El oportunista se caracteriza por subirse a la ola; el oportuno por provocarla. El primero busca el control de daños; el segundo, aunque no lo quiera, los suele generar. Conozco muchos oportunistas pero muy pocos oportunos.
-- Desde el umbral del mundo
Dice Tabucchi: los libros de viaje "poseen la virtud de ofrecer un doquier teórico y plausible a nuestro donde imprescindible y rotundo". Hay muchos tipos de viajes: los internos, los externos, los marginales. Este blog quiere llenarse de estos viajes, e invita a que otros sean también, con sus viajes, un doquier para mi donde.
miércoles, octubre 27, 2010
lunes, octubre 25, 2010
viernes, octubre 22, 2010
La insurrección cultural. 10 años de vida del Faro de Oriente*
Para Bolívar Echeverría,
que tanto apreciaba este espacio.
In memoriam.
Isaac García Venegas.
Pensamos, en algún momento, que la derrota definitiva es la que viene con el silencio. El ya no poder decir algo acerca de cualquier cosa, sea por la violencia imperante o por la íntima decisión de darse por vencido. Nunca imaginamos que estas derrotas llegarían con el estruendo, la fiesta, la alegre exigencia de palabras y más palabras. Pero se trata de palabras muertas, que ya no incendian nada. Cuenta una anécdota que el monje, tras décadas de cumplir su voto de silencio, en su último suspiro dijo “fuego” y pronto todo el entorno fue abrasado por las llamas. Esa fuerza contundente de las palabras actualmente es pura ceniza.
Si en el siglo xix se afirmó que Dios había muerto, desde finales del pasado se dice lo mismo sobre la revolución. Lo dijo Octavio Paz en 1989, lo repiten hasta la saciedad intelectuales e ideólogos de toda ralea. Aquella palabra, aquella idea que dio lugar a sueños inmarcesibles y generó transformaciones formidables con su cauda de violencia, hambre y muerte, hoy día solamente provoca respingos o sonrisas benevolentes. Las conmemoraciones que en este año padecemos como enfermedad y sufrimos como malestar, nos dicen que es necesario recordar para no repetir, tener memoria para olvidar mejor. La nueva fe, cuyo dogma es creer que todo mejorará si se contienen las exigencias de cambiar la situación ya y se atemperan las demandas materiales concebidas como imposibles por los explotadores, arrincona la idea y la palabra de revolución a la tecnología, particularmente al gadget. El hombre nuevo reducido a un iphone. “Ten fe que pronto tendrás uno, a meses sin intereses”, nos dicen. “Serás un revolucionado con crédito y status”, auguran. Pero esta fe no puede explicar, por mucho que lo intente, esa cauda de violencia, hambre y muerte que se vive todos los días aquí y en el resto del mundo sin la presencia o ayuda de las revoluciones de antes.
Que en su décimo aniversario la comunidad del Faro de Oriente se reconozca como protagonista de una insurrección cultural, adquiere relevancia y contundencia precisamente por este desierto que son hoy las palabras y su consecuente imperio de las derrotas definitivas en medio de la fiesta y el ruido. Esa comunidad se piensa a sí misma a partir de una actitud y de un cúmulo de logros que hace una década se antojaba poco menos que imposible. Se levanta en uno de los lugares más marginales y violentos de la ciudad y del país. Se subleva contra la “exclusividad” de la cultura como patrimonio de los “pensantes-pudientes”. Se rebela contra la expropiación del acto creativo por parte de academias y discursos acartonados. Su hacer insurrecto no necesita de teoría, es una realidad que hoy invade múltiples espacios de la ciudad y nutre la sangre de varias generaciones que allí crecieron y maduraron.
Si la revolución murió, la comunidad del Faro de Oriente susurra que la insurrección no. Lo que este espacio es recuerda en algo los frenéticos sueños de aquella idea y palabra otrora significativa. Así, quien sepa mirar, hallará por debajo de los festejos fastuosos y la cómoda gana de olvidar que han sido el bicentenario y centenario de las revoluciones de independencia y de 1910, una voz que desde el oriente de la ciudad de México habla de la insurrección posible. Quizá una de sus contribuciones más radicales es darle nueva fuerza a esas palabras: insurrección cultural. Como el monje de la anécdota con respecto al fuego.
Junio de 2010
* Carta editorial del número más reciente de la revista Bitácora.
jueves, octubre 21, 2010
Pregunta sincera
La muerte como cascada hace que uno deje de meditar sobre el por qué para preguntarse cómo le gustaría que eso sucediera. Fui elaborando la respuesta mientras la motocicleta me permitía circular amablemente entre ríos de autos detenidos.
Me gustaría morir en Estambul o en Portugal. Me imagino sentado en una pequeña mesa, tomando café, turco o express, mirando el atardecer, cuyas lenguas de luz acarician tejas viejas o cúpulas árabes. Me gustaría morir ahíto de ese atardecer, con demasiado sol en el pecho, con algunas sombras dibujándose en mis ojos. Quisiera fuera rápido, sin aspavientos, sin agonía, sin pena. Que me sorprendiera con el sabor amargo del café en el paladar, con las piernas cruzadas, con las manos relajadas.
Quisiera que los transeúntes me pensaran dormido, y que alguno, audaz, me robara cartera y papeles. En país extraño sería un desconocido. Me gustaría que las autoridades me cremaran y perdieran mis cenizas en algún proceder burocrático.
