Me aproximo despacio. Verte allí me parece una coincidencia con tintes de destino. Llevas tu gabardina blanca, esa que usaste el día de mi examen. Te ves elegante. Miras desde el puente que, sobre el río, obsequia la vista panorámica de una ciudad hermosa. Tu postura de siempre, con las manos entrelazadas en la espalda, te da más altura que la recordada.
Sin decir nada me detengo a tu lado. No volteas a mirarme. Tan sólo me espetas una pregunta “¿qué ves?”. Pienso muchas respuestas pero sólo atino a decirte “una ciudad”. Guardas silencio. Como en otras ocasiones cuando te encontraba en la facultad, siento que no estás cómodo. Así que intento seguir mi camino pero, al igual que en esas ocasiones en que dábamos dos o tres vueltas rápidas por el pasillo de la dirección sin decir gran cosa, un gesto tuyo me detiene. Estamos allí, de pie, el uno junto al otro, tú erguido, yo como niño recargando los codos sobre el barandal del puente.
Pasan algunos minutos cuando dices en voz alta “No hay tiempo”. Me quedo perplejo. Te miro con la duda pintada en el rostro. Por toda respuesta añades: “Nos veremos pronto”. Entonces decides irte, con paso firme. Veo cómo te alejas. Pienso en las opciones que tengo: ir tras de ti, regresarme por el camino andado, o mejor, admirar el paisaje de la ciudad. Me decido por esto último. “Nos veremos pronto”, susurro.