sábado, octubre 09, 2010

Exorcizar fantasmas

Suele caminar y observar.  Hoy piensa en su sombra. Viene a su memoria aquella novela. Recuerda lo anotado hace años en uno de sus muchos cuadernos. “Sin sombra no se está sólo, se es un fantasma”. Regresa a casa, toma la pila de cuadernos. Encuentra la frase exacta y la circunstancia en que fue escrita. Siente terror al leer. Le desagrada volver sobre sí mismo. Todo en él se resquebraja. 


Sale de nueva cuenta. No está seguro de si está desesperado o molesto. Quizá esté triste y tenga miedo. O tal vez, lo más probable, esté fastidiado. Voltea y la mira. Sigue caminando sabiendo que tiene sombra. Pero lo que él quisiera es al menos encontrar aquella otra sombra. Sabe que su querer es inútil. “Hay quien opta por ser fantasma”, se dice.

Se detiene en un café. Entra, se sienta y ordena. Toma la pluma, el cuaderno de este día, y pone el título: “Las falacias de la (de tu) lealtad”. Lo tacha. Vuelve a escribir: “Instrucciones para exorcizar fantasmas”. Sonríe. Suena bien. Lo malo es que no tiene nada que escribir. Deja la hoja correspondiente en blanco. Se dice que hay que elaborar aquella escena para integrarla en esa novela eternamente postergada.

La mesera se aproxima, lo mira, le da el café. Lo vuelve a mirar. “¿Escritor?”, pregunta. Él la mira. Por toda respuesta le dice: “Tienes sombra, has de valer la pena”. Ella, extrañada, sonrojada, gira la cabeza, ve su sombra. No sabe qué decir. Se va tras la barra sabiéndose observada.

Le da un sorbo al café, que no sabe bien. Se imagina lo bien que le vendría a las cafeterías un curso sobre cómo hacer buen café. Toma el teléfono celular para que le informen de la hora del entierro. Le es inevitable pensar en los muertos. Ellos, al menos los que para él valen la pena, siguen teniendo sombra. Una voz entrecortada le da la información e instrucciones. Corta la llamada. Es metódicamente absurdo: anotó las instrucciones en la servilleta para no mancillar la hoja blanca sobre el exorcismo de fantasmas. Se percata de que ya no hay sol. Supone que quizá lo mejor es que todos sean fantasmas. Hace una mueca. Desecha lo pensado. Llama a la mesera. Pide la cuenta. La observa. Ella regresa con la nota. 

“No soy escritor”, le dice. “Uso las palabras cuando no soporto algo. Escribo, guardo, e intento no volver a leer lo escrito”. Ella lo mira con desconfianza. Echa una ojeada al cuaderno: “¿No soportas a los fantasmas?”, pregunta. Se levanta. Cierra el cuaderno. “No”, dice, “no los soporto. Piden más de lo que merecen, dan menos de lo que pueden, y al final tan sólo son desobligados consigo mismos”. Se despide. Sale. Siente frío. Se alista para ir al cementerio. Muy filosóficamente murmura: a la mierda los fantasmas...