jueves, junio 30, 2005

Dead end

Palabras de un sabio vagabundo:

"El peor es el que se anuncia en el horizonte, como un nubarrón que paulatinamente crece, aumenta, hasta convertirse en una tormenta de la que ya no es posible escapar. La pertinaz lluvia comienza por minar lo más ligero, lo más superficial . Después, los cimientos de todo se tambalean sobre un terreno fangoso e inestable. Las construcciones más sólidas se vienen abajo y por más que se busque, no hay refugio o cobijo. Queda sí, el heroísmo que pretende rescatar el paraíso anterior. Queda la memoria del paisaje soleado y frondoso. Pero en las manos solamente hay lluvia. Desde la montaña más alta el panorama es de escombros, como si por nuestra alma hubiese pasado el tsunami que todos vimos por televisión. Pero el peor momento es cuando desde ese mismo horizonte lejano surge la pregunta que sigue el mismo camino que la tormenta: ¿no debí atender aquel nubarrón antes? A veces dan ganas de ofrecer perdón por haberse creído lo suficientemente fuerte y heroico para sortear la tormenta; perdón por no haber partido cuando el fin era todavía un nubarrón; perdón por haberse tardado demasiado”.

lunes, junio 27, 2005

Ballenas de metal

En ocasiones las definiciones más precisas surgen de los lugares más inesperados. “La ciudad de los muertos” dijo el niño a su padre cuando éste le informó que iban al cementerio. ¿Hay acaso un modo más certero para hablar de los cementerios? Porque lo primero que llama la atención, particularmente en los cementerios antiguos, es la sofisticación con que se construyeron los monumentos del recuerdo. Verdaderas obras de arte que ofrecen bellos espacios y adornos a cuerpos ausentes y almas de dudosa existencia. Capillas, palacios, edificios, incluso casas. O si se prefiere, bellos jarrones o modernas urnas funerarias. Por supuesto, no es el caso de los cementerios actuales, cuya lógica es irremediablemente parecida a los condominios de interés social (incluso adquiridos a crédito). El punto es la sofisticación del recuerdo que puebla el mundo de los muertos como ciudades de vivos.

Hay cementerios que por esta condición se vuelven museos. O al revés. Museos que se pueblan de cementerios. Allí están los ferrocarriles y los trenes mexicanos. ¿Qué fue de su anuncio moderno? Un lastimoso llamado de muerte. En su mayoría hoy duermen el sueño de los (in)justos. Parecen ballenas metálicas atrapadas por redes invisibles, o que encallaron sin que ningún ecologista fuera a su rescate. Esqueletos cuya menguada dignidad actual proviene, en ciertos y contados casos, de haberse convertido en piezas de museo.

Y allí están, para ser apreciados y admirados como eco de lo que alguna vez fue este país. Ruedas, calderas, locomotoras, asientos, cadenas, camas, vagones de lujo, de primera y segunda clase, vagones para el correo y para el transporte de animales. No se necesita mucho para pensar en el vapor, en la madera, en el calor, en los olores, en la extraordinaria impresión de ser más veloz que el caballo más veloz jamás visto hasta entonces. ¿Cuántas cosas no se habrán visto por sus ventanas? ¿cuántas historias podrían contar sus rieles y durmientes, sus ruedas y frenos, sus recovecos de carbón y luego de aceite? Y no sólo historias de amor o de revolución. ¿Qué nos podrá contar ese olvidado ir y venir de su camino entre montañas? Aunque para nuestro vertiginoso andar el ferrocarril sea una reliquia de dudoso recuerdo, por lo menos habrá que conceder que tuvo a su favor la parsimonia. Y junto con la parsimonia, la palabra. ¿Cuál habrá sido el color de las palabras dichas al cobijo de sus vagones, de sus asientos, de su hacinamiento, de su lento y monótono vaivén por un país que quiso, siempre ha querido, ser moderno?...

viernes, junio 24, 2005

historia

No me preguntes, no lo sé. Podría recitar una retahíla de frases que dan cuenta de la historia, y atenerme a cualquiera de ellas, e incluso a todas, para explicar mi inclinación, o mejor aún, mi decisión profesional. Es más, podría decirte, como muchos otros, que una lectura de Ivanhoe lo decidió todo. Pero no, ni Walter Scott ni Miguel Zévaco tuvieron nada que ver.