Preferiría morir sin rehenes de amor, cariño u odio. Lo mejor sería que mis allegados, los que sean y me quisieran, se dieran cuenta demasiado tarde que no regresé de aquel viaje y que no hubiese lugar alguno al cual pudieran ir para manifestar tristeza, arrepentimiento o cólera. De ellos sólo me gustaría que de vez en vez sonrieran al pensarme o se estremecieran al recordarme. Que mi nombre y yo caigamos en el olvido junto con las muertes inevitables de los que al pensarme sonrían o se estremezcan.
Me gustaría que esos mismos que me sobrevivan y me recuerden tomen por asalto mi biblioteca y se lleven los libros que creen gastarán horas leyendo. También me encantaría que mi ropa la tome algún vagabundo ocupado en desgastarse los ojos viendo atardeceres. Y que este blog sea saqueado, que todas sus palabras se las lleve un alguien virtual o una nada real.
Así me gustaría morir.
-- Desde el umbral del mundo
Me gustaría morir en Estambul o en Portugal. Me imagino sentado en una pequeña mesa, tomando café, turco o express, mirando el atardecer, cuyas lenguas de luz acarician tejas viejas o cúpulas árabes. Me gustaría morir ahíto de ese atardecer, con demasiado sol en el pecho, con algunas sombras dibujándose en mis ojos. Quisiera fuera rápido, sin aspavientos, sin agonía, sin pena. Que me sorprendiera con el sabor amargo del café en el paladar, con las piernas cruzadas, con las manos relajadas.
Quisiera que los transeúntes me pensaran dormido, y que alguno, audaz, me robara cartera y papeles. En país extraño sería un desconocido. Me gustaría que las autoridades me cremaran y perdieran mis cenizas en algún proceder burocrático.
Preferiría morir sin rehenes de amor, cariño u odio. Lo mejor sería que mis allegados, los que sean y me quisieran, se dieran cuenta demasiado tarde que no regresé de aquel viaje y que no hubiese lugar alguno al cual pudieran ir para manifestar tristeza, arrepentimiento o cólera. De ellos sólo me gustaría que de vez en vez sonrieran al pensarme o se estremecieran al recordarme. Que mi nombre y yo caigamos en el olvido junto con las muertes inevitables de los que al pensarme sonrían o se estremezcan.
Me gustaría que esos mismos que me sobrevivan y me recuerden tomen por asalto mi biblioteca y se lleven los libros que creen gastarán horas leyendo. También me encantaría que mi ropa la tome algún vagabundo ocupado en desgastarse los ojos viendo atardeceres. Y que este blog sea saqueado, que todas sus palabras se las lleve un alguien virtual o una nada real.
Así me gustaría morir.
-- Desde el umbral del mundo
Otro más
Adiós admirado Antonio Alatorre. Este año nos deja sin héroes. Bienvenida la orfandad.
-- Desde Mi Ipod
-- Desde Mi Ipod
Apuntes sobre la imagen. Ponencia presentada en Xapala, Veracruz
La “normalidad” de la imagen
Quiero comenzar por un lugar común: desde donde se le mire el nuestro es ya un siglo de imágenes. El desarrollo tecnológico de rápida expansión y feliz aceptación, basado en la triada divina de precio, resolución y portabilidad, ha propiciado la incorporación plena de la imagen fija y en movimiento en la vida cotidiana. Cada vez parece menos posible una realidad sin imágenes. Es más, pareciese que ella sólo puede ser en tanto que se reproduce en una imagen. El tono, de reminiscencias torcidamente hegelianas, sirve para pontificar la máxima “sólo lo que tiene imagen es real y sólo lo que es real tiene su imagen”. A menudo pienso que la democratización de la imagen se refiere a esto antes que a cualquier otra cosa, es decir, al consumo tecnológico que confunde uso con comprensión, abuso con saber.
En nuestro siglo de las imágenes, esta máxima pasa por ser cosa "natural". Si se considera todo lo que hoy pueden los "gadgets", pareciese efectivamente que no podría ser de otro modo: cámaras fotográficas y de video “incitan” a “grabar” la realidad para “conservarla”, “transmitirla”, “compartirla” ( todas ellas ciertamente consignas publicitarias). El corolario obvio de esta supuesta naturalidad es que el “testimonio visual” es criterio fundamental de veracidad o bien prueba irrefutable de una cada vez más soñada horizontalidad. Hay que ver lo que sucede en redes sociales, en blogs, en páginas y páginas electrónicas para comprobar esta “verdad palmaria” del siglo de las imágenes.
Acontece lo mismo fuera del mundo virtual. Nos dicen que casi no hay cosa que no tenga su propia imagen. Esto se nota, por ejemplo, en las revistas, en los periódicos, y también en los libros, supuestos territorios predilectos de la palabra. Ya es “normal” encontrar en ellos un énfasis particular en el uso de imágenes para ilustrar, llegando incluso a convertir la palabra en ancilar de la imagen: "con que esté bien ilustrado es suficiente", "con que muestre aunque no diga es ya un producto valioso".
Los medios masivos de comunicación, particularmente la televisión y el cine, cuyo sustento “informativo”, de “entretenimiento”, por supuesto no exento de manipulación, se encuentra en la imagen, le dan una vuelta de tuerca más a esta "naturalidad" de la imagen. Recuérdese los casos del senador Santiago Creel y del “fenómeno” Juanito: mientras a uno lo borraron de los noticieros, al otro lo convirtieron en presencia recurrente. Uno corrió el riesgo de dejar de existir, mientras que el otro adquirió, precisamente, existencia. Todo gracias a la imagen, a su “normalidad” en la vida cotidiana. Hoy Juanito no existe ni como parodia de sí mismo y Creel vuelve a existir él si como parodia de sí.
