sábado, enero 26, 2008

Pieza de museo (Segunda parte)


Lo que muere con la revolución
Pero en realidad ¿qué es lo que se muere de “muerte natural”? En otras palabras, ¿qué se llevan la idea y el mito de la revolución a la tumba?, ¿qué “secretos” perecen con ellos y qué nos dicen esos secretos sobre nuestra época tan refractaria a la revolución? Preguntas nada ociosas si se repara en las lapidaras frases que cantan felizmente la muerte de la revolución –su idea, su mito, su concreción.

Se recordará que Thomas Paine afirmaba haber sido testigo de una escena tan nueva que no cabía comparación con lo sucedido anteriormente en el mundo europeo; una escena cuya magnitud era tal que planteaba la regeneración del hombre. Reflexionando sobre su “era”, y pese a estar en prisión por orden de Robespierre debido a su oposición al régimen del Terror, Paine escribió en otro de sus muy recordados textos, La Edad de la Razón (1793-1794), lo siguiente: “La era actual merecerá a partir de ahora el nombre de Edad de la Razón, y la generación actual será para el futuro el Adán del nuevo mundo”. En estas sucintas afirmaciones hay indicios suficientes para desentrañar aquellos “secretos” que fallecen con la idea y el mito de la revolución.

Si como lo ha demostrado José Antonio Maravall (Antiguos y modernos), en España, y por lo tanto en el resto de Europa, la noción de progreso aparece en el siglo XIII como un concepto que expresa el cambio sin connotaciones positivas o negativas, es decir, como movimiento, para el Siglo más Ilustrado –Voltaire dixit– la percepción se transforma radicalmente: se cambia para mejorar. Desde entonces, el cambio posee una fuerte carga positiva que rebasa por mucho la sola noción de movimiento. En las afirmaciones de Paine esto es evidente: es inocultable la exaltación que hace de lo nuevo y de lo inédito frente a lo viejo y tradicional (“escena tan nueva y tan alejada de toda comparación con el mundo europeo”).

Desde esta perspectiva, retornar, regresar, no sólo se muestra de suyo imposible habida cuenta la dinámica implícita del cambio, sino que, además, se revela como un acto demencial al negar el profundo sentido de lo nuevo y lo inédito: la posibilidad de regenerar al hombre. Con ello Paine aludía a la reconstitución del hombre antes que a su renovación; en otras palabras: a la posibilidad del hombre de reconstruirse, de volver a hacerse, de crearse de nueva cuenta a partir de su propio actuar, de su propia voluntad, de su propia razón.

He aquí que el hombre usurpa el papel de Dios al convertirse en demiurgo de sí mismo. Si alguna transformación radical generó la percepción secular de la realidad, no cabe duda que ésta consistió en el hecho de trasladar los actos creativos de la mano de Dios al hacer y pensar del hombre. Por ello Paine afirmaba que su generación sería vista como el Adán del Nuevo Mundo; en otras palabras: el primer hombre creado por el hombre. Una creación que inevitablemente da origen a un “nuevo” mundo, uno que por fuerza tiene que ser distinto al “viejo” mundo, a aquel que se pensaba desde los inescrutables designios de Dios. Un mundo mejor.

El nuevo mundo pregonado por Paine habría de ser mejor no solamente por lo inédito de su factura o por su oposición radical a lo tradicional; también porque su fundamento se encuentra en la razón y sus métodos, y ya no más en la fe ni en la revelación. De alguna manera, el nuevo mundo de Paine sería la concreción del proyecto ilustrado resumido por Kant en su inolvidable máxima sobre la Ilustración:

"La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía del otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro".

De tal suerte que algunos de los “secretos” que mueren con la revolución son la trascendencia de lo nuevo y lo inédito, o en otras palabras, la convicción de que todo cambio lleva implícito una inevitable mejoría con respecto al pasado; la regeneración del hombre, o en otras palabras, el hombre como demiurgo de sí mismo; y la razón como fundamento de un mundo mejor.