Mucho menos sé si de algo sirve. Como que tropezar de nuevo con la misma piedra es signo de que la historia no enseña gran cosa o bien no aprendemos de ella lo que debemos o lo que necesitamos. El problema, como siempre, está en quien estudia, no en la cosa estudiada. Si la historia no es un juez (por muy venerable que sea la tradición que así la ve) tampoco es una maestra aplicada que dicta, evalúa y espera que sus alumnos atentos saquen 10, colocándoles una estrellita de cinco picos en la frente. En todo caso, es el historiador el que padece de esa necesidad, por eso su vocación a la palabra, a la investigación, a la docencia, a la difusión. Decir y enseñar lo encontrado es su sino, aunque su voz no llegue, a veces y por desgracia, más allá del círculo selecto que le atiende y le entiende. Desafortunadamente muchos sucumben al fárrago como sustituto de la comprensión.

Te obstinas en que diga mis razones “personales”. Concedo a tu petición aunque probablemente te quedes en el más pleno desconcierto. Los derroteros que a ella me llevaron fueron las dudas. Dudas triviales y personales, a veces dudas vitales; dudas que no siempre pude formular correctamente. Pero todas ellas referidas a mí y al mundo en que vivo. Creo que ella es tan sólo un camino, tan válido como cualquier otro. El secreto, si es que lo hay, está en la duda. Conozco gente que no se pregunta absolutamente nada. También los hay que si se cuestionan algo, prefieren postergar la respuesta y avenirse bien al marco mundial que respuestas tiene para todo. Y están los otros, esos que Saramago, en otra circunstancia y por otras razones, define muy bien:

Viaje según su propio proyecto, dé mínimos oídos a la facilidad de los itinerarios cómodos y de rastro pisado, acepte equivocarse en la carretera y volver atrás, o, al contrario, persevere hasta inventar salidas desacostumbradas al mundo.

Creo que de gente así surgen los historiadores y los filósofos y los literatos y los músicos y.... Cada quien inventando las salidas desacostumbradas al mundo; cada quien dando mínimos oídos a la facilidad de los itinerarios cómodos. Esta es la vena del historiador. Aquí está su núcleo nervioso.

Lo que le sucede en este andar sobre las dudas es que sus horizontes se amplían, a veces de modo inesperado y aún impensable. Digo sus horizontes porque me refiero a los dos: a los del pasado y a los del presente. Si me permites una imagen, te diría que el historiador está en medio de dos abanicos que con el paso del tiempo se van ensanchando en radio y alcance, hasta volverse casi un círculo perfecto que se expande lenta pero regularmente.

Cuando llega a este punto, las respuestas del historiador son más finas, más inteligentes, más precisas. ¿Cómo no habría de tener una pretensión magisterial? Pero al mismo tiempo, corre el riesgo de paralizarse. Son tantos los “asegunes” y las “aristas” de las decisiones, que puede acabar paralizado, placenteramente escondido en su torre de cristal, ahogado en la más plena incapacidad. Yo creo que para salvarse de eso es preciso recordar lo que Gabriel Celaya escribió sobre la poesía:

Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos, dar un sí que glorifica.
Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo, estamos tocando el fondo.
Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, llevándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido,
partido hasta mancharse.
Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren,
y canto respirando.
Canto y canto y cantando más allá de mis penas,
de mis penas
personales, me ensancho, me ensancho.

