domingo, diciembre 27, 2020

Es hora

A los 30 años corroboré lo intuido desde pequeño: no soy bueno para cumplir promesas. Para eso, como para otras muchas cosas, soy un fiasco. Tal es la razón por la que suelo no prometer; hacerlo en mi caso conduce a una puerta falsa.

Cuando cumplí tres décadas supe que mis proyectos, nada inteligentes, se habían ido a la mierda. A partir de entonces me quedó claro que comencé a vivir de más sin mucha idea del porvenir. No cabe duda, ese porvenir fue más que amable conmigo; me obsequió amistades, miradas, sonrisas, cariños, amores, quereres, deseos, palabras, imágenes, paisajes, que me llenaron –y lo siguen haciendo– de alegría y felicidad infinitas que se sumaron a mis quereres y alegrías primordiales de mis veintes. Pero si bien todo eso logró mitigar la incomodidad de haber faltado a la promesa que me hice, no la eliminó.

Hoy llego a otro horizonte con aquella incomodidad a cuestas. Cierto es que lo hago acompañado de la mayoría de quienes alegrías y felicidad me han dado a lo largo de décadas y de años. Lo agradezco tanto. Pero, siempre los malditos peros, arribo a las puertas de un lapso del que quise huir y al que me prometí faltar. Se trata de uno que además me atrae muy poco, casi nada. Mi curiosidad, si acaso existe, hurga en el declive y la decadencia. Sigo viviendo de más pero carezco de lo que hace dos décadas me salvó de mi fallida promesa: una innata tendencia a la pirotecnia. Lo digo sin soberbia, me salía bien.

Dice Silvio en una canción que no sabe ir más allá en días poco inteligentes. Yo me digo que no debí ir más allá. Pero aquí estoy. Sobrio –lo cual en sí mismo es una tragedia– comienzo a observar las capas de polvo que, acumuladas, terminarán por ahogarme. Ojalá fuese antes que después, pero sospecho se trata de una vana ilusión. Es hora de trazar sobre el polvo y ya no más sobre el horizonte: un remedo de arte karensasui y ya no el de la pirotecnia. Que no se me acuse de no saber reinventarme pese a todo, por más que aquella incomodidad sea mi fastidiosa “piedrita” en el zapato.

jueves, diciembre 24, 2020

Un nuevo virus

 En México, y supongo en otras partes del mundo, hay otro virus flotando en el aire. Se trata de un virus que transforma a los que antaño se autodenominaban “de izquierda”–nosotros que somos de izquierda, decían– en noveles “liberales” –cuya ambigüedad tiene poco que ver con los decimonónicos– o “socialdemócratas” –en su vertiente más acomodaticia–; que convierte a los otrora defensores de la “democracia” (representativa, por supuesto) en fervientes adeptos de la reelección y el centralismo “de base social”; que vuelve a los “críticos” –rabiosos críticos en el pasado– en lisonjeros del poder; que produce miopía en lo que antes era mirada supuestamente profunda, una miopía ensimismada en la coyuntura (electoral, sobre todo). Este virus es peor que aquel otro que vuelve a los conservadores de siempre en pésimos críticos de la realidad. Este virus, que algunos ya consignan y del que otros hablan tímidamente para no ser exiliados de la palestra embravecida, parece no tener vacuna ni ceder ante la distancia social. Es un virus que se propaga con gran velocidad. Entre sus secuelas están los “res”: resignación, reasignación, reacomodo, reiteración, redefinición, remilitarización, reencantamiento, redobles en su centro la tierra, etcétera.

viernes, diciembre 11, 2020

¿Bailas?

 Hoy, por la mañana, sentado en una banca del parque, realizaba mis ejercicios para el cuello, cuando un par de niños –hermana y hermano supongo– se acercaron curiosos a mí. Les vi llegar con una mujer y realizar una estrategia paulatina de acercamiento. La niña me preguntó si estaba bailando. Le dije que no, quitándome los audífonos. El niño hizo su pregunta: ¿qué haces? Ejercicios para el cuello, respondí. Inclinando sus cabezas haca uno de sus hombros, casi al unísono dijeron con asombro ¡¿para el cuello?! al tiempo que instintivamente tocaron sus nucas. Sí, les respondí. Hay que ejercitar todo el cuerpo si no quieren que con el tiempo algunas partes de él se les eche a perder, se les quede tieso e inservible, proseguí casi arrepentido de haber planteado así las cosas. Sus ojitos se abrieron mucho, como soles pugnando por amanecer. Eso incluye su cerebro, les dije. En ese momento la señora les llamó por su nombre. Agitaron sus manos en señal de despedida mientras corrían alegremente hacia ella. Cosas que has de ver me dije, mientras comenzaba a ejercitar mis ojos y volvía a colocar mis audífonos para continuar escuchando “El día de mi suerte” con Héctor Lavoe.

