lunes, julio 17, 2023

Anécdotas de azotea.

Regresar a donde se vivió de chico trae consigo el descubrimiento de quien uno fue y supone no haber sido. Más acá de los vericuetos psicológicos, la memoria suele retener lo que por una u otra razón importó desde entonces. Ahora vivo en el dúplex en el que lo hice hasta los 10 años tal vez, no lo tengo claro, con el detalle de que ahora habito en la casa superior, no en la inferior como entonces. 
       A diferencia de aquellos años, de predominante clima templado, ahora, como consecuencia de nuestro enquistado espíritu cementero, el calor es infernal. Al paso de los años, los árboles que sembramos con mi padre para que al crecer lo suficiente dieran sombra a la casa y a la de mi abuela, habitante del lugar en donde ahora vivo, fueron derribados. Por esta desnudez cementera, el sol hace de mi casa un horno permanente en el que me siento un chancho en asado permanente. No hay por supuesto nada erótico en andar semidesnudo y sudando por la casa. Ni que fuera uno actor de Nueve Semanas y Media para jugar eróticamente con las luces, sombras y circunstancias del momento. Además, obvia decirlo, cotidianamente no hay con quien jugar, y el reflejo que me trae el espejo es de lo menos seductor que he visto en mi vida.
    La desnudez cementera ha dado al traste con muchas cosas de las que recuerdo del entorno: murciélagos, azotadores (de sangre tan verde como los líquidos de antaño con que limpiábamos los acetatos), catarinas, abejorros, tarántulas, tlacuaches, caracoles, tréboles de cuatro hojas, etcétera. También acabó con el espectáculo que las mañanas me deparaban: los volcanes nevados. Lo que ahora hay es una brutal luz blanquecina que lo calienta absolutamente todo.
    Con el afán de volver habitable el hogar, es decir, con el intento desesperado de dejar de concebirme como chancho asado, mi hermana, que es mucho más inteligente que yo, vino con un plan que sustituyó mi idea de poner un producto especial, con tratamiento nanotecnológico, supuestamente capaz de reflejar y absorber la luz del sol y el calor. Con su lógica de ingeniera, su conocimiento técnico (no cuento mi cara de estúpido cuando me dijo que la losa del techo era carámica por lo que la transmisión de calor a las paredes laterales era inevitable), me dio la solución más sencilla y viable: hacer sombra en el techo. Me explicó: hay que poner mallasombra a unos 20 centímetros del techo para que la inclinación perpendicular del sol no le de a la mayor parte de la azotea, y por supuesto, para que cuando esté en el cenit, tampoco le de directamente. Añadió doctamente: es importante que circule el aire, para que disipe el calor. Así la casa no se calentará tanto, porque no habrá transmisión de calor a las paredes laterales desde el techo, remató. Mi-gesto-de-pendejo-quedó-tatuado-para-siempre-en-sus-pupilas. ¡Ira tú!
    Una cosa es planear y otra hacer. La recomendación vino con escuetas instrucciones que en mi imaginación se convirtieron en estrategias de batalla para un general con escasas ideas sobre la guerra, las armas y los batallones. Pero, como siempre he pensado ante situaciones parecidas, me dije: ni que fuera tan difícil hacer lo que uno no sabe hacer. Armado de paciencia (sospecho que hay algún trauma que me suscita una enorme reticencia a ciertas cosas prácticas, lo cual me vuelve una suerte de oso perezoso), busqué a un herrero. Mi experiencia con trabajadores de la construcción no es la mejor en términos laborales. Perdura en mi memoria la manera de trabajar de quienes colaboraban con mi padre: eficientes, puntuales, bien hechos. Andando el tiempo supe que mi padre tuvo mucho que ver con su educación laboral. Pero la mayoría de los trabajadores no se formaron con él, por tanto eso de la eficiencia, puntulidad y perfección les es bastante ajena. Resignado a los fallos laborales (lo sé, no son fallos, son condiciones de trabajo), decidí ir con un herrero “bien calificado” en la web cuyo taller se encuentra curzando el canal de Cuemanco.
    Al dirigirme a su negocio, siguiendo religiosamente las indicaciones del google maps, pensaba yo en todo lo que se decía y había en la zona cuando chico. Mi recuerdo más entusiasta son los elotes, sí, los elotes. En toda la zona los había, en la calzada México-Xochimilco uno se detenía a comerlos, tiernos, asados, deliciosamente preparados. Es uno de los recuerdos más consistentes que tengo: regresar de algún viaje, bajar del auto a comer elotes y esquites. Quizá por eso me gustan tanto, aunque ahora deba peregrinar para hallar algún puesto que los venda y prepare bien en una zona en donde eso antes era costumbre. Pinche desnudez cementera.