Siguiendo el derrotero del lugar común, podría decirse, parodiando a un sabio judeoalemán, que el actual mundo (burgués) aparece ante nuestros ojos como un gran cúmulo de imágenes. Sin parodiarlo tanto, puede decirse también que entonces de lo que se trata es de desentrañar su “secreto”, de ir más allá de su mera consignación y comprobación, como lo hace el lugar común. Es decir, traspasar la superficie aparente, cómoda y festiva de la imagen. Promover una aproximación menos confiada y más cuidadosa a la imagen como instrumento, herramienta u objeto es una de las líneas de trabajo fundamentales del Laboratorio Audiovisual del CIESAS.
“Nadie es inocente”
Fundado formalmente en 2006, las actividades del Laboratorio Audiovisual del CIESAS dieron inicio con la primera sesión del seminario abierto “Las Ciencias Sociales en el Mundo Audiovisual”. El objetivo central con que se creó, y que le sigue dando consistencia, es la reflexión sobre la imagen: sus implicaciones (sociales, políticas, éticas, etcétera), sus alcances y limitaciones. Con sus 52 sesiones, este seminario nos ha permitido alimentarnos de las ideas, experiencias, estudios y producciones de antropólogos, historiadores, sociólogos, comunicólogos, documentalistas, directores de cine y fotógrafos.
Por la cantidad de sesiones y por la calidad de las intervenciones, resulta en extremo difícil resumir en unas cuantos renglones lo allí dicho a lo largo de poco más de cuatro años. Si bien nuestra intención es compilar lo que consideramos las sesiones más significativas para publicarlas como un libro (de papel y electrónico), creo que para este encuentro, y particularmente para esta mesa, es necesario rescatar y explicitar lo que pienso puede identificarse como el argumento central e hilo conductor que ha cruzado todas esas exposiciones, ya sea porque los expositores lo han enfatizado o porque la discusión lo ha sacado la superficie.
Se trata de una suerte de certeza que afirma que en torno a la imagen “nadie es inocente” (para robarme el título del documental de Sarah Mister). No lo es quien toma o produce la imagen ni quien la edita ni quien la vende o difunde ni quien la consume ni tampoco lo es quien fabrica los aparatos e insumos con que se capturan, editan y publican. Por eso, lejos del optimismo del lugar común, que le atribuye a la imagen dotes explicativos superiores a la trasnochada palabra, que le reconoce un valor en sí y por sí mismo, que la ata a la tradicional y mística idea de ser un “retrato fiel” de la realidad, o que supone se encuentra en momento excepcional que la empuja, irremediablemente, al reino de la horizontalidad, para quienes hemos participado de manera constante en el seminario nos ha quedado claro que la imagen tiene lo que podría llamarse una sugerente pero no por eso menos difícil "condición poliédrica". Precisamente porque “nadie es inocente”, la imagen convoca discrepancias y lecturas diversas que confirman un uso, muchas veces simultáneo, e incluso contradictorio, que va de la comunicación a la representación, de la ilustración al afán demostrativo, de la conservación al registro, de la sugerencia a la imposición, de la inducción a la manipulación, de la obnubilación a la saturación , etcétera. De tal manera que ella es, más que “criterio de veracidad” o "testimonio de horizontalidad", “perspectiva ante realidad”.
Los riesgos de la perspectiva ante la realidad
Semejante obviedad, que a decir verdad no lo es tanto, adquiere connotaciones particularmente conflictivas y delicadas porque sucede en medio del vértigo incontenible del desarrollo tecnológico. La facilidad con que hoy se producen imágenes no sólo eleva a rango de real lo que ellas capturan sino que incluso las trivializan hasta lo irrisorio (tú graba que después vemos para qué sirve). Si la imagen es "perspectiva ante la realidad" el problema es que su trivialización, facilitada por la accesibilidad tecnológica, la somete a un relativismo de tal magnitud que vuelve poco menos que imposible acometer su comprensión. Así, no tan paradójicamente, el siglo de las imágenes parece ir afianzando nuestra condición de espectadores pasivos que no pueden sino maravillarse ante el "cúmulo de imágenes" que nos inunda y ahoga, con su múltiple y diversa oferta, cuyo relativismo es sano y loable. De alguna manera está sucediendo lo que narra Win Wenders en su película Hasta el fin del mundo.
En nuestro seminario como en este taller se ha reiterado una y otra vez la necesidad de que el documental, que es imagen por excelencia, sea exhibido y consumido. El primer día de este evento Scott Robinson hizo una breve alusión al hecho de que si bien es cierto el documental no es materia de consumo para la televisión comercial y los circuitos comerciales de cine, posee sus propios circuitos de distribución "alternativos" que no por multiplicarse logran, quieren y pueden romper con su aislamiento con respecto a las instancias de toma de decisiones, es decir, los lugares que importan en cuanto a políticas públicas se refiere. Y Rebollar nos dijo que de plano abandonó todo eso en favor de un asunto más personal e introspectivo. Pareciese entonces que el desarrollo tecnológico, por varios motivos fascinante, está fomentando una suerte de "tolerancia simulada" que se aviene muy bien con la trivalización de la imagen y su consecuente relativismo arrobado circunscrito a los circuitos alternativos de exhibición y difusión.