Eso mismo: tomar partido hasta mancharse; ensancharse, ensancharse. Eso es lo que creo. Sustituye “poesía” por “historia” y encontrarás alguna respuesta a las preguntas que me haces. Incluso por qué la una y la otra son tan hermanas, y por qué cada una tiene sus musas.

martes, junio 21, 2005

Sin concesiones

En la selva, bosque, mar o desierto las preguntas se hacen en silencio. No son ni pueden ser prolijas. No hay concesión. Solamente concisión. Quizá porque la exhuberancia, lo tupido y la inmensidad de los paisajes se meten en la piel, se prenden de los ojos, e inundan el alma. Allí no se es nada más que un punto infinitamente pequeño que no concibe ninguna otra pregunta más grande que el espacio que se ocupa. Tampoco hay balbuceo que pueda competir con el concierto que les habita. Únicamente el silencio es lo que sale, lo que queda, lo que aferra los huesos.

De pronto da miedo no ser lo suficientemente lacónico.

Sucede que allí, en la selva, el bosque, el mar o el desierto, habitan más respuestas que preguntas. Sentado bajo la sombra de un árbol cualquiera, aumenta la sensación de que todavía no se han inventado las preguntas para todas esas respuestas que crecen como racimos o que se propagan cual fina arena o espuma. Por eso se procede por concreción. ¿Qué es esto? ¿qué es lo otro? ¿cómo habitar aquí? ¿qué hacer con esto? ¿qué hacer con aquello? ¿qué se puede comer y qué no?

Todo tan concreto como recién me lo contó aquel señor: una vez recibida la mordedura de la serpiente, pasado el susto y el enojo, la única pregunta pertinente es cómo sobrevivir. La plegaria posterior a la decisión tomada es, por supuesto, un acto de fe, pero un acto que reconoce lo impropio e incluso improcedente de algunas preguntas grandilocuentes en una realidad demasiado elocuente.

viernes, junio 17, 2005

Ruido

Sentado tranquilamente, sin hacer nada,
Llega la primavera, la hierba crece.


A veces todo se vuelve tan ensordecedor que el mundo mismo parece estar constituido solamente de ruidos. Ruidos en las miradas, en las sonrisas, en lo que se platica. Se sabe que la costumbre es un bien invaluable para el hombre, pero se vuelve mortal cuando insensiblemente, “sordamente”, el ruido se torna costumbre. Entonces el ruido pierde su cualidad negativa y pasajera para convertirse en condición de vida. A veces el frenesí surge de allí, de la vida ruidosa. El vértigo como vano intento de solución a ese ruido. De pronto se cae al abismo, y lo último que se escucha es el inconexo ir y venir de lo que ya resulta ininteligible.

Parado aquí, en el borde del abismo, el suicida recuerda algunas palabras de su infancia. Es la voz de Kalimán que acostumbraba decir: “Serenidad y paciencia Solín”. Al repetirlas encuentra algo de silencio que trae a sus ojos lo escrito por William Blake al otro lado del abismo:

Para ver un mundo en un grano de arena
y un cielo en una flor silvestre
ten el infinito en la palma de la mano
y la eternidad en una hora.

jueves, junio 16, 2005

Remembranzas 1

Campeche, Campeche a 18 de mayo de 1998.

Pensar, soñar, imaginar, recordar y enamorarse
Abuela:
Desde mi ventana veo cómo un pincel maestro juega a colorear el paisaje. Ningún amanecer o atardecer se parece en lo más mínimo. Sea la configuración de las nubes, la tonalidad de los rayos, los azules verdosos del mar y del cielo, pero siempre se presenta una variación que hace el espectáculo diferente. Hay ocasiones en que el sol es una enorme naranja asomándose por la parte trasera de la ciudad para ir despacio, pero regular, a acostarse en el delicioso colchón de nubes que le espera en el horizonte marítimo. Casi al desaparecer completamente, el atardecer se pinta de rojos, rosas y, ocasionalmente, de violeta. Según dicen, sucede de vez en cuando que justo al momento de ocultarse el sol emana un rayo violeta que se despliega en forma de abanico por todo el horizonte. No lo he visto, mas no dudo que así sea. Pero lo cierto es que el paisaje es hermoso y se presta para pensar, soñar, imaginar, recordar y enamorarse.

