En la selva, bosque, mar o desierto las preguntas se hacen en silencio. No son ni pueden ser prolijas. No hay concesión. Solamente concisión. Quizá porque la exhuberancia, lo tupido y la inmensidad de los paisajes se meten en la piel, se prenden de los ojos, e inundan el alma. Allí no se es nada más que un punto infinitamente pequeño que no concibe ninguna otra pregunta más grande que el espacio que se ocupa. Tampoco hay balbuceo que pueda competir con el concierto que les habita. Únicamente el silencio es lo que sale, lo que queda, lo que aferra los huesos.
De pronto da miedo no ser lo suficientemente lacónico.
Sucede que allí, en la selva, el bosque, el mar o el desierto, habitan más respuestas que preguntas. Sentado bajo la sombra de un árbol cualquiera, aumenta la sensación de que todavía no se han inventado las preguntas para todas esas respuestas que crecen como racimos o que se propagan cual fina arena o espuma. Por eso se procede por concreción. ¿Qué es esto? ¿qué es lo otro? ¿cómo habitar aquí? ¿qué hacer con esto? ¿qué hacer con aquello? ¿qué se puede comer y qué no?
Todo tan concreto como recién me lo contó aquel señor: una vez recibida la mordedura de la serpiente, pasado el susto y el enojo, la única pregunta pertinente es cómo sobrevivir. La plegaria posterior a la decisión tomada es, por supuesto, un acto de fe, pero un acto que reconoce lo impropio e incluso improcedente de algunas preguntas grandilocuentes en una realidad demasiado elocuente.