De tal suerte que si nadie es inocente me parece un poco ingenuo suponer que el desarrollo tecnológico está necesariamente favoreciendo una relación mucho más fructífera con la imagen. Lo que hoy prolifera, en el mejor de los casos, es el registro espontáneo de segmentos de la realidad, cuya utilidad para los científicos sociales es sin duda enorme. Sin embargo, como bien lo saben ustedes, de eso al documental hay una distancia como la mar de grande. Y es que imágenes sin afán de decir y comunicar algo, de manera voluntaria, racional y deliberada, son cualquier cosa menos algo parecido al documental o a un producto visual solvente o si se quiere al cine. Es la diferencia, creo yo, entre generar imágenes y producirlas, hacerlas y pensarlas, ofrecerlas como testimonio o como discurso. Siempre, claro está, con la clara conciencia de que nadie es inocente. Los filtros, espejos, retinas debiera obligarnos a desconfiar de la naturalidad y transparencia de la imagen. Solo así, quizá, se pueda comenzar a desmontar la hegemonía de ciertos discursos visuales que imperan incluso en la transferencia de medios y en lo que se suele considerar "alternativo" dentro de nuestra "tolerancia simulada", hoy globalizada.
Quiero comenzar por un lugar común: desde donde se le mire el nuestro es ya un siglo de imágenes. El desarrollo tecnológico de rápida expansión y feliz aceptación, basado en la triada divina de precio, resolución y portabilidad, ha propiciado la incorporación plena de la imagen fija y en movimiento en la vida cotidiana. Cada vez parece menos posible una realidad sin imágenes. Es más, pareciese que ella sólo puede ser en tanto que se reproduce en una imagen. El tono, de reminiscencias torcidamente hegelianas, sirve para pontificar la máxima “sólo lo que tiene imagen es real y sólo lo que es real tiene su imagen”. A menudo pienso que la democratización de la imagen se refiere a esto antes que a cualquier otra cosa, es decir, al consumo tecnológico que confunde uso con comprensión, abuso con saber.
En nuestro siglo de las imágenes, esta máxima pasa por ser cosa "natural". Si se considera todo lo que hoy pueden los "gadgets", pareciese efectivamente que no podría ser de otro modo: cámaras fotográficas y de video “incitan” a “grabar” la realidad para “conservarla”, “transmitirla”, “compartirla” ( todas ellas ciertamente consignas publicitarias). El corolario obvio de esta supuesta naturalidad es que el “testimonio visual” es criterio fundamental de veracidad o bien prueba irrefutable de una cada vez más soñada horizontalidad. Hay que ver lo que sucede en redes sociales, en blogs, en páginas y páginas electrónicas para comprobar esta “verdad palmaria” del siglo de las imágenes.
Acontece lo mismo fuera del mundo virtual. Nos dicen que casi no hay cosa que no tenga su propia imagen. Esto se nota, por ejemplo, en las revistas, en los periódicos, y también en los libros, supuestos territorios predilectos de la palabra. Ya es “normal” encontrar en ellos un énfasis particular en el uso de imágenes para ilustrar, llegando incluso a convertir la palabra en ancilar de la imagen: "con que esté bien ilustrado es suficiente", "con que muestre aunque no diga es ya un producto valioso".
Los medios masivos de comunicación, particularmente la televisión y el cine, cuyo sustento “informativo”, de “entretenimiento”, por supuesto no exento de manipulación, se encuentra en la imagen, le dan una vuelta de tuerca más a esta "naturalidad" de la imagen. Recuérdese los casos del senador Santiago Creel y del “fenómeno” Juanito: mientras a uno lo borraron de los noticieros, al otro lo convirtieron en presencia recurrente. Uno corrió el riesgo de dejar de existir, mientras que el otro adquirió, precisamente, existencia. Todo gracias a la imagen, a su “normalidad” en la vida cotidiana. Hoy Juanito no existe ni como parodia de sí mismo y Creel vuelve a existir él si como parodia de sí.
Siguiendo el derrotero del lugar común, podría decirse, parodiando a un sabio judeoalemán, que el actual mundo (burgués) aparece ante nuestros ojos como un gran cúmulo de imágenes. Sin parodiarlo tanto, puede decirse también que entonces de lo que se trata es de desentrañar su “secreto”, de ir más allá de su mera consignación y comprobación, como lo hace el lugar común. Es decir, traspasar la superficie aparente, cómoda y festiva de la imagen. Promover una aproximación menos confiada y más cuidadosa a la imagen como instrumento, herramienta u objeto es una de las líneas de trabajo fundamentales del Laboratorio Audiovisual del CIESAS.
“Nadie es inocente”
Fundado formalmente en 2006, las actividades del Laboratorio Audiovisual del CIESAS dieron inicio con la primera sesión del seminario abierto “Las Ciencias Sociales en el Mundo Audiovisual”. El objetivo central con que se creó, y que le sigue dando consistencia, es la reflexión sobre la imagen: sus implicaciones (sociales, políticas, éticas, etcétera), sus alcances y limitaciones. Con sus 52 sesiones, este seminario nos ha permitido alimentarnos de las ideas, experiencias, estudios y producciones de antropólogos, historiadores, sociólogos, comunicólogos, documentalistas, directores de cine y fotógrafos.