Por su parte, el centro de la ciudad de Campeche también es bonito. A su modo, los hombres hacen cosas que en su ámbito disputan la mirada de quienes, como yo, andan a la búsqueda de espectáculos gratuitos y hermosos. La ciudad es de una traza reticular casi perfecta, es decir, tiene calles muy rectas que la hacen verse como un gran tablero de damas chinas; sus casas, la mayoría del siglo XVIII y XIX, son altas y coloridas, aunque por dentro se estén derrumbando. En ellas predomina la arquitectura española combinada con la árabe: es común encontrar en su interior arcos trilobulados característicos de mezquitas y construcciones que invocan el cuento de las mil y una noches. En las fachadas de estas casas por lo general hay largos ventanales que permiten apreciar trabajos de herrería simples pero bellos. Sus puertas también son amplias y alargadas, en las que de vez en cuando hallas trabajos de carpintería realmente maravillosos.

Todo ello adquiere un tinte nostálgico por las noches, cuando tristes faros amarillentos se iluminan y dan a las calles una sensación de irrealidad y atemporalidad únicamente interrumpida por coches y la presencia de aparatos eléctricos. Esta percepción se acrecenta por las mañanas, cuando salen a las calles unos viejitos con sus mulas y burros que jalan carretas en las que llevan enormes tóneles de madera añeja cuyo contenido es agua de lluvia (o tal vez de algún río cercano) que van vendiendo de casa en casa para uso de limpieza y cocina. Es una delicia escuchar el eco del caminar de estos animalitos y uno no puede dejar de sonreír por lo pintoresco del cuadro y lo amable que suelen ser estos señores aguadores. Trabajan muy temprano porque cerca de las siete u ocho comienza el movimiento que da al traste con el espectáculo: en vez de mulas y caballos, motocicletas y coches; en vez de viejitos amables, niños, adolescentes, jóvenes, adultos, en las diarias tareas de la vida; en vez de las luces amarillas, la claridad de un inclemente sol cuya resolana deslumbra... Y aún así, hay partes –pocas, es cierto– apacibles y tranquilas en donde uno puede refugiarse para pensar, soñar, imaginar, recordar y enamorarse.

Cuando el clima comienza a refrescar, muchas familias suelen abrir las puertas de sus casas y sacar sillas para sentarse en la acera a platicar, saludar a los vecinos, comentar los sucesos del día con cierto tono chismosón, jugar cartas, dominó, ajedrez, lotería campechana o leer apaciblemente alguna novela, el periódico u otra cosa. En esos momentos, más que en ningún otro creo yo, conviven viejos con niños, adultos con jóvenes, y se dan el gozo de reafirmar los lazos familiares. No es difícil creer que es en esos instantes cuando los grandes transmiten a los pequeños los símbolos, los ritos, las ideas e historias de un ayer que a la mente ya vivida siempre parecen mejores, y que van creando la identidad colectiva de quienes viven aquí. A mí me gusta caminar a esas horas por las calles; créeme, andando despacio por las aceras estrechas se puede pensar, soñar, imaginar, recordar y enamorarse.