domingo, noviembre 01, 2020

De mis muertos

De mis muertos no sé más allá de lo que reconstruye mi memoria. Ya no sé ni me importa si fueron buenos o malos o si esa reconstrucción es mínimamente fiel. Los percibo como una fogata cuyos rescoldos vinieron a parar aquí. Doy por consumada la mayor parte de sus aspiraciones, sueños, deseos. Banal sería suponer la alcanzaron o que yo la haya realizado. Ni remotamente. Sin embargo, sus rescoldos que aún persisten,  junto con mis aspiraciones, sueños, deseos, irán desapareciendo como pavesas que al cielo negro se elevan. En esto no hay tragedia. No la hay porque no olvido que ellos y yo todavía somos fogata alrededor de la cual personas cantan, sueñan, ríen, comen, escriben, leen, piensan, se consuelan, lloran, dudan. Aún soy llama. A mis muertos yo los ilumino.

sábado, octubre 10, 2020

¿Y luego?

Entre gitanos no nos leemos las cartas, dice el refrán. En otras palabras, un ratero reconoce a otro tanto como un político a otro. Y se tratan como tal. Una lógica similar es la que provoca desconfianza cuando de la probable desaparición de los fideicomisos se trata, especialmente los del Conacyt y aquellos referidos al desarrollo científico.

Aunque éstos  formalmente cuentan con toda una legislación y supervisión que en cierto modo les vuelve transparentes en su operación (ver: https://educacion.nexos.com.mx/?p=2519), nada de eso obstó para que efectivamente en su interior se constituyeran élites, aviadores y demás lindezas que con razón se han esgrimido como motivo fundamental de su posible desaparición. Cierto es que la generalidad de este motivo impidió distingos y diagnósticos apropiados, sin que por ello se invalide el hecho concreto y real de que en ellos hubo beneficiarios que no debieron serlo y que a veces los resultados de proyectos apoyados fueron en verdad magros o inexistentes.

Aceptado sin conceder la generalidad absoluta del motivo, la duda que se impone es exactamente la misma que llevó a su desaparición: no hay nada en el actual gobierno que garantice eso vaya a dejar de suceder. El rezo gubernamental de los principios que se enarbola como mantra es de muy dudosa eficacia, como varios hechos concretos muestran (Villalobos, Guevara, Toledo, Cárdenas, Bueso, etcétera). Este gobierno, ante la urgencia económica y la necesidad política, prescinde de los procedimientos claros que todo gobierno debe tener cuando de dineros, contrataciones y presupuestos se trata. La comparecencia diaria del titular del Ejecutivo para hacer política no quiere decir trasparencia. Incluso podría decirse que su presencia mediática mañanera es un distractor para cualquier ejercicio de esta naturaleza: su estrategia política lo engulle todo. Por lo tanto, no hay elementos reales y concretos que permitan atisbar una operación distinta de la que se acusa en la extinción de estos fideicomisos.

Es evidente que el gobierno actual está necesitado de construir una élite intelectual y académica para los fines que le convengan. Obvia decir, además, que muchos desean formar parte de ella. La saña con la que desde el púlpito se arremete contra la élite intelectual y académica cultivada por los gobiernos anteriores no es otra cosa que la liquidación política de algunos actores para que sus espacios sean ocupados por otros más afines. La parte incofesable de la posible desaparición de los fideicomisos es que forma parte decisiva de esta estrategia. En esto no hay novedad alguna. Podrá discutirse absurdamente si unos valen más la pena que otros, lo cierto es que el actual gobierno tiene la urgencia de liquidar a unos para ensalzar a otros. A la usanza de nuestra política, en tanto que otros gobiernos hicieron lo mismo, no hay nada criticable en que lo haga este gobierno.

Sea como fuere, la duda reside en si aparte de eso hay una idea precisa de una política científica que prevalezca sobre los vaivenes de los gobiernos que se sucederán. Esta fue una de las ideas centrales que dieron origen a los fideicomisos del Conacyt. Puede criticársele y reclamarse con razón todo lo que se quiera a esos fideicomisos, pero el hecho central es que por debajo de las generalizaciones absolutas tan propias del actual gobierno es que hubo un intento que también dio sus resultados relevantes. Desafortunadamente, estos logros han sido invisibilizados por los desvíos y demás, centro del actual discurso político hegemónico.

