Vi la película de Mel Gibson, Apocalypto, más por morbo que por convicción. Debo confesar que todo lo que despierta tan apasionados y sesudos debates nacionalistas me provoca un morbo malicioso. En este caso, me resultaba desmesurado debido a que algunos académicos y gente del común vieron en esta película una denigrante reconstrucción de nuestro pasado prehispánico. Vi a más de uno desgarrarse las vestiduras, y escuché a muchos hablar de boicots, de protestas, de acciones “contundentes” en contra de la película y su director y guionista Mel Gibson. Como siempre sucede con este tipo de planteamientos, no pude hacer otra cosa que esbozar una sonrisa sarcástica y gastar un poco de dinero para ponerme al día.
Si se repasa la filmografía más conocida de Mel Gibson, me refiero a la sagas de acción de Mad Max (1979, 1981 y 1985), y de Arma Mortal (1987, 1989, 1992 y 1998), a las películas de época como Maverick (1994), Corazón Valiente (1995) o El Patriota (2000), y la película con la que se estrenó como director, Pasión de Cristo (2004), se sabe qué esperar en cualquier otra película en la que Mel Gibson actúe o dirija: mucha sangre, héroes solitarios, luchas justas, y la exaltación de valores como la libertad, la moral, el amor, y el necesario cumplimiento del destino. En este sentido, Apocalypto no se desvía un ápice de la fórmula que le ha dado tanto éxito a Mel Gibson.
La trama de la película es por demás simple: la lucha de un hombre, hijo del dirigente de una tribu, por sacar el miedo de su corazón, rescatar a su mujer, y en ese sentido a su estirpe, de las garras inclementes de otra tribu más poderosa que para ahuyentar las enfermedades y las malas cosechas, realiza sacrificios constantes a un Dios llamado Kukulkán. En otras palabras, es la historia de un Mad Max prehispánico, de un William Wallece maya, de un valeroso e imbatible Martin Riggs premoderno, de un Benjamin Martin mesoamericano, de un mesías maya que cumple los augurios del destino. Para decirlo de manera concreta: es la reiteración de las historias que tanto gustan a Mel Gibson en un supuesto escenario maya.
Digo “supuesto” porque en Apocalypto no hay pretensión de fidelidad histórica; no se trata en modo alguno de un documental que aspire a la reconstrucción precisa de los tiempos anteriores a la conquista española de México (además de que eso es imposible). Cierto que en la película hay ambientación, pero en tanto que tal no requiere exactitud ni validez histórica alguna, como lo demostró el mismo Mel Gibson en películas anteriores como Corazón Valiente o Pasión de Cristo. Se trata en estricto sentido de una película de ficción.
Tal vez por ello, algunos estudiantes de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, cuya tipología presentaba alguna similitud con los estereotipos mayas que todos tenemos en la cabeza, se prestaron a participar como extras en la película de Gibson, filmada por cierto en su mayor parte en zonas veracruzanas. Además de tipología, estos extras de la ENAH debían contar con una característica más: tatuajes. Resulta difícil imaginar a estos estudiantes participando en tan fallidas reconstrucciones históricas del mundo prehispánico. Lo tomaron como un acto de diversión, porque la ficción divierte.
Probablemente lo que hiere las susceptibilidades de muchos es el fanatismo y la violencia (ya sea como esclavitud o como sacrificios) de la que hace gala la elite maya en esta película. Ambas actitudes contrastan con la idílica imagen que se tiene de los mayas como sabios matemáticos, observadores acuciosos del cielo, extraordinarios arquitectos, pacíficos filósofos anteriores a Descartes o Bacon. El problema, como siempre, es que a menudo se olvida que entre los mayas efectivamente hubo esclavitud, violencia y sacrificios. Los últimos estudios sobre los mayas explican con claridad que su declive y cuasi desaparición tuvo como una de sus causas fundamentales las luchas intestinas que protagonizaron diversas ciudades-reinos mayas. Es más, se olvida que para cuando los españoles se aparecieron por la península de Yucatán, la zona se encontraba dividida en 13 reinos que no necesariamente se llevaban armónicamente. En fin, las pirámides que tanto nos maravillan no se hicieron con el “entusiasta favor” de talladores y obreros a los que la elite maya les solicitaba de la manera más atenta construir enormes estructuras. Como bien lo decía Walter Benjamin, todo documento de cultura es al mismo tiempo un documento de barbarie: en cada relieve maya hay arte y opresión, creación y sangre.
Reconocer lo anterior no significa otorgarle razón alguna a Apocalypto. Probablemente una de sus debilidades más notorias es precisamente la insuficiencia de pensar estas relaciones de poder y sometimiento desde una perspectiva que no fuera específicamente norteamericana y católica. En efecto, las escenas de violencia que se perciben en la película son escenas dantescas y desconcertantes en tanto que son las mismas que se pueden encontrar en Irak y Afganistán. Y la “escenificación” de la ciudad maya que se presenta en la película, con su templo principal recién acabado de construir, en cuya cima un sacerdote enloquecido realiza sacrificios de manera “fordiana”, recurre a los estereotipos con que siempre se presenta el Templo de Jerusalén cuando Jesús increpó su transformación en mercado y lugar de perversión. La fealdad del poder, manifiesta en miradas estrábicas, gente enloquecida y envilecida, deformes, enanos, lisiados y gordos, no es otra que la fealdad de los judíos que olvidándose de su Dios se habían entregado con pasión a la lógica del intercambio.
Las películas son, además de negocio y diversión, síntomas de una coyuntura. Lo que necesita ser desentrañado es el motivo por el que Gibson hizo una película de esta naturaleza. Me parece que la clave se encuentra en el epígrafe con que comienza la película y que hace referencia no precisamente a la conquista de México, sino a un peligro que un sector muy conservador de la sociedad norteamericana percibe: la falta de unidad en torno a la lucha contra el mal. Según este epígrafe, lo que fundamentalmente posibilita la conquista y el sometimiento de un pueblo es su división interna. Apocalypto es solamente la metáfora de esta afirmación y la advertencia que Gibson lanza al pueblo norteamericano: o nos unimos contra el mal o éste nos puede conquistar, no por la capacidad de quienes encarnan al mal, sino precisamente por no presentarles cara de manera unánime. El mensaje político de Gibson es radical: el peor enemigo de la sociedad nortemaricana es su división, su discrepancia, la crítica que en su seno, y de manera creciente, se hace a la lucha contra Irak, y que se palpa en el desplome de la popularidad de Bush y los recientes resultados electorales en aquel país.
Apocalypto me deja efectivamente una sonrisa, como también me la deja el nacionalismo de los que a falta de argumento se regodean en el puro sentimiento patriótico. Pienso que aquellos que propusieron un boicot debieron proponerlo bien: no ver el cine hollywoodense, que siempre presenta a los latinos como cascarones en los que habita el mal y la decadencia, siempre proclives al sometimiento y a la humillación, con su característica falta de valores y ausencia de cualquier moral a cuestas. Si se hubiese tratado de un boicot, hubiera sido necesario hacerlo bien: no ir nunca más al cine, menos en esas cadenas trasnacionales que inundan al país. Pero esos patrioteros padecen del mismo mal que la película de Gibson: insuficiencia de radicalidad.