En fin abuela, lo que quiero decir es que cuando miro al sol jugando a ser una enorme naranja; cuando veo la traza de la ciudad y logro distinguir el eco de vidas pasadas; cuando me dejo invadir por la nostalgia caminando de un lugar a otro; cuando aprecio a esos señores que buscan un modo de vivir ante una realidad tan dura; cuando paso cerca de familias que se sientan en las aceras para refrescarse e identificarse con lo que les rodea, lo mismo personas que objetos e instituciones; cuando me siento a la vera de murallas, piedras y sombras para escuchar sus viejos cuentos, y cuando me instalo en cualquier banca del malecón para ver y sentir la inmensidad del mar, a menudo llegas a mi lado para decirme que esas son las mejores facultades del hombre: pensar, soñar, imaginar, recordar y enamorarse; que en ellas el hombre ve su miseria y su gloria; su mezquindad y su generosidad; sus espantosos monstruos y sus hermosos fantasmas; que con ellas inundo de significados todo lo que veo, siento, escucho, gusto, toco.

¿Dónde, cuándo me enseñaste esto? No lo sé. Supongo que en esas reuniones familiares en las que te esforzaste por enseñarnos a apreciar las cosas que están más allá de la simple mirada. Estoy seguro que sin esas largas jornadas en que dejaste parte de tu vida en nosotros, nada de lo que te cuento podría apreciar o gozar como lo hago, ni me sería posible jugar con mi imaginación o ir una y otra vez a los recuerdos en busca de respuesta a las cosas que a diario me pasan. Sin ese afán de entrega a los demás que te obstinas en manifestar, difícilmente comprendería el significado de estar enamorado, que es ser habitado por el amor a muchas cosas: hombres, mujeres, actos, paisajes, arquitecturas, ideas, quimeras, objetos, es decir, a la vida, con todo lo contradictoria, difícil y seductora que resulta. Quizá esto me lo estés enseñando ahora, a distancia, cuando ambos estamos observando el crepúsculo en el que esa enorme pelota vestida de naranja perezosamente se dirige a la cama, y decimos que aquí, frente al mar, uno puede pensar, soñar, imaginar, recordar y enamorarse, vaya, vivir, hasta que a cada uno nos llegue la hora de acostarnos en ese envidiable colchón de nubes azules que no deja al sol llegar al horizonte marítimo.

Salud, abuela. Un abrazo y un beso, tan grande como la distancia que nos separa.

miércoles, junio 15, 2005

Tras la ventana

¿Qué nombre puede tener cada barrote? Miedo, precaución, distancia, seguridad, confinamiento, introspección relativa. Son seis los barrotes que verticalmente cruzan de lado a lado el ventanal. Un ventanal alargado, como los de antes, cuando las casas de los ricos eran señoriales, majestuosas, completamente ajenas y lejanas al hacinamiento que hoy prevalece. Los techos altos, los espacios amplios y abundantes, la comunicación con la calle inocultable. Tiempos lejanos aquellos. Los barrotes son una herida memorable que lo recuerda obstinadamente.

Allá dentro se escucha el piano. Por el tono se colige que es viejo. Sus notas desprenden la pátina de lo añejo, si es que eso se puede decir de la música. Resulta casi inevitable pensar que sus teclas son ya amarillentas, algunas con grietas esculpidas por el paso del tiempo y de los dedos. Es música para ballet: parsimoniosa, serena, útil para marcar suavemente los pasos del ejercicio. Sus notas inducen a pensar en hojas y ramas moviéndose suavemente bajo la cadencia del viento; incluso en pequeños remolinos que bailan por las calles desérticas de una noche cualquiera en esta gran ciudad. Más aguda que grave, la melodía dicta su propio ritmo, un ritmo que manos, brazos, piernas, tronco y cabeza deben seguir.

Las bailarinas se duplican frente a los espejos. Sus puntas marcan la tensión de sus piernas largas, delgadas y fuertes. Sus espaldas, perfectamente marcadas y erigidas, dejan ver el arco lumbar que reta al universo geométrico. Sus brazos extendidos dulcemente a la vez que con fuerza clara, culminan casi siempre con esa postura de la mano tan inolvidable: el dedo índice ligeramente más levantado que el resto. Todas peinadas de la misma forma: colas de caballo que exaltan sus cuellos de porcelana. La barbilla, algo levantada, les da ese aspecto de desdén al mundo que muere a sus pies. No sé por qué pienso en Lilit.