Por la cantidad de sesiones y por la calidad de las intervenciones, resulta en extremo difícil resumir en unas cuantos renglones lo allí dicho a lo largo de poco más de cuatro años. Si bien nuestra intención es compilar lo que consideramos las sesiones más significativas para publicarlas como un libro (de papel y electrónico), creo que para este encuentro, y particularmente para esta mesa, es necesario rescatar y explicitar lo que pienso puede identificarse como el argumento central e hilo conductor que ha cruzado todas esas exposiciones, ya sea porque los expositores lo han enfatizado o porque la discusión lo ha sacado la superficie.
Se trata de una suerte de certeza que afirma que en torno a la imagen “nadie es inocente” (para robarme el título del documental de Sarah Mister). No lo es quien toma o produce la imagen ni quien la edita ni quien la vende o difunde ni quien la consume ni tampoco lo es quien fabrica los aparatos e insumos con que se capturan, editan y publican. Por eso, lejos del optimismo del lugar común, que le atribuye a la imagen dotes explicativos superiores a la trasnochada palabra, que le reconoce un valor en sí y por sí mismo, que la ata a la tradicional y mística idea de ser un “retrato fiel” de la realidad, o que supone se encuentra en momento excepcional que la empuja, irremediablemente, al reino de la horizontalidad, para quienes hemos participado de manera constante en el seminario nos ha quedado claro que la imagen tiene lo que podría llamarse una sugerente pero no por eso menos difícil "condición poliédrica". Precisamente porque “nadie es inocente”, la imagen convoca discrepancias y lecturas diversas que confirman un uso, muchas veces simultáneo, e incluso contradictorio, que va de la comunicación a la representación, de la ilustración al afán demostrativo, de la conservación al registro, de la sugerencia a la imposición, de la inducción a la manipulación, de la obnubilación a la saturación , etcétera. De tal manera que ella es, más que “criterio de veracidad” o "testimonio de horizontalidad", “perspectiva ante realidad”.
Los riesgos de la perspectiva ante la realidad
Semejante obviedad, que a decir verdad no lo es tanto, adquiere connotaciones particularmente conflictivas y delicadas porque sucede en medio del vértigo incontenible del desarrollo tecnológico. La facilidad con que hoy se producen imágenes no sólo eleva a rango de real lo que ellas capturan sino que incluso las trivializan hasta lo irrisorio (tú graba que después vemos para qué sirve). Si la imagen es "perspectiva ante la realidad" el problema es que su trivialización, facilitada por la accesibilidad tecnológica, la somete a un relativismo de tal magnitud que vuelve poco menos que imposible acometer su comprensión. Así, no tan paradójicamente, el siglo de las imágenes parece ir afianzando nuestra condición de espectadores pasivos que no pueden sino maravillarse ante el "cúmulo de imágenes" que nos inunda y ahoga, con su múltiple y diversa oferta, cuyo relativismo es sano y loable. De alguna manera está sucediendo lo que narra Win Wenders en su película Hasta el fin del mundo.
En nuestro seminario como en este taller se ha reiterado una y otra vez la necesidad de que el documental, que es imagen por excelencia, sea exhibido y consumido. El primer día de este evento Scott Robinson hizo una breve alusión al hecho de que si bien es cierto el documental no es materia de consumo para la televisión comercial y los circuitos comerciales de cine, posee sus propios circuitos de distribución "alternativos" que no por multiplicarse logran, quieren y pueden romper con su aislamiento con respecto a las instancias de toma de decisiones, es decir, los lugares que importan en cuanto a políticas públicas se refiere. Y Rebollar nos dijo que de plano abandonó todo eso en favor de un asunto más personal e introspectivo. Pareciese entonces que el desarrollo tecnológico, por varios motivos fascinante, está fomentando una suerte de "tolerancia simulada" que se aviene muy bien con la trivalización de la imagen y su consecuente relativismo arrobado circunscrito a los circuitos alternativos de exhibición y difusión.
De tal suerte que si nadie es inocente me parece un poco ingenuo suponer que el desarrollo tecnológico está necesariamente favoreciendo una relación mucho más fructífera con la imagen. Lo que hoy prolifera, en el mejor de los casos, es el registro espontáneo de segmentos de la realidad, cuya utilidad para los científicos sociales es sin duda enorme. Sin embargo, como bien lo saben ustedes, de eso al documental hay una distancia como la mar de grande. Y es que imágenes sin afán de decir y comunicar algo, de manera voluntaria, racional y deliberada, son cualquier cosa menos algo parecido al documental o a un producto visual solvente o si se quiere al cine. Es la diferencia, creo yo, entre generar imágenes y producirlas, hacerlas y pensarlas, ofrecerlas como testimonio o como discurso. Siempre, claro está, con la clara conciencia de que nadie es inocente. Los filtros, espejos, retinas debiera obligarnos a desconfiar de la naturalidad y transparencia de la imagen. Solo así, quizá, se pueda comenzar a desmontar la hegemonía de ciertos discursos visuales que imperan incluso en la transferencia de medios y en lo que se suele considerar "alternativo" dentro de nuestra "tolerancia simulada", hoy globalizada.
lunes, octubre 11, 2010
Imagen
Me aproximo despacio. Verte allí me parece una coincidencia con tintes de destino. Llevas tu gabardina blanca, esa que usaste el día de mi examen. Te ves elegante. Miras desde el puente que, sobre el río, obsequia la vista panorámica de una ciudad hermosa. Tu postura de siempre, con las manos entrelazadas en la espalda, te da más altura que la recordada.