Puede que el actual gobierno nos sorprenda con una política científica más eficiente y de largo alcance. Puede que no. Pero por ahora la duda es legítima porque hasta hoy no hay indicio alguno que permita meter las manos al fuego de que eso sucederá. La fuerza con que se defiende la desaparición de los fideicomisos no tiene como contrapartida una propuesta concreta, viable e igual de poderosa y sólida que asegure el funcionamiento científico del país más allá de esta administración y las que vienen, sean del signo que sean. Sería un craso error que no la hubiese, que la apuesta fuese permenecer en el poder por treinta años para que exista. Y mucho más grave sería promover la desaparición del desarrollo científico en aras de una ideología que no va más allá de sus protagonistas administrativos. La miopía nunca ha sido una buena apuesta, la altitud de miras sí.
 
En suma, ante la inevitabilidad, demos la bienvenida a la (posible) desaparición de los fideicomisos por los motivos esgrimidos (aunque imprecisos por su generalidad). ¿Y luego? Sólo resta desear que nos sorprendan, que nos arranquen los aplausos. Incluso, nos queda desear que suban los sueldos base a profesores e investigadores en el país.

martes, septiembre 08, 2020

Una cana

Hoy me descubrí una cana y me puse estúpidamente feliz. Es muy similar a las que mi abuela tenía. Al verla, me sentí acompañado por ella: recordé su cabello blanco después de bañarse, su carácter tierno y áspero, su gana de hacer de su entorno algo mejor, a veces a golpes, otras a gritos, la mayoría de las veces cariñosa y pedagógicamente. ¿Qué hay de ti en mi abuela? Tal vez esta cana que ahora me acompaña es el inicio de la vereda que me llevará a ese otro paisaje que anduviste hace años: el de la decadencia. Recuerdo que en tus últimos años poco a poco fuiste perdiendo tus facultades mentales, que no eran pocas. En aquel entonces lo pensé como natural, ahora pienso que a lo mejor decidiste ya no enterarte del mundo, salvo de aquel que adorabas: en el que éramos niños, en el que tú eras pura fuerza y voluntad. Pienso que es mentira aquello de que con la edad viene la sabiduría. Lo que viene es la experiencia de la decadencia. Confieso abuela que eso antes me enfadaba (o tal vez me daba miedo). Estaba convencido de que no había que llegar a esta experiencia que ya se anuncia en mí, testimonio del fracaso de mis múltiples suicidios planificados. He aquí la cana que, junto con otros “imperceptibles”, me habla con certeza del umbral en donde estoy parado. Pero ya no me enfado abuela. Diría incluso que hasta tengo algo de curiosidad. La impunidad de la vejez comienza a seducirme abuela. Hoy me descubrí una cana y me puse estúpidamente feliz.

viernes, julio 24, 2020

La Pausa

Recuperar a la falsa Mafalda que no demerita a la verdadera. Querer bajarse del mundo. Ponerse a uno mismo en modo pausa con el fin de pensar con claridad. El vértigo no ayuda, la velocidad tampoco. Comparsas del sentimiento antes que de las ideas. La Montaña Rusa nos hace sentir pero en el momento escasamente ayuda a pensar. Lo mismo sucede con las redes sociales, lugar en el que hoy se disputan las efímeras y acomodaticias verdades de nuestras sociedades. Los medios tradicionales de comunicación masiva, descolocados, andan a la zaga. Por eso pretenden replicar la dinámica de esas redes, convirtiéndose en esbozos fallidos para una humanidad desbocada, urgida de verdades al mayoreo, practicante de una fe ingenua y una militancia simple, superflua, ahogada en contradicciones. Por este mismo derrotero equívoco inducen a la educación. Carece de sentido extenderse más en ejemplos. En pocas palabras, el mundo actual no nos da respiro para pensar. Querer bajarse de su dinámica, ponerse en pausa, tomarse el tiempo y la actitud necesarias para pensar quizá sea una apuesta absurda. Quizá no.


Craso error suponer que poner pausa es querer alejarse, distanciarse. Se trata, por el contrario, de asumir otro ritmo. El ritmo propio de la compañía y de la conversación. Un ritmo distinto del de la ciega soledad que impera en el vértigo y la velocidad, esa que se llama virtualidad. En ella no hay conversaciones, mucho menos compañías; hay avisos, notificaciones, gustos y disgustos, caritas, gestos, conteos. En ella, el tercero excluido, propio de los genuinos encuentros con los otros, es definitivamente expulsado a fuerza de economía de palabras. Conversar, acompañarse, encontrarse, probablemente sea actualmente el deseo más dinosáurico e insano que existe. Pero es un deseo necesario para quien ansía pensar. Porque pensar sucede con otros, es a través de su ejercicio que nace el tercero excluido. Se piensa conversando con otros, estando con otros. Su resultado es siempre inesperado, no el de la negociación, del adoctrinamiento, de la urgencia por convencer, de la construcción de las arenosas verdades que imperan en las redes sociales.