Música, cuerpos en movimiento, el hálito del mundo creándose es lo que está allí, tras los ventanales. En cada ventanal hay seis barrotes. ¿Qué nombre puede tener cada barrote? Un señor se acerca y pregunta: “¿no es una lástima que seamos espectadores totalmente ajenos a lo que allí sucede?”. Lo miro largamente. Pienso que Lilit supo cómo escapar de esos y otros muchos barrotes y cárceles, particularmente de los que Dios le destinó. La música termina, las bailarinas se relajan, y yo sigo mi camino, perseguido por la idea de que la danza en algo se parece a Lilit.

lunes, junio 13, 2005

Titubeo

Siguiendo una leyenda gnóstica, Cioran afirma que “la causa de la historia sería un titubeo y el hombre el resultado de una vacilación original”. Sucede que allá en los orígenes, cuando el hombre todavía no era hombre, hubo ángeles que no supieron qué hacer frente a la lucha entre Miguel y el Dragón. La indecisión les volvió meros espectadores. Todos esos mirones desmemoriados (no recordaban nada de aquel combate titánico) fueron enviados a la tierra para aprender a optar, para redimirse de aquella incapacidad originaria para elegir un partido. Tal vez por eso, me digo yo, el mundo tiene algo de destierro, de redención, de aprendizaje en el exilio, y de añoranza por lo no recordado pero a menudo intuido.

Obligados a decidir, exigidos a actuar. Tal nuestra “condena”. Al decir de Fernando Savater es precisamente esta condición la que nos hace plenamente humanos. Pero plenamente humanos en esa condición de exilados. Porque la experiencia misma del titubeo, de la indecisión, parece recordarnos que no siempre pertenecimos a este mundo ni siempre estuvimos condenados a la libertad ni a lo que ella implica. En esos momentos ¿no percibimos lo que después la acción misma no alcanza a explicar del todo? Por eso la indecisión tiene algo de muerte simbólica para nosotros. Probablemente en aquella duda que paraliza nos viene la intuición de cuando vimos a los ángeles pelear y perplejos nos convertimos en espectadores que paradójicamente decidieron no sumarse a eso que en tierra condenamos: la guerra inútil que todo lo divide entre el bien y el mal... Es la punzada de una muerte simbólica. La indecisión es un abismo en el que permanecer por más tiempo del necesario dicta sentencia.

Actuar, decidir, para en este mundo estar...

viernes, junio 03, 2005

Fragmentos

"Busco pero no me busco", me dijeron hace algún tiempo. Modo peculiar de decirse que uno no se encuentra. Pienso en ello al estar frente al espejo. A veces un acto tan irrelevante como ese resulta tan extraño. No porque allí se refleje el Mr. Hyde que todos llevamos dentro; más bien porque el espejo devuelve sólo pinceladas impresionistas de uno mismo. Contornos difusos, meras insinuaciones que no pasan de ser manchones expresivos. Entonces nace esa sensación de ser tan fragmentario como todo.
Es una sensación indefinidamente dolorosa. ¿Cómo se reconstruye uno mismo? ¿Acaso se puede ser armador y rompecabezas al mismo tiempo? Probablemente sean estas preguntas las que obligan a buscar los fragmentos de uno mismo en aquellos otros con los que alguna vez se fue. Los esporádicos reencuentros con las amistades antiguas hablan de mí con las palabras de otros que dicen ser lo que fueron conmigo. Fragmentos retocados doblemente.
Sí. Como tocar un arpa. Cuerdas y dedos en combinación inesperada con sonidos deseados pero irreconocibles. Ecos de algo que no se puede reconocer, que cuesta trabajo reconocer. Tras la experiencia, al regresar al espejo el cuadro cambia; lejos queda el impresionismo. Ahora se parece más a una acuarela que juega inopinadamente con luces y sombras.