A los 30 años corroboré lo intuido desde pequeño: no soy bueno para cumplir promesas. Para eso, como para otras muchas cosas, soy un fiasco. Tal es la razón por la que suelo no prometer; hacerlo en mi caso conduce a una puerta falsa.
Cuando cumplí tres décadas supe que mis proyectos, nada inteligentes, se habían ido a la mierda. A partir de entonces me quedó claro que comencé a vivir de más sin mucha idea del porvenir. No cabe duda, ese porvenir fue más que amable conmigo; me obsequió amistades, miradas, sonrisas, cariños, amores, quereres, deseos, palabras, imágenes, paisajes, que me llenaron –y lo siguen haciendo– de alegría y felicidad infinitas que se sumaron a mis quereres y alegrías primordiales de mis veintes. Pero si bien todo eso logró mitigar la incomodidad de haber faltado a la promesa que me hice, no la eliminó.
Hoy llego a otro horizonte con aquella incomodidad a cuestas. Cierto es que lo hago acompañado de la mayoría de quienes alegrías y felicidad me han dado a lo largo de décadas y de años. Lo agradezco tanto. Pero, siempre los malditos peros, arribo a las puertas de un lapso del que quise huir y al que me prometí faltar. Se trata de uno que además me atrae muy poco, casi nada. Mi curiosidad, si acaso existe, hurga en el declive y la decadencia. Sigo viviendo de más pero carezco de lo que hace dos décadas me salvó de mi fallida promesa: una innata tendencia a la pirotecnia. Lo digo sin soberbia, me salía bien.
Dice Silvio en una canción que no sabe ir más allá en días poco inteligentes. Yo me digo que no debí ir más allá. Pero aquí estoy. Sobrio –lo cual en sí mismo es una tragedia– comienzo a observar las capas de polvo que, acumuladas, terminarán por ahogarme. Ojalá fuese antes que después, pero sospecho se trata de una vana ilusión. Es hora de trazar sobre el polvo y ya no más sobre el horizonte: un remedo de arte karensasui y ya no el de la pirotecnia. Que no se me acuse de no saber reinventarme pese a todo, por más que aquella incomodidad sea mi fastidiosa “piedrita” en el zapato.