Ponerse en pausa para pensar, encontrarse con otros para pensar, conversar con otros para pensar. Ojalá que cuando el mundo despierte, este dinosáurico deseo siga estando aquí.

viernes, julio 17, 2020

Ceremonias de vida

De estar vivo, hace algunos días mi padre hubiese cumplido años. A estas alturas no importa cuántos, tan sólo que hubiese cumplido un año más de vida. Recién me doy cuenta que desde su muerte realizo ceremonias relacionadas con él. Será porque escucho su voz llamándome por mi nombre o como solía decirme en los últimos tiempos, con la voz sin aire que ya le caracterizaba. Cuando eso sucede reproduzco en cualquier aparato digital la música que le gustaba. De eso modo, aquella voz que quizá sea un subterfugio de mi conciencia, se convierte en notas que regalan vida. Desde pequeño, su gusto musical inundó mi oído. Andando el tiempo me distancié de muchas de sus preferencias musicales, pero ahora, en el recuerdo, cuando su voz llama, con esa música que le gustaba, siento un tierno abrazo. Aquí una de esas canciones que disfrutaba con dos cantantes que trajo a mi horizonte musical.


domingo, abril 05, 2020

Navegar es necesario...

Cuentan que la Liga Hanseática hizo suyo el lema “Navegar es necesario, vivir no es necesario”, que al parecer siglos antes usó Pompeyo para arengar a sus huestes en contra de los piratas que infestaban el Mediterráneo. Si bien este lema lo tuve presente desde 1994, fue después de poco más de dos décadas que sentí la necesidad de tatuármelo.

Hacia finales de 2016 pensé que ese año había sido el peor de mi vida, sin saber que los sucesivos le disputarían el título. En realidad, no se trata tanto de que los años empeoren, sino que con el paso del tiempo se pierde la audacia de superar la adversidad como si se tratase de un mal trago, uno más. Los años traen lo suyo, nosotros cada vez podemos menos con algunas cosas que traen consigo.

Desde entonces me fue y me es indispensable recordarme todos los días que los mares, sean calmos o procelosos, se navegan sin importar que en ello vaya la vida, o mejor dicho, porque navegando ella se revela con aristas y magnitudes sorprendentes, aunque al hacerlo, corra el riesgo de terminarse (sí, ya sé que suena a lo que hace años escribió la para muchos odiada Oriana Fallaci, y no sé cuántos escritores más: ¡qué se le va a hacer!).

Hoy, a más de un mes de encierro desde que me operaron, ahora obligado por el aislamiento indicado por las autoridades, me repito lo mismo: navegaremos exitosamente esta tempestad, si no por talento, al menos por obstinación. La mayoría llegará a buen puerto, si bien puede que sea uno devastado. Me digo que no vale la pena preguntarse quiénes pondrán pie allí, por más que nos invada la sensación de ser un arma biológica letal y portátil para los seres queridos y los completamente extraños. Lo que importa es esta experiencia de navegar colectiva y exitosamente la amenaza que supone este virus, por supuesto, pero también, y no en menor medida, navegar el piélago tempestuoso que es uno mismo en estas condiciones.

Navegar es necesario, vivir no, me repito por las mañanas y por las noches.



miércoles, marzo 18, 2020

Con lo que no puedo

Cuando el H1N1, hace cosa de una década, estaba yo aislado en un conglomerado de cabañas ecológicas en el estado de Veracruz, relativamente cerca de Catemaco. No había por entonces comunicación alguna en esas cabañas: ni teléfono ni celular ni Internet. Los días me los pasé leyendo, bebiendo, nadando y conociendo a la fauna del entorno que de pronto tomaba por asalto las cabañas. Para llegar a este lugar había que hacerlo en lancha, en un viaje de casi 50 minutos. De regreso, el lanchero nos comenzó a contar alarmado lo que estaba sucediendo. Nos describió a todos los que íbamos en la lacha un panorama apocalíptico: en la Ciudad de México la gente se moría en la calle, no se podía entrar, había desabasto, el Ejército estaba en las calles. Por supuesto que me parecía todo muy exagerado pero no tenía modo de comprobar nada.

    Después de un viaje surrealista, con un espectáculo natural increíble y una narración apocalíptica, llegamos al pueblo en donde la mayoría habíamos dejado nuestro auto o que iban a tomar el autobús correspondiente para regresar a sus hogares. Noté que la gente nos veía un poco raro, como posibles portadores del H1N1, aunque llevásemos fuera de la Ciudad de México cosa de dos semanas. Al llegar a la casa en la que había dejado mi auto, la dueña me repitió la historia apocalíptica, recomendándome además no irme del pueblo, porque allí estábamos seguros. Le agradecí sus consejos, decliné la oferta, y comencé el regreso a casa.


