jueves, junio 16, 2005

Remembranzas 1

Campeche, Campeche a 18 de mayo de 1998.

Pensar, soñar, imaginar, recordar y enamorarse
Abuela:
Desde mi ventana veo cómo un pincel maestro juega a colorear el paisaje. Ningún amanecer o atardecer se parece en lo más mínimo. Sea la configuración de las nubes, la tonalidad de los rayos, los azules verdosos del mar y del cielo, pero siempre se presenta una variación que hace el espectáculo diferente. Hay ocasiones en que el sol es una enorme naranja asomándose por la parte trasera de la ciudad para ir despacio, pero regular, a acostarse en el delicioso colchón de nubes que le espera en el horizonte marítimo. Casi al desaparecer completamente, el atardecer se pinta de rojos, rosas y, ocasionalmente, de violeta. Según dicen, sucede de vez en cuando que justo al momento de ocultarse el sol emana un rayo violeta que se despliega en forma de abanico por todo el horizonte. No lo he visto, mas no dudo que así sea. Pero lo cierto es que el paisaje es hermoso y se presta para pensar, soñar, imaginar, recordar y enamorarse.

Por su parte, el centro de la ciudad de Campeche también es bonito. A su modo, los hombres hacen cosas que en su ámbito disputan la mirada de quienes, como yo, andan a la búsqueda de espectáculos gratuitos y hermosos. La ciudad es de una traza reticular casi perfecta, es decir, tiene calles muy rectas que la hacen verse como un gran tablero de damas chinas; sus casas, la mayoría del siglo XVIII y XIX, son altas y coloridas, aunque por dentro se estén derrumbando. En ellas predomina la arquitectura española combinada con la árabe: es común encontrar en su interior arcos trilobulados característicos de mezquitas y construcciones que invocan el cuento de las mil y una noches. En las fachadas de estas casas por lo general hay largos ventanales que permiten apreciar trabajos de herrería simples pero bellos. Sus puertas también son amplias y alargadas, en las que de vez en cuando hallas trabajos de carpintería realmente maravillosos.

Todo ello adquiere un tinte nostálgico por las noches, cuando tristes faros amarillentos se iluminan y dan a las calles una sensación de irrealidad y atemporalidad únicamente interrumpida por coches y la presencia de aparatos eléctricos. Esta percepción se acrecenta por las mañanas, cuando salen a las calles unos viejitos con sus mulas y burros que jalan carretas en las que llevan enormes tóneles de madera añeja cuyo contenido es agua de lluvia (o tal vez de algún río cercano) que van vendiendo de casa en casa para uso de limpieza y cocina. Es una delicia escuchar el eco del caminar de estos animalitos y uno no puede dejar de sonreír por lo pintoresco del cuadro y lo amable que suelen ser estos señores aguadores. Trabajan muy temprano porque cerca de las siete u ocho comienza el movimiento que da al traste con el espectáculo: en vez de mulas y caballos, motocicletas y coches; en vez de viejitos amables, niños, adolescentes, jóvenes, adultos, en las diarias tareas de la vida; en vez de las luces amarillas, la claridad de un inclemente sol cuya resolana deslumbra... Y aún así, hay partes –pocas, es cierto– apacibles y tranquilas en donde uno puede refugiarse para pensar, soñar, imaginar, recordar y enamorarse.

Cuando el clima comienza a refrescar, muchas familias suelen abrir las puertas de sus casas y sacar sillas para sentarse en la acera a platicar, saludar a los vecinos, comentar los sucesos del día con cierto tono chismosón, jugar cartas, dominó, ajedrez, lotería campechana o leer apaciblemente alguna novela, el periódico u otra cosa. En esos momentos, más que en ningún otro creo yo, conviven viejos con niños, adultos con jóvenes, y se dan el gozo de reafirmar los lazos familiares. No es difícil creer que es en esos instantes cuando los grandes transmiten a los pequeños los símbolos, los ritos, las ideas e historias de un ayer que a la mente ya vivida siempre parecen mejores, y que van creando la identidad colectiva de quienes viven aquí. A mí me gusta caminar a esas horas por las calles; créeme, andando despacio por las aceras estrechas se puede pensar, soñar, imaginar, recordar y enamorarse.

En fin abuela, lo que quiero decir es que cuando miro al sol jugando a ser una enorme naranja; cuando veo la traza de la ciudad y logro distinguir el eco de vidas pasadas; cuando me dejo invadir por la nostalgia caminando de un lugar a otro; cuando aprecio a esos señores que buscan un modo de vivir ante una realidad tan dura; cuando paso cerca de familias que se sientan en las aceras para refrescarse e identificarse con lo que les rodea, lo mismo personas que objetos e instituciones; cuando me siento a la vera de murallas, piedras y sombras para escuchar sus viejos cuentos, y cuando me instalo en cualquier banca del malecón para ver y sentir la inmensidad del mar, a menudo llegas a mi lado para decirme que esas son las mejores facultades del hombre: pensar, soñar, imaginar, recordar y enamorarse; que en ellas el hombre ve su miseria y su gloria; su mezquindad y su generosidad; sus espantosos monstruos y sus hermosos fantasmas; que con ellas inundo de significados todo lo que veo, siento, escucho, gusto, toco.

¿Dónde, cuándo me enseñaste esto? No lo sé. Supongo que en esas reuniones familiares en las que te esforzaste por enseñarnos a apreciar las cosas que están más allá de la simple mirada. Estoy seguro que sin esas largas jornadas en que dejaste parte de tu vida en nosotros, nada de lo que te cuento podría apreciar o gozar como lo hago, ni me sería posible jugar con mi imaginación o ir una y otra vez a los recuerdos en busca de respuesta a las cosas que a diario me pasan. Sin ese afán de entrega a los demás que te obstinas en manifestar, difícilmente comprendería el significado de estar enamorado, que es ser habitado por el amor a muchas cosas: hombres, mujeres, actos, paisajes, arquitecturas, ideas, quimeras, objetos, es decir, a la vida, con todo lo contradictoria, difícil y seductora que resulta. Quizá esto me lo estés enseñando ahora, a distancia, cuando ambos estamos observando el crepúsculo en el que esa enorme pelota vestida de naranja perezosamente se dirige a la cama, y decimos que aquí, frente al mar, uno puede pensar, soñar, imaginar, recordar y enamorarse, vaya, vivir, hasta que a cada uno nos llegue la hora de acostarnos en ese envidiable colchón de nubes azules que no deja al sol llegar al horizonte marítimo.

Salud, abuela. Un abrazo y un beso, tan grande como la distancia que nos separa.