Sin decir nada me detengo a tu lado. No volteas a mirarme. Tan sólo me espetas una pregunta “¿qué ves?”. Pienso muchas respuestas pero sólo atino a decirte “una ciudad”. Guardas silencio. Como en otras ocasiones cuando te encontraba en la facultad, siento que no estás cómodo. Así que intento seguir mi camino pero, al igual que en esas ocasiones en que dábamos dos o tres vueltas rápidas por el pasillo de la dirección sin decir gran cosa, un gesto tuyo me detiene. Estamos allí, de pie, el uno junto al otro, tú erguido, yo como niño recargando los codos sobre el barandal del puente.
Pasan algunos minutos cuando dices en voz alta “No hay tiempo”. Me quedo perplejo. Te miro con la duda pintada en el rostro. Por toda respuesta añades: “Nos veremos pronto”. Entonces decides irte, con paso firme. Veo cómo te alejas. Pienso en las opciones que tengo: ir tras de ti, regresarme por el camino andado, o mejor, admirar el paisaje de la ciudad. Me decido por esto último. “Nos veremos pronto”, susurro.
sábado, octubre 09, 2010
Exorcizar fantasmas
Suele caminar y observar. Hoy piensa en su sombra. Viene a su memoria aquella novela. Recuerda lo anotado hace años en uno de sus muchos cuadernos. “Sin sombra no se está sólo, se es un fantasma”. Regresa a casa, toma la pila de cuadernos. Encuentra la frase exacta y la circunstancia en que fue escrita. Siente terror al leer. Le desagrada volver sobre sí mismo. Todo en él se resquebraja.
Sale de nueva cuenta. No está seguro de si está desesperado o molesto. Quizá esté triste y tenga miedo. O tal vez, lo más probable, esté fastidiado. Voltea y la mira. Sigue caminando sabiendo que tiene sombra. Pero lo que él quisiera es al menos encontrar aquella otra sombra. Sabe que su querer es inútil. “Hay quien opta por ser fantasma”, se dice.
Sale de nueva cuenta. No está seguro de si está desesperado o molesto. Quizá esté triste y tenga miedo. O tal vez, lo más probable, esté fastidiado. Voltea y la mira. Sigue caminando sabiendo que tiene sombra. Pero lo que él quisiera es al menos encontrar aquella otra sombra. Sabe que su querer es inútil. “Hay quien opta por ser fantasma”, se dice.
Se detiene en un café. Entra, se sienta y ordena. Toma la pluma, el cuaderno de este día, y pone el título: “Las falacias de la (de tu) lealtad”. Lo tacha. Vuelve a escribir: “Instrucciones para exorcizar fantasmas”. Sonríe. Suena bien. Lo malo es que no tiene nada que escribir. Deja la hoja correspondiente en blanco. Se dice que hay que elaborar aquella escena para integrarla en esa novela eternamente postergada.
La mesera se aproxima, lo mira, le da el café. Lo vuelve a mirar. “¿Escritor?”, pregunta. Él la mira. Por toda respuesta le dice: “Tienes sombra, has de valer la pena”. Ella, extrañada, sonrojada, gira la cabeza, ve su sombra. No sabe qué decir. Se va tras la barra sabiéndose observada.
Le da un sorbo al café, que no sabe bien. Se imagina lo bien que le vendría a las cafeterías un curso sobre cómo hacer buen café. Toma el teléfono celular para que le informen de la hora del entierro. Le es inevitable pensar en los muertos. Ellos, al menos los que para él valen la pena, siguen teniendo sombra. Una voz entrecortada le da la información e instrucciones. Corta la llamada. Es metódicamente absurdo: anotó las instrucciones en la servilleta para no mancillar la hoja blanca sobre el exorcismo de fantasmas. Se percata de que ya no hay sol. Supone que quizá lo mejor es que todos sean fantasmas. Hace una mueca. Desecha lo pensado. Llama a la mesera. Pide la cuenta. La observa. Ella regresa con la nota.
“No soy escritor”, le dice. “Uso las palabras cuando no soporto algo. Escribo, guardo, e intento no volver a leer lo escrito”. Ella lo mira con desconfianza. Echa una ojeada al cuaderno: “¿No soportas a los fantasmas?”, pregunta. Se levanta. Cierra el cuaderno. “No”, dice, “no los soporto. Piden más de lo que merecen, dan menos de lo que pueden, y al final tan sólo son desobligados consigo mismos”. Se despide. Sale. Siente frío. Se alista para ir al cementerio. Muy filosóficamente murmura: a la mierda los fantasmas...
¿Quién habla?
Hace algunos días, en clase, me hicieron una pregunta sorprendente. Refiriéndose específicamente a ciertas intervenciones en el homenaje a Bolívar Echeverría, la interesada quería saber si los académicos siempre hablan de esa manera tan rebuscada y hasta cierto punto incomprensible. El tono de la pregunta me eximió de tal desatino. Aunque en ese momento elaboré una respuesta rápida, la experiencia inmediata posterior a esa clase, que consistió en ir a dar una plática a “ciudadanos de a pie” sobre el 68, con sus mitologías y demás cosas, hizo que aquella pregunta continuara girando en mi cabeza. Las respuestas que di me parece tienen su validez. Las sintetizo:
- Hay una forma del discurso que es propia de la academia. Particularmente el discurso filosófico sienta sus reales en conceptos que si el escucha no tiene claros le escapa el sentido de lo dicho. Lo mismo sucede con el discurso de otras disciplinas. La historia, aunque intenta validarse a sí misma con algo parecido, la mayoría de las veces utiliza el lenguaje común y corriente para decir lo suyo. Lo cual, en mi opinión, es una virtud.
