martes, enero 22, 2008

Pieza de Museo (Primera parte)


Olvido y memoria
Preservar, recordar, mostrar: ejes sobre los que se articula un museo. Visitar cualquier museo es caminar por los senderos de una memoria particular: aquella que un país o una institución ha decidido rescatar del olvido. Sí, rescatar, porque en la vida humana hay más olvido que memoria. Ésta, particularmente la que llamamos historia, consiste en proceder a tientas en el manto de alquitrán del olvido.

De aquí que historiadores y colegas sean muy parecidos a esos mineros que en tierras profundas iluminan con las lámparas de sus cascos ricas vetas que explotan con zapapicos y palas. Pero las minas, esas enormes cavernas de profundidades insondables, son más amplias y oscuras que las vetas encontradas y explotadas (como lo es el olvido frente a la memoria); éstas son las que se agotan, no aquellas. Lo de ellas extraído se exhibe orgullosamente y se utiliza en tratados, libros, películas y museos.

Pero no todos los olvidos son iguales. Algunos surgen de una necesidad, e incluso, de una necedad. En este sentido, por ejemplo, el inevitable olvido en el que yacían los dinosaurios es muy distinto al que se fomenta sobre la idea de la revolución; no tal o cual revolución, sino su idea: a ésta le falta su Steven Spilberg y la euforia desatada por aquellos esqueletos que todavía hoy alcanza exposiciones y museos en las más diversas partes del mundo. La idea de la revolución no sólo se ha dado por muerta sino que se le condena a un olvido progresivo y calculado: de su esqueleto no se quiere ni se pretende siquiera su resucitación virtual en una suerte de Jurasic Park. Y es que, dicen, al igual que un Velociraptor la revolución es peligrosa.

Rotaciones
Hay hombres que al mismo tiempo que encarnan su época son sus voceros esclarecidos. Thomas Paine (1737-1809) es un ejemplo que descuella. Sobre él Michelet escribió en su Historia de la Revolución Francesa (1867): “tenía nada menos que tres patrias: Inglaterra, América y Francia; pero en realidad sólo tenía una, los derechos humanos, la justicia”. La afirmación del historiador francés debe entenderse como el reconocimiento necesario a un hombre cuya fama residía, entre otras cosas, en haber escrito los dos textos probablemente más leídos de su época: El sentido común (1776), que inspiró la independencia norteamericana, y Los Derechos del hombre (1791-92), publicado primero en Inglaterra y posteriormente en Francia, que generó reconocimientos y rencores. Si algún guiño merecía Paine, como ha escrito Hobsbawm, era el ser visto y recordado como el prototipo del revolucionario en aquellos años convulsos de finales del siglo XVIII.

El pensador británico era consciente de su posición. Por ello escribió a George Washington: “Participar en dos revoluciones [la norteamericana y la francesa] significa vivir para algo”. Pero ¿qué era ese “algo” al que se refería Paine? Según sus propias palabras, consistía en el hecho de vivir en una era “en la que cabe esperarlo todo”. Tuvo el privilegio de contemplar, afirmaba, “una escena tan nueva y tan alejada de toda comparación con el mundo europeo, que el nombre de revolución no logra expresar la magnitud de su carácter, y que lleva a plantearse como una regeneración del hombre”. Si bien Paine hallaba en el “nombre de revolución” una insuficiencia para expresar la magnitud de lo presenciado, lo cierto es que establecía inequívocamente una relación directa entre revolución y regeneración. Precisamente por ello cabía “esperarlo todo”. El tono de esta valoración, positivo y aun festivo, se echa de menos en nuestra época.

En efecto, así como puede verse en Thomas Paine al prototipo del revolucionario, probablemente no exista revolución alguna que encarne su idea de manera más precisa que la sucedida en Francia en 1789. Tan es así que su segundo centenario dio lugar a múltiples debates allende las fronteras galas. Lo interesante de aquella celebración fue que Michel Rocard, el primer ministro francés de filiación socialista, declaró al periódico Le Monde (11 de enero de 1988) que dicha celebración era buena porque convencería a “mucha gente de que la revolución es peligrosa y que si puede evitarse, tanto mejor”.

Que la revolución, cualquiera que ésta sea, tenga sus detractores no es novedad; pero sí lo fue que haya sido un socialista francés el que hubiese trazado nítidamente un desprestigio tan radical de la idea de la revolución, particularmente de la francesa. Para Rocard la revolución no era otra cosa que la expresión de peligro a todas luces evitable, y el bicentenario la memoria de ese peligro. La distancia entre Rocard y Paine se revelaba como insalvable (no solamente por el lapso de 200 años que media entre una opinión y otra). Y eso que la apreciación del primer ministro francés fue anterior a la “cuarta ola de revoluciones” de 1989-1991, como las llamaron Ágnes Héller y Ferenc Feher, que marcaron el punto final de los regímenes de Europa del Este con sus dos acontecimientos fundamentales: la caída del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética, esta última nacida de otra revolución.

Es imposible sostener que la posición de Rocard fuese motivada por un desvarío, un dislate o un prejuicio estrictamente personal. Se trata, por el contrario, de una posición de época. La opinión del primer ministro francés fue, en su momento, eco de un decir generalizado, como también lo fue la posición expresada por el poeta mexicano Octavio Paz seis meses después de lo declarado por Rocard.

En junio de 1989, un mes escaso antes de la simbólica fecha del 14 de julio de 1989, Octavio Paz recibió en Francia el premio Alexis de Toqueville de manos del presidente Francois Mitterand. En su intervención Paz sostuvo con la vehemencia que le caracterizaba:

"Presenciamos el crepúsculo de la idea de Revolución en su última y desventurada encarnación, la versión bolchevique. Es una idea que únicamente sobrevive en algunas regiones de la periferia y entre sectas enloquecidas como la de los terroristas peruanos. Ignoramos qué reserva el porvenir [...] En todo caso, el mito revolucionario se muere. ¿Resucitará? No lo creo. No lo mata una Santa Alianza: muere de muerte natural".

La afirmación de Paz es de claridad meridiana: la revolución, el mito e idea de la revolución, llegaron a su fin. Un fin absoluto, indiscutible, irreversible, que alcanza tanto la dimensión de “lo posible” de la revolución como a cualquiera de sus concreciones históricas, desde la francesa hasta la rusa, desde la mexicana hasta la nicaragüense. Como se puede inferir con facilidad, el laureado poeta mexicano se hallaba en las antípodas de Paine, o mejor dicho, desde entonces nuestra época se encuentra en las antípodas de la del pensador británico. La rotación ha dado un giro de 180 grados.