Hoy me descubrí una cana y me puse estúpidamente feliz. Es muy similar a las que mi abuela tenía. Al verla, me sentí acompañado por ella: recordé su cabello blanco después de bañarse, su carácter tierno y áspero, su gana de hacer de su entorno algo mejor, a veces a golpes, otras a gritos, la mayoría de las veces cariñosa y pedagógicamente. ¿Qué hay de ti en mi abuela? Tal vez esta cana que ahora me acompaña es el inicio de la vereda que me llevará a ese otro paisaje que anduviste hace años: el de la decadencia. Recuerdo que en tus últimos años poco a poco fuiste perdiendo tus facultades mentales, que no eran pocas. En aquel entonces lo pensé como natural, ahora pienso que a lo mejor decidiste ya no enterarte del mundo, salvo de aquel que adorabas: en el que éramos niños, en el que tú eras pura fuerza y voluntad. Pienso que es mentira aquello de que con la edad viene la sabiduría. Lo que viene es la experiencia de la decadencia. Confieso abuela que eso antes me enfadaba (o tal vez me daba miedo). Estaba convencido de que no había que llegar a esta experiencia que ya se anuncia en mí, testimonio del fracaso de mis múltiples suicidios planificados. He aquí la cana que, junto con otros “imperceptibles”, me habla con certeza del umbral en donde estoy parado. Pero ya no me enfado abuela. Diría incluso que hasta tengo algo de curiosidad. La impunidad de la vejez comienza a seducirme abuela. Hoy me descubrí una cana y me puse estúpidamente feliz.