    Mi otro recuerdo consistente de la zona son las advertencias sobre su peligrosidad. Al caminar por una calle adyacente al Canal es evidente el motivo del argumento: entre desierto y descuidado, se supone puede pasar cualquier cosa, sobre todo si, como sucedía por aquellos años, lo que había era harta milpa. Ya se sabe: concreciones estereotípicas que sustituyen la realidad. Ahora lo entiendo: rumores que se establecen entre los límites de zonas urbanas y agrícolas, territorios fronterizos entre clases sociales. Pura mierda pues.
    Luego de “explicar” lo que necesitaba –¿cómo se explica con claridad cuando se desconocen los términos precisos?–, el herrero, observando el dibujo que hice –recomendación de mi padre: en términos constructivos siempre es mejor presentar dibujos en tercera dimensión para que se comprenda claramente lo que se necesita–, me asegura que en ocho días irá a colocar lo solicitado, previo pago de un adelanto del 50%. Al transferirle el porcentaje solicitado, manifestó sus dudas sobre la eficiencia de lo planeado y solicitado. Mi respuesta: puede que no la tenga, pero si sirve sospecho tendrás mucho trabajo porque comenzará la imitación. Fin de las dudas.
    El día acordado pero no a la hora señalada, el herrero llegó con su hijo, y posteriormente, su hija, que llevó algo necesario que habían olvidado. En la azotea, conversamos largamente. El paso de los minutos y la abundancia de las palabras contribuyeron a que se fuese perdiendo la seriedad de quien se desconoce, de quien contrata y de quien trabaja.
    Al ver al herrero hincarse con algo de esfuerzo, le hice algún comentario jocoso. Su respuesta fue que el día anterior había ido a bailar sin su esposa, razón por la que estaba jodido de las rodillas. Pensé muchas cosas, pero mejor hice la pregunta obvia: ¿qué bailas que tu esposa no te acompaña? High energy, respondió. Tengo un conocimiento vago del asunto, así que para no errar pregunté a qué se refería con eso. Respondió lacónicamente: Polymarchs. Toda una época se me vino encima: los cassetes, el trailer, las montañas de bocinas, las luces, y un grupo muy específico de jóvenes bailando (ya sé, mero estereotipo).
    A lo anterior, rápidamente añadió: lo conocí aquí, en la otra manzana, hace muchos años, cosa rara porque esta zona es fresa ¿no?; tú eres fresa, remató. ¿Habrá algún modo de relacionarnos que no tenga como fundamento el estereotipo?, ¿cómo explicarle que el estereotipo es la forma expedita de hablar de clases sociales sin pasar por el trago amargo de reconocerse involucrado en una lucha brutal que antes llamaban “de clases” y que ahora se deja roma con eso de los pobres, los ricos y la desigualdad? A su afirmación sobre mi freses respondí: supongo, ya sabes, viví y vivo en estos lares de clase media creciente que ha terminado anquilosada en clase media baja. Se ríe aunque ignoro si me expliqué con claridad.
    Me contó que una de sus pasiones, además de la herrería, es bailar ese tipo de música. Esa pasión le llevó, me dice, a ser mesero en un antro, y trabajar en el “ambiente” por una década, hasta que se convenció que lo suyo es la herrería. Ya como gato al que mata la curiosidad, le pregunté por el antro en el que se adentró en el “ambiente”. Me informa como si fuera de lo más natural: el Tiffanis. Otra avalancha de época se vino sobre mí. El “gatifanis”, me dije. ¿Conociste al Mauricio?,  le pregunto. Entusiasta responde: ¡No mames! ¡El Mauricio! ¡Claro, era mi compa! De hecho, fui gerente de uno de sus antros. Sonrío, le cuento que es amigo de mi hermano, que iba en Prepa 5, que… (me callo esas otras historias de silencio necesario sobre él, su padre y su hermano) era simpático, que con sus autos Grand Marquis le daba unos besos en la defensa trasera a mi madre que manejaba su Brasilia verde, que mi madre lo narraba con cierto dejo de risa, porque a ella los jóvenes le parecían hilarantes.
    Entre anécdotas las horas pasaron, el trabajo se concluyó. Días después, subí de nuevo a la azotea para instalar las mallasombras. Como vivo solo, es un trabajo que me tocó hacer en solitario, con empeño y lleno de recuerdos, sobre todo de mi padre, quien  detestaba derrochar energía y dar vueltas. Simpre me decía lo mismo: piensa lo que vas a hacer; lleva lo necesario; aplícate, no te distraigas. Mi padre no gustaba de malas palabras, pero sus indicaciones concretas era no-trabajes-a-lo-pendejo. Así que luego de traer al presente su consejo, me pasé mis buenas horas en la azotea, colocando la malla sombra. Fue entonces cuando lo recordé con nitidez.