    La carretera hacia la capital del país fue un paseo por rumores consistentes que cambiaban poco en las gasolineras, tiendas, restaurantes. En todos lados me alertaban del peligro de ir a casa. En algún punto, pude escuchar la radio y hablar por teléfono con mis padres. Había alarma pero nada de lo que me habían dicho o por lo menos que se reportara con tal intensidad. Ya en Puebla, me advirtieron que no se podía entrar a la Ciudad de México, que no me arriesgara a ir. Para mi sorpresa, al llegar a las casetas para entrar a la ciudad, éstas lucían vacías pero nadie impedía el paso, salvo el correspondiente Hoy No Circula. Ni ejército ni policía ni gente.


    A propósito regresé a casa de mis padres, ubicada al sur de la ciudad, vía Iztapalapa. Me sorprendió observar que por toda esa zona la vida seguía como si nada. Pocos traían tapabocas, los tacos y restaurantes estaban a reventar, e incluso había fiestas en la calle. Recuerdo haber sonreído al ver esto. Lo que fue evidente es que conforme me aproximaba a zonas de sectores medios, se dejaba sentir un miedo ausente en las zonas populares: los comercios estaban cerrados, casi no había gente en la calle, y los que por alguna razón sí estaban en la calle traían sus tapabocas. Sonreí aún más, porque al parecer el miedo a lo que estaba sucediendo parecía  propio de sectores medios y altos. Al día siguiente, tuve que ir a Santa Fe. Allí las cosas en verdad eran alarmantes, parecía que el mundo se iba a acabar. Yo no daba crédito del terror de estos sectores, particularmente si se les comparaba con la tranquila resignación de los sectores menos favorecidos.


    Ahora que tenemos el tema de coronavirus, tengo la misma impresión que entonces aunque no la he corroborado. Ayer y hoy me he visto obligado a salir por zonas de sectores medios: los comportamientos son mesurados pero temerosos, nada que ver con los trabajadores que saben están obligados a trabajar para vivir, pase lo que pase con el mentado coronavirus. En el banco, una señora acomodada, dijo al cajero: me gustó mucho que pusieran gel. El cajero la vio con una mirada entre incrédula o indefinida, como diciendo, no me joda, tenemos que trabajar en plena emergencia sanitaria, qué tiene eso que ver con el gusto. El repartidor del agua me advierte: seguiremos trabajando. El lava autos, el jardinero, los barrenderos, encogen los hombros: “seguiremos trabajando”, es su frase.


    La resignación del trabajador ante la fatalidad no es valemadrismo: es uno de los rostros de la necesidad. Un par de adultos mayores que realizan labores por donde vivo conversan en medio del andador. Uno de ellos afirma: los de nuestra edad somos susceptibles, igual nos morimos, pero prefiero morir de ese virus que de hambre. Al pasar, los saludo; su amabilidad sigue igual que siempre. Acorde con las estadísticas, son pocos los que se están muriendo de este virus, pero nunca una estadística puede suplantar la empatía del ser que por su edad y necesidad se pone en riesgo, esperando a que el destino le dicte la última palabra, el último gesto, como en el Coliseo romano: vive o muere. Esto es lo que yo no puedo olvidar cuando me hablan de estadísticas.

martes, marzo 03, 2020

La plaza pública este 8 y 9 de Marzo

Escribo desde el privilegio. Soy del género masculino, pertenezco a la clase media aspiracional de este país, y he tenido acceso a la educación superior formal. De hecho, he ejercido de profesor en distintas instituciones educativas del país (UNAM, CIDE, UAC, CIDHEM) y trabajo en el CIESAS. Pero también lo hago desde distintas opresiones. Soy moreno en un país y un mundo racista. He vivido siempre bajo la mirada de desaprobación, la desconfianza, cuando no la burla y la descalificación. Y aún así, mis privilegios me han permitido sortear mis opresiones, hallar las manos solidarias, las inteligencias que a pesar de todo, o precisamente por todo, me educaron.

Desde joven he participado en movilizaciones de distinto tipo. No me siento un inadaptado por tener problemas con la autoridad. La respeto cuando  tiene un proceder racional, pero esto sucede muy pocas veces. El interés particular, partidario,  cuando no el impulso irracional suele dominar sus decisiones. Sea como fuere, en esas movilizaciones me ocupé más de escuchar, entender y colaborar que de dirigir. Como consecuencia, me negué a prolongar mi militancia activista en la política o en la academia como muchos de mis correligionarios hicieron y siguen haciendo. Nunca me interesó ser político profesional ni tampoco un destacado académico o intelectual. No corrí a los periódicos por mi columna para pontificar mis posiciones. Ni gracias a posibles prebendas, me gané plaza académica alguna. Sin embargo, las experiencias adquiridas en la militancia son la base de mis incursiones a las esferas formales de la política y de la academia, que las hubo y las ha habido. Estas incursiones, en más de un aspecto, terminaron por confirmar mis renuencias y mis renuncias a gran parte de ellas.

