después de la muerte de mi madre, tengo enorme cantidad de ejemplos para mostrar que para el Estado el ciudadano no es eso, o sin dejar de serlo, en realidad fundamentalmente es otra cosa: mano de obra en cadena de producción, impuestos y códigos que los confirman o dan de baja. En términos administrativos parece más complicado morirse (por supuesto me refiero para los deudos) que vivir. La nada (que es el destino ineluctable de todo ser vivo) se transforma en un inacabable laberinto kafkiano. A las historias de dolor propias de la pérdida de un ser querido hay que sumarle y asumir estoicamente las historias de terror de ese laberinto. Cuando se te muere un ser querido no solo hay que afrontar esa pérdida, sino saberse inmerso en la burocracia infernal del Estado, de los burócratas, de los sindicatos e incluso de quien ejerce su vasto poder en escritorios y recepciones. Así que sumo dos adjetivos a mi ser: des-madrado y burocratizado.

jueves, febrero 09, 2023

Los cuatro yos que soy.

 Hoy estuve un par de horas en las mesas que están frente a una tienda de conveniencia. Intenté sin éxito comer algo antes de ir a clase, quise disfrutar infructuosamente un café y una galleta. No pude ingerir nada, mucho menos digerir. Los cuatro yos que soy parecen no estar dispuestos a unirse, a ceder. Cada uno anda por su pista, reclamando para sí sentimientos que me convierten en un papalote a la deriva. El remolino que me habita, desde aquella fatídica madrugada del 14, no me permite concentrarme en nada. Leer, escribir, pensar, son cosas que ahora me eluden. Pareciese que hubiesen sido expulsadas violentamente de mi voluntad. Estoy roto, descompuesto, suspendido.

Cierto, aún observo. Vi a muchas familias ir de compras, comer, discutir, conversar, sonreír. Sobre todo vi a muchas madres, determinando las pautas de la convivencia. Recordé cuando hace siglos iba con mi madre y abuela a la tienda SCOP o la del IMSS, era toda una aventura. Años en los que aún no conocía del todo la angustia ni la tristeza. Recordé las manos de ambas. Muchos de mis pasos los di con ellas, tomado de sus manos. Ellas eran la certeza que ya no poseo ni me habita. Quizá por ello, sin proponérnoslo, los ritos funerarios laicos y simbólicos, con palabras compartidas, los hicimos con ellas. Mi padre se convirtió en un árbol, mi abuela y madre en paisaje. Con ellas hubo palabras, muchas más que las mías (no es que lo que escriba valga la pena, es el modo como lidio con las pérdidas). Porque ellas si no lo fueron todo al menos fueron el sentido de gran parte de ese todo. Ahora lo sé: la orfandad es la ausencia de sentido, y por supuesto, la tristeza que se ciñe a la sangre, a los huesos, al tuétano. Sentado allí me pensé solo, huérfano, suspendido, quebrado. Cada yo que ahora soy, tirando por su cuenta hacia sus abismos.

Aun así, también me dio por darme cuenta cuan querido soy. He recibido palabras, gestos, actos que me sorprenden. No estoy seguro sean por el desamparo, más bien sospecho es por el cariño. Es como si una tierna caricia tendiera paulatinamente un pequeño cerco para contener a esos cuatro que yo soy. A la tristeza que me habita se suma ahora la ternura. Afirma el cantautor que nadie elige su amor, sospecho que  tampoco se elige ser querido. Rostros, nombres, gestos, palabras, abrazos me llegan cual olas que intentan mitigar, desvanecer ese remolino que soy.

Sin mucha convicción dejé aquella mesa para ir a hacer de la palabra ese salto amoroso y mortal que intenta llegar a los otros. Solo, horas después, me perturban de nuevo esos cuatro, pero ahora sé que soy querido. ¿Cómo mierda pude olvidar eso? Tan lo soy que esa mi madre y mi abuela, mi padre y mis tías, parecen haberme esculpido a mano (lo afirmo sin ánimo de valorarme positivamente cual obra de arte).

Suspiro. Cierro los ojos. Veo ese remolino y esas olas de ternura. Abro los ojos y les pienso, a todos.