    La primaria a la que iba estaba tan cerca de mi casa que se alcanzaba a escuchar la chicharra que indicaba el inminente cierre de la escuela para comenzar las labores correspondientes. En cambio, para mí, su chicharra era como la preventiva de un semáforo: su sonido indicaba la hora para salir corriendo con ganas de que la puerta de la escuela estuviese cerrada, un deseo permanentemente frustrado: la hallaba a punto de cerrarse y resignadamente entraba a la escuela para iniciar mi día de clases.
    Al regresar a casa, solo o acompañado con amigos, velozmente abría la puerta, aventaba mi mochila para salir corriendo, para no regresar hasta que alguien estuviese en ella. No se trataba de vagancia, sino de lo que yo solía ver en la azotea de la casa de mi abuela: un duende horripilante sentado que me observaba furiosamente. Cuando conté eso solamente mi abuela me creyó; la mayoría pensaba se trataba de mi febril imaginación.
    Mi abuela pertenecía a aquellas generaciones para las que la medicina tradicional era recurrente. Solía hacer cosas que muy fácilmente se calificaban y siguen calificando de brujería, chamanismo, etcétera. Por eso me creyó, y por eso mismo decidió educarme al respecto. Me sorprendí cuando, al pasar de los años, me enteré que distintas personas decían ver ese duende o a un niño. Yo lo seguí viendo hasta que nos cambiamos de casa. Fue este recuerdo el que me hizo sentarme al borde de la azotea, precisamente en el lugar en el que yo solía verlo.
    Tomando agua, balanceando mis piernas sobre el vacío, miré con curiosidad a la mascota de mis vecinos, una perra rescatada que conmigo es amable y tierna, pero que ahora me ladraba con cierta furia, como si no me conociera. Al poco rato, por el andador pasó una señora con su hijo, un niño que me miró desconcertado. Yo le observaba preguntándome qué demonios estaría pensando. Las miradas curiosas de vecinos residentes en los edificios de alrededor hizo evidente el morbo sobre las razones de mi estar allí, sentado en la azotea, con mi sombrero, mi paliacate, mi camisa de manga larga y pantalones negros. Tal vez, pensé, el duende soy yo. Sonreí. Quizá entonces fui y soy el duende de mí mismo.
    Mientras recogía las cosas para bajar de la azotea una vez concluida la tarea, vino a mi memoria la sesión con la psicóloga en la que me hizo preguntas sobre aquellas experiencias (la del duende y otras). 
    –¿Cómo lo interpretas ahora? –preguntó con voz suave y mirada incisiva.
    –Fue el encuentro más aleccionador que tuve con lo otro –respondí después de cavilar un momento.
    Su mirada de interrogación no me pasó inadevertida. Así que amplié mi respuesta.
    –Hace tiempo, en un seminario, un filósofo español insistía en nuestra incapacidad de ver lo otro como otro, debido a esa necedad tan nuestra de querer ver lo similar en lo otro. No hay nada que pueda asimilarme a un duende; fue, me parece, mi primer encuentro con lo otro, un encuentro que ni siquiera pasó por la afirmación de que aquello no se parecía a mí o a algo conocido.
    La psicóloga anotó sin convicción.
    –Lo otro –comenté con un dejo de ironía– es que mi abuela tuviera razón: no creo en las brujas, pero de que las hay, las hay.
    Al bajar de la azotea, conciente de aquello de las tres pes que decía mi padre estaban presentes al terminar cualquier obra constructiva (Puertas, Pintura y Pendejadas), medito en aquella interpretación. Tal vez nunca me encontré con ese otro porque, como dije, uno descubre, en un momento, que uno fue quien no supuso ser. En este caso, el duende que un niño miraba aterrado; un duende que se preguntaba por aquello que un niño podía estar pensando; un duende que apreciaba desde las alturas el espectáculo de un mundo carente de respuestas, lleno de suposiciones y estereotipos.
    Escribo esto, ahora, gozando de una temperatura aceptable dentro de la casa. He dejado de ser un chancho asado. Quizá por eso, me planteo sin mucha convicción la posibilidad de asistir a un concierto de high energy (total, ya tengo una rodilla jodida). Ante la duda, miro al techo. Ojalá también el duende disfrute de la sombra, me digo.