Disfruto más de ser lector que escritor. Cierto es que he escrito textos que han tenido su fortuna. No obstante, soy mejor lector, siempre y cuando por ello se entienda la posibilidad de inundar la realidad con un mar de dudas, y no el santo acto de repetir lo leído como maná, o peor aún, como si lo leído lo hubiese pensado uno mismo por cuenta propia. Por eso escribo poco. Lo hago cuando es necesario, cuando decir algo es una obligación. Y siempre lo hago con una duda en la mente, en el ojo , en la mano. Nunca estoy del todo seguro de lo que escribo. Envidio a los viven de escasas certezas que propagan de mil modos sin cambiar una sola de ellas a lo largo de los años.

Es desde aquí, desde el privilegio y la opresión, desde las movilizaciones, y la distancia de la política y de la reflexión excesivamente formal, de donde veo al feminismo actual. Nada se gana por ahora con señalar que en algunas cosas estoy de acuerdo y en otras no, que comparto ciertas estrategias y otras no. Lo que importa es la movilización misma. Su expansión y radicalización están en relación directa con la opresión que viven las mujeres, con la amenaza constante de muerte, violación, acoso, con la desigualdad que les depara en todos los sentidos esta realidad nacional. Se agudiza y se expresa ante la imposibilidad institucional de, primero, aceptar esta realidad, después, enmendarla. Ni esas instituciones ni quienes las dirigen tienen la habilidad suficiente para ello. Lo que tienen y viven son sus privilegios, desde los cuales, en el mejor de los casos, pretenden “conceder“, “adecuar”, pero no reconocer y solucionar.

No es que en lo personal tenga esa habilidad. No es que por formular el problema me atribuya una cualidad de la que carezco. Criticar no es necesariamente proponer; es sobre todo despejar. Al señalar la falta de habilidad en las instituciones y quienes las dirigen hablo también de mi propia incapacidad. Hablo así mismo de la necesidad de despejarme. Mis palabras ahora son más tímidas que antes. Gracias a las movilizaciones en las que participé y de las que aprendí, supuse que tenía cierta comprensión del resto de las movilizaciones que observaba a la distancia, como las del feminismo. Hoy sé que no. Lo sé porque ahora soy consciente que las observo desde el privilegio. Eso no me saca una sonrisa socarrona, como la que pone quien sin atribuirse responsabilidad en su creación se regocija en su uso. Por el contrario, me  hace pensar que las opresiones que yo he vivido y padecido pude sortearlas en la medida de lo posible por mis privilegios. La pregunta obvia, y hasta estúpida, es ¿cómo pueden hacerlo los que carecen de privilegios?, ¿cómo pueden hacerlo las mujeres si el privilegio del género masculino es estructural?

Por supuesto, hay mujeres que logran sortear sus opresiones, pero esto también se debe a privilegios de clase, color y cierta adaptación de sobrevivencia. A menudo, las mujeres que lo logran, gracias al discurso dominante, se atribuyen una excelsitud acorde con el individualismo de nuestros tiempos. Cuando una mujer, consciente de que sus logros van más allá del promedio y de sus opresiones, afirma que de querer podrían todas seguir su camino, habla desde la jerarquía estructural de la sociedad mexicana que ignora por conveniencia o por culpa. Lo cierto es que en una sociedad estructuralmente desigual, hasta la opresión femenina puede ser desigual entre sectores acomodados y los que no, que son la mayoría.

El tema central no es por tanto el juego de vanidades que consigo trae el individualismo. Es algo más serio, más profundo, más radical. Cierto es que la desigualdad de género no traerá consigo la desaparición del resto de las desigualdades que viven y padecen otros sectores sociales mexicanos, como el indígena, pero puede contribuir a desbrozar el camino para que las luchas en contra de aquellas desigualdades tengan su propio éxito. Por ahora, no cabe duda que el feminismo es la punta de lanza de una verdadera y profunda transformación de la sociedad mexicana. No darse cuenta de ello es miopía, ceguera o pura y llana imbecilidad.

Pero por eso mismo, tampoco corresponde a los que participamos en otras movilizaciones que les acompañemos o que intentemos descifrar correctamente lo que están haciendo. El discurso de ellas paulatinamente es más claro, más contundente, más punzante. No requiere de intérpretes, mucho menos de nosotros, los privilegiados de género de nuestra sociedad. Sin embargo, lo que sí le debemos al feminismo es una pregunta sobre nuestra masculinidad. No se trata de una pregunta retórica, políticamente correcta, ni siquiera académica, con todo y que desde ese espacio se han hecho reflexiones importantes al respecto. Tampoco se trata de una pregunta que parta del mea culpa, como si con eso nos eximiéramos de vivir en y del privilegio que nos tocó poseer.

