lunes, junio 27, 2005

Ballenas de metal

En ocasiones las definiciones más precisas surgen de los lugares más inesperados. “La ciudad de los muertos” dijo el niño a su padre cuando éste le informó que iban al cementerio. ¿Hay acaso un modo más certero para hablar de los cementerios? Porque lo primero que llama la atención, particularmente en los cementerios antiguos, es la sofisticación con que se construyeron los monumentos del recuerdo. Verdaderas obras de arte que ofrecen bellos espacios y adornos a cuerpos ausentes y almas de dudosa existencia. Capillas, palacios, edificios, incluso casas. O si se prefiere, bellos jarrones o modernas urnas funerarias. Por supuesto, no es el caso de los cementerios actuales, cuya lógica es irremediablemente parecida a los condominios de interés social (incluso adquiridos a crédito). El punto es la sofisticación del recuerdo que puebla el mundo de los muertos como ciudades de vivos.

Hay cementerios que por esta condición se vuelven museos. O al revés. Museos que se pueblan de cementerios. Allí están los ferrocarriles y los trenes mexicanos. ¿Qué fue de su anuncio moderno? Un lastimoso llamado de muerte. En su mayoría hoy duermen el sueño de los (in)justos. Parecen ballenas metálicas atrapadas por redes invisibles, o que encallaron sin que ningún ecologista fuera a su rescate. Esqueletos cuya menguada dignidad actual proviene, en ciertos y contados casos, de haberse convertido en piezas de museo.

Y allí están, para ser apreciados y admirados como eco de lo que alguna vez fue este país. Ruedas, calderas, locomotoras, asientos, cadenas, camas, vagones de lujo, de primera y segunda clase, vagones para el correo y para el transporte de animales. No se necesita mucho para pensar en el vapor, en la madera, en el calor, en los olores, en la extraordinaria impresión de ser más veloz que el caballo más veloz jamás visto hasta entonces. ¿Cuántas cosas no se habrán visto por sus ventanas? ¿cuántas historias podrían contar sus rieles y durmientes, sus ruedas y frenos, sus recovecos de carbón y luego de aceite? Y no sólo historias de amor o de revolución. ¿Qué nos podrá contar ese olvidado ir y venir de su camino entre montañas? Aunque para nuestro vertiginoso andar el ferrocarril sea una reliquia de dudoso recuerdo, por lo menos habrá que conceder que tuvo a su favor la parsimonia. Y junto con la parsimonia, la palabra. ¿Cuál habrá sido el color de las palabras dichas al cobijo de sus vagones, de sus asientos, de su hacinamiento, de su lento y monótono vaivén por un país que quiso, siempre ha querido, ser moderno?...