- Pese a lo anterior, no debiera pasar inadvertido que la academia en general vive inmersa en un mundo jerárquico. Las distancias son fundamentales en ella. Es más, diría que sin una estructura jerárquica no funcionaria del todo. Hasta cierto punto es “natural”, pues su dinámica básica es la del aprendizaje, lo cual implica uno que sabe y otro que quiere aprender. Sin embargo, esa “naturalidad” adquiere visos de otra cosa cuando se antepone la lógica de la meritocracia, la camarilla, el servilismo, y el imperio de los títulos. A menudo, esta otra expresión nobiliaria de la jerarquía hace uso de un discurso abstruso y hermético con la intención de hacer evidente la distancia entre quien habla y quien escucha. Pareciera, incluso, que entre menos claro el decir más complejo el pensar, lo cual es una falacia extraordinaria, pero se “vende” como rasgo distintivo de los “iniciados”.
- La academia, particularmente la universidad, vive en el incesto permanente. Muchos de sus académicos se niegan a abandonar aquel espacio del saber. A fuerza de repetición y costumbre acaban por confundir su vida con la vida en general. Su voluntad de comunicar su saber termina por restringirse al mercado cautivo de los alumnos y los colegas, que como se sabe, se articula más por una lucha del “breve” espacio académico que por el diálogo razonado para un saber colectivo. Paradójicamente, lo especializado de su discurso lo vuelve inefectivo allí donde es necesario: fuera de las aulas, de los auditorios y de los pilones. De ninguna manera pretendo argüir que los académicos debieran hacer a un lado su lenguaje académico. Pero lo que es preocupante es que si suelen escribir de un modo poco accesible, cuando verbalmente intentan esclarecerse, revelan una extraordinaria incapacidad de comunicación para con la gente en general. Lo cual se siente mucho más cuando intentan ir hacia los espacios que carecen de los tan celebrados rituales académicos de la jerarquía, la meritocracia, los pilones, los sni’s y demás.
- Dicho todo lo anterior, tampoco puede eximirse al alumno de un esfuerzo por entender aquel discurso que le es propio a la academia. Después de todo, está en la universidad y pertenece, lo quiera o no, a una cofradía que ha inventado su propio modo de ser. Que lo reproduzca o no en su vida es otro asunto, pero que lo debe entender no está, me parece, a discusión.
viernes, octubre 08, 2010
Los tonos de la ausencia
Los días se suceden sin luz, en ocasiones sin agua. El ajetreo de siempre se revela, de pronto, ausente. El reino del silencio se hace presente. Sobrevivirlo es lo difícil. Porque al paso de los minutos se descubre que las ausencias, las permanentes, las definitivas, las temporales, tienen su tono particular de silencio. En conjunto son como una densa nube que comienza a ahogar, pero si por voluntad heroica se logra resistir esa opresión invisible, se distinguen aquellos tonos. Está la ausencia de silencio apacible, como si fuera el rumor lejano de un mar tranquilo; está la de silencio alborotado, muy parecido al de un animal en celo o en persecución; está la de silencio en fuga, como flauta que a falta de aire solloza fantasmagórica; está la de silencio oscuro, esa que con notas graves y muy graves eriza la piel.... Descubrir estos tonos nos dice algo sobre los ausentes, pero dista de ofrecer tranquilidad. No obstante, algo se sabe de uno cuando se descubre que se es, también, cúmulo de ausencias. Entenderlo alivia de ese impulso de salir corriendo para encontrar ruido, gente, compañía, cualquier compañía. Entonces, sólo entonces, se puede estar con uno mismo.
-- Desde el umbral del mundo
-- Desde el umbral del mundo
miércoles, octubre 06, 2010
Cuidarlas
A veces todas las palabras me toman por asalto en los pasillos de la facultad. Escucho historias inverosímiles, otras en verdad desagradables, algunas impensables escasos días antes. En esas ocasiones termino agotado.
Pienso en esas palabras. Muchas de ellas son cuerpo de una circunstancia que se disuelve irremediablemente. Entonces parecen fantasmas, meros balbuceos que dejan de significar algo. Por eso, haríamos bien en tratarlas con respeto, no desperdiciarlas, no dejarlas a merced de la banalidad.
-- Desde el umbral del mundo
lunes, octubre 04, 2010
Palabras de inauguración a Homenaje a Bolívar Echeverría en la FFyL
¿Por qué Ziranda?
Homenaje a Bolívar Echeverría en la
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
Isaac García Venegas
Entre febrero de 2003 y enero de 2004, en la revista Universidad de México, Bolívar Echeverría fue el autor de la columna llamada "Ziranda", que llamó poderosamente la atención por al menos dos razones. La primera, por su forma y contenido: su densidad y concisión inmediatamente hacen pensar en la tradición del aforismo combinada con los apuntes de un diario, que en más de un sentido recuerdan a Benjamin, a Adorno, a Canetti, e incluso a Cioran. Hasta donde sabemos, tal y como lo manifestó el propio Bolívar, aquella fue la primera vez que publicó escritos de esa índole.