Así como el feminismo está luchando en la plaza pública, así esta pregunta debe hacerse en y ante la plaza pública. Esta pregunta puede abordarse desde muchos lados. Cuando leo los testimonios de lo que les sucede a las mujeres de este país, cercanas y desconocidas, lo único que acierto a balbucear es cómo se puede ser así, cómo es que el género masculino de este país ha llegado a esto. Y no me lo planteo desde la distancia, no. Lo formulo así para que me sea más fácil asimilar que yo, como hombre mexicano, soy el resultado de esto mismo, y de que seguramente, en algún momento, más veces de lo que siquiera me he dado cuenta, he ejercido mi privilegio de ser hombre. Puedo decir que no soy como los feminicidas, pero, ¿no he hablado, actuado, pensado siempre desde este privilegio masculino?

Pero al poco que lo pienso también debo confesar que este privilegio, cuestionable y cuestionado, tampoco se vive en principio como un privilegio. En casa, tal vez la estructura machista de la sociedad otorga de entrada un paraíso de privilegios si se es hombre, y como en mi caso, el hermano menor. Pero afuera del hogar, el privilegio de la masculinidad se gana a punta de violencia física y simbólica. Para nosotros, en la escuela y en la calle, ser hombre tiene que ver primero con la validación de esa hombría frente a otros hombres a través de actos malévolos, literalmente ojetes. La agresión hacia las mujeres, en ese caso, me parece es una derivación de esta primera violencia. No pretendo generalizar, pero creo haber vivido esa validación por nueve años al menos para estar seguro de que está presente en todos lados en mayor o menor medida.

Por si fuera poco, este privilegio se edifica sobre una ignorancia e hipocresía en torno al placer que se fundamenta en la educación conservadora y religiosa que priva en nuestro país. En esta educación, el cuerpo es inculcado como un nido de aviesos deseos; como un adversario al que siempre hay que reprimir; y la represión como máxima expresión de la virtud. Y si no es así, al menos que parezca que así es. No hay nada más aterrador que el deseo que no se entiende, no se controla, no se platica pero se vive, incluso se padece. Esto inmerso en la necesidad de validar la masculinidad frente a los otros masculinos, se vuelve muy peligroso, sobre todo para las mujeres, pero también para sus protagonistas, que hallan en la hipocresía un mecanismo de simular que nada de esto existe aunque se ejerza, con particular fuerza en las mujeres.

Además, este privilegio se aviene muy bien con la competencia que inculca la sociedad, desde la casa hasta la escuela. La definición de éxito con que se nos educa se relaciona directamente con la expansión de los privilegios económicos, políticos, sociales. Cuando el chamaco de aquel chiste que afirma querer ser un idiota cuando ve a un hombre con un carro último modelo, una mujer modelo y mucho dinero, porque así mientan a ese individuo los que carecen de las tres cosas, como su padre, lo que está diciendo es que desea los privilegios sociales estructuralmente reconocidos. Esto que en sí mismo puede, aunque lo dudo, traer competencias “sanas“, como lo argumentan los liberales y neoliberales, en el caso mexicano se inserta en el núcleo mismo del privilegio de género conquistado a punta de violencia física y simbólica e hipocresía. El nudo gordiano se hace: a la vivencia de género se añade la violencia del éxito que hace de la mujer no solamente un objeto de concupiscencia para reivindicar la masculinidad frente a los otros masculinos sino un objeto, no solamente explotable, como el resto de los pobres no exitosos, sino que está allí para la mera validación del único sujeto existente que para el hombre es el mismo hombre.

De aquí que el privilegio de la masculinidad sea opresivo y asesino para las mujeres, pero también lo es en cierto sentido para los hombres, con la gran diferencia de que éstos tienen ante sí una sociedad que les premia y recompensa su violencia mientras que a las mujeres las condena persistentemente a las consecuencias de ella. Tan es así que el actual titular del Poder Ejecutivo, religioso a más no poder, suma a sus pifias el inicio de la venta de la lotería relacionada con el avión presidencial el 9 de Marzo. Su acto es elocuente: política y recursos antes que entender lo que sucede con el feminismo y las movilizaciones del 8 y 9 de Marzo que vienen.

Creo que las movilizaciones que se avecinan son muy importantes a pesar de los intentos desesperados de mediarlas o descalificarlas desde el gobierno o el capital. Pienso que el feminismo, sean cualesquiera sus expresiones o corrientes, actualmente está muy por encima de partidos políticos, instituciones, protagonistas, y por supuesto, de nosotros los privilegiados de la sociedad mexicana. Nuestro lugar no está con ellas, no nos necesitan; ni adelante de ellas, tampoco nos requieren allí; mucho menos detrás de ellas, como si estuviesen urgidas de una validación por nuestra parte. Está, pienso, en hacer de la plaza pública el lugar para pensar, a pie de calle, nuestra jodida, violenta y terrible masculinidad. Hacerlo sería una contribución necesaria y solidaria en el marco de este 8 y 9 de Marzo.

miércoles, enero 22, 2020

Gusto por el Tlatoani

Cuando hace tiempo Alfredo López Austin comentó, con su carácter mesurado y preciso, que los mexicanos gustaban de un Tlatoani, pensé se refería solamente a un gusto por cierto autoritarismo en todos los niveles. Delegar en el “que habla”, “el orador” o en el “gran orador” (Huey Tlatoani) todas las decisiones no sólo es más sencillo sino una salvaguarda de lo políticamente correcto. Pero lo que no advertí en ese entonces fue la dimensión religiosa del Tlatoani. El autoritarismo religioso es quizá el más perfecto que existe: en él la autorización del habla viene de una dimensión divina inalcanzable para los mortales, por lo tanto, su habla es única, verdadera, y no requiere de otra cosa que una conmovida creencia, que a menudo paraliza. Dudar o cuestionar ese autoritarismo no sólo parece un acto de locura sino una herejía. De aquí que la afirmación de López Austin apunte hacia un lugar bastante lejano de la democracia y la modernidad, particularmente aquella por la que los comunistas lucharon y dieron su vida.

Recientemente pude ver en YouTube la ópera Motecuhzoma II, que se presentó en el Zócalo a finales del año pasado. Fue todo un evento. El montaje, la música (Vivaldi), el baile, la escenificación, formaron un todo espectacular. Aunque los personajes principales, Motecuhzoma y Cortés, me parecieron apocados, lo interesante es que en esa ópera el primero sufre de una parálisis derivada de un mito que explicaba la presencia de los españoles. La actitud de Motecuhzoma, entre resignada y sumisa, claramente apuesta por preservar su pueblo y cultura. No lo logra. No lo logra porque su “habla” es inoperante, incapaz, hasta absurda. Los que le rodean dudan de lo que dice, se preguntan sobre su carácter y voluntad. Al parecer ese es el destino de todo autoritarismo religioso: el monopolio del “habla”, la parálisis, el desastre, la duda, el cuestionamiento tardío, el final.

Muchos son los siglos que median entre aquel 1521 y nosotros. Pero la afirmación de López Austin se hizo en referencia a nuestra práctica política contemporánea. Es como si ante el fracaso estrepitoso de nuestros aires democráticos una suerte de “inconsciente colectivo” se hubiese decantado por un nuevo autoritarismo religioso. El actual titular del Poder Ejecutivo no es otra cosa que su encarnación. Pero el suyo no es  un autoritarismo vulgar, al estilo latinoamericano. En los actos se inclina por aquel otro, “más sagrado”, que viene de aquel gusto de los mexicanos por un Tlatoani. Toda su práctica política es una gran escenificación del monopolio del habla.

Me cuentan que cuando la ópera de Motecuhzoma II se presentó en Iztapalapa, la mayoría de los asistentes se hincó ante el paso del cadáver del Tlatoani mexica. La anécdota, lejos de conmoverme, me produjo una enorme desazón. Hincarse, inclinarse, es precisamente contra lo que las luchas modernas más significativas se llevaron a cabo. Hincarse, inclinarse, es uno de los gestos antidemocráticos más claros existen. El público, confundiendo una ópera con la realidad, rindió homenaje a su “emperador” apocado, muerto a manos del destino y de los españoles. Me dicen que hubo un silencio absoluto al paso del muerto. Silencio absoluto después del silencio del que “habla”. Eso suele suceder en este país: las escenificaciones se toman por realidad, e hipnóticamente sólo el “habla” del Tlatoani puede, debe, escucharse, aunque su “habla” sea irreal, imprecisa. Luego, cuando “su habla” calle, el silencio absoluto llegará.

El silencio previo al desvarío absoluto del “habla” del Tlatoani ya sucede en nuestro país. Fuera de las misas matutinas lo que hay es rumor, musitaciones. Nada da más rabia que la autodenominada “izquierda” electoral: tan penosa, tan amaestrada, tan arrodillada. Urgida de justificar “su” gobierno, en el que no “habla”, pierde sus más distintivos elementos de identificación política: acepta el cambio discursivo que tenía el tema de izquierda y derecha como central, es aquiescente con el ocultamiento de todo lo que tenga que ver con el capital, y acepta, festivamente, las configuraciones del monopolio del “habla”: siendo comparsas del Tlatoani, del autoritarismo religioso, languidecen.

Tal vez, otra vez mejor dicho, la consigna de las nuevas luchas democráticas, ubicadas en la izquierda, tendrá que ser terminar con el gusto por el Tlatoani.

¿Qué hay, estimados, detrás de la escenificación cotidiana?