La segunda razón fue por su nombre. El Diccionario de la Real Academia Española ofrece por todo significado el de “higuera”. Cuando pregunté a Bolívar al respecto, me comentó que la palabra refería también a un juego que en otros lugares se conoce como volantín. El juego consiste en resistir lo más posible la fuerza centrífuga que se genera cuando todos los participantes, asidos de cada una de las largas cadenas que descienden de un tubo central de altura considerable, se impulsan corriendo y luego, en virtud de semejante fuerza, vuelan por los aires. Para Bolívar ese juego es la metáfora perfecta del pensamiento. El vuelo del pensamiento sólo se es posible entre muchos.
La explicación tuvo la virtud de iluminar claramente tanto la intención de su columna como su contenido en extremo diverso, que va del cine a la lingüística, de la política a la cultura, del caciquismo al nazismo. Quien lo quiera comprobar puede consultar los números que van del 620 al 631 de la revista Universidad de México o en su defecto visitar la página electrónica que Javier Sigüenza hace y procura desde los tiempos en que fue asistente de Bolívar Echeverría.
En loor de quien hoy recordamos y de aquella explicación decidimos llamar a este homenaje “Ziranda”. Lo hicimos a sabiendas de que Bolívar no usó las palabras de manera trivial ni de manera irresponsable. En cierto modo concebimos este homenaje como un juego colectivo cuyo objetivo primordial es hallar, de manera conjunta, los alcances, las profundidades y las aristas de su pensamiento, es decir, si me permiten la metáfora, su trazo de vuelo que nos obliga a todos a elevarnos. Digo juego sin pasar por alto que él le otorgó un papel fundamental en el ejercicio cotidiano de “lo político” y de la cultura. Y también digo juego siendo plenamente consciente de lo que exige: flexibilidad, disposición, astucia y convivencia. En cualquier juego el dogma, el miedo y la intolerancia son lastres que privan los frutos del acto compartido. Para jugar hay que ser creativo, audaz, intuitivo, hábil e inteligente. Fue así como Bolívar se aproximó a Heidegger, a Marx, a la filosofía, a la cultura, a lo político y a la política, al arte, al pensamiento científico y social, y a la vida en general.
Obvia decir que este homenaje no tiene lugar dentro del júbilo que supone reunirse para jugar. Lo que nos trae aquí es una desgracia y la estela de dolor que nos dejó. La ausencia de Bolívar Echeverría se siente profundamente en los ámbitos y lugares esenciales de nuestra facultad y de la universidad: entre los estudiantes, entre sus colegas, entre sus amigos y amores; en los pasillos, en los salones de clase en que, como decía, lo ordinario se convierte en extraordinario, en los auditorios, en su cubículo, en la sala de maestros. El tiempo tan sólo parece esculpir con más precisión los contornos de su ausencia. Por eso, este homenaje es también y aunque no se quiera ni se pretenda un duelo compartido.
Pero no sólo ni principalmente. Creemos que es esencialmente el reconocimiento de las deudas que todos los aquí presentes tenemos con su pensamiento. Sin reclamar herencias ni reivindicarnos como sus discípulos dilectos, nos interesa promover la aproximación crítica a su obra. Y no podía ser de otra manera, puesto que entre otras cosas eso es lo que en todo momento enseñó Bolívar: la vigencia y necesidad del pensamiento crítico, un pensamiento que no cede ni concede a las camarillas ni a las cofradías. El suyo fue un pensamiento que promovía y exigía el diálogo incluso con quienes no compartían sus ideas. Por eso nos parece importante la participación, amplia y diversa, de quienes no sin dolor y/o poniendo a un lado la sentida y merecida reverencia, aceptaron compartirnos sus reflexiones sobre lo que en ella encuentran antes que en su persona.
Pensamos que este homenaje no nos dará ni una pizca de felicidad, pero sí nos permitirá la satisfacción de quien al recordar vuelve a pasar por el corazón y la mente la densidad crítica de una inteligencia preclara que no sucumbió a modas ni hizo concesiones a la barbarie del capitalismo ni a esa aviesa perspectiva que se obstina en confundir el acto burocrático con el saber universitario. Esto último, dicho sea de paso, de suma importancia ahora que nuestra universidad cumplió 100 años de existencia.
En suma, somos de la opinión que este evento, uno de muchos que ya se dieron y que tendrán lugar en los meses venideros, puede ser un buen punto de partida para que otros, que se reconocen en deuda con el pensamiento de Bolívar Echeverría, anden su propio camino tomándolo como referente e inspiración, tal y como él lo hizo particularmente con Marx.
A nombre de la comisión organizadora, de Diana Fuentes, de Carlos Oliva y de un servidor, queremos agradecer a todos su presencia en este evento: al público, a los ponentes y a los moderadores. También a las autoridades de esta facultad, especialmente a su Secretaria Académica, Norma de los Ríos, y su equipo, por todo lo hecho para que hoy nos encontremos aquí.
Este homenaje es el que la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM hace a su extinto profesor emérito. Participan académicos de nuestra facultad, de nuestra universidad y de otras instituciones educativas afines del país y del continente. Tal es el alcance de la obra de Bolívar Echeverría: en su vuelo trascendió fronteras. La comunidad de esta facultad debe sentirse orgullosa de ello y debe estar a la altura que le corresponde. Por eso, los que organizamos este evento, decidimos hacerlo de la manera menos localista posible. De cualquier forma, a todos sin excepción queremos recordarles lo que Bolívar solía decir de los pensadores definitivamente ausentes: allí está su obra y reclamar exclusividades es en verdad absurdo. En este sentido, él, Bolívar Echeverría, es ya de todos.
Gracias.
Ciudad Universitaria, 29 de septiembre de 2010
Suscribirse a:
Entradas (Atom)