Entre gitanos no nos leemos las cartas, dice el refrán. En otras palabras, un ratero reconoce a otro tanto como un político a otro. Y se tratan como tal. Una lógica similar es la que provoca desconfianza cuando de la probable desaparición de los fideicomisos se trata, especialmente los del Conacyt y aquellos referidos al desarrollo científico.
Aunque éstos formalmente cuentan con toda una legislación y supervisión que en cierto modo les vuelve transparentes en su operación (ver: https://educacion.nexos.com.mx/?p=2519), nada de eso obstó para que efectivamente en su interior se constituyeran élites, aviadores y demás lindezas que con razón se han esgrimido como motivo fundamental de su posible desaparición. Cierto es que la generalidad de este motivo impidió distingos y diagnósticos apropiados, sin que por ello se invalide el hecho concreto y real de que en ellos hubo beneficiarios que no debieron serlo y que a veces los resultados de proyectos apoyados fueron en verdad magros o inexistentes.
Aceptado sin conceder la generalidad absoluta del motivo, la duda que se impone es exactamente la misma que llevó a su desaparición: no hay nada en el actual gobierno que garantice eso vaya a dejar de suceder. El rezo gubernamental de los principios que se enarbola como mantra es de muy dudosa eficacia, como varios hechos concretos muestran (Villalobos, Guevara, Toledo, Cárdenas, Bueso, etcétera). Este gobierno, ante la urgencia económica y la necesidad política, prescinde de los procedimientos claros que todo gobierno debe tener cuando de dineros, contrataciones y presupuestos se trata. La comparecencia diaria del titular del Ejecutivo para hacer política no quiere decir trasparencia. Incluso podría decirse que su presencia mediática mañanera es un distractor para cualquier ejercicio de esta naturaleza: su estrategia política lo engulle todo. Por lo tanto, no hay elementos reales y concretos que permitan atisbar una operación distinta de la que se acusa en la extinción de estos fideicomisos.
Es evidente que el gobierno actual está necesitado de construir una élite intelectual y académica para los fines que le convengan. Obvia decir, además, que muchos desean formar parte de ella. La saña con la que desde el púlpito se arremete contra la élite intelectual y académica cultivada por los gobiernos anteriores no es otra cosa que la liquidación política de algunos actores para que sus espacios sean ocupados por otros más afines. La parte incofesable de la posible desaparición de los fideicomisos es que forma parte decisiva de esta estrategia. En esto no hay novedad alguna. Podrá discutirse absurdamente si unos valen más la pena que otros, lo cierto es que el actual gobierno tiene la urgencia de liquidar a unos para ensalzar a otros. A la usanza de nuestra política, en tanto que otros gobiernos hicieron lo mismo, no hay nada criticable en que lo haga este gobierno.
Sea como fuere, la duda reside en si aparte de eso hay una idea precisa de una política científica que prevalezca sobre los vaivenes de los gobiernos que se sucederán. Esta fue una de las ideas centrales que dieron origen a los fideicomisos del Conacyt. Puede criticársele y reclamarse con razón todo lo que se quiera a esos fideicomisos, pero el hecho central es que por debajo de las generalizaciones absolutas tan propias del actual gobierno es que hubo un intento que también dio sus resultados relevantes. Desafortunadamente, estos logros han sido invisibilizados por los desvíos y demás, centro del actual discurso político hegemónico.
Puede que el actual gobierno nos sorprenda con una política científica más eficiente y de largo alcance. Puede que no. Pero por ahora la duda es legítima porque hasta hoy no hay indicio alguno que permita meter las manos al fuego de que eso sucederá. La fuerza con que se defiende la desaparición de los fideicomisos no tiene como contrapartida una propuesta concreta, viable e igual de poderosa y sólida que asegure el funcionamiento científico del país más allá de esta administración y las que vienen, sean del signo que sean. Sería un craso error que no la hubiese, que la apuesta fuese permenecer en el poder por treinta años para que exista. Y mucho más grave sería promover la desaparición del desarrollo científico en aras de una ideología que no va más allá de sus protagonistas administrativos. La miopía nunca ha sido una buena apuesta, la altitud de miras sí.
Aunque éstos formalmente cuentan con toda una legislación y supervisión que en cierto modo les vuelve transparentes en su operación (ver: https://educacion.nexos.com.mx/?p=2519), nada de eso obstó para que efectivamente en su interior se constituyeran élites, aviadores y demás lindezas que con razón se han esgrimido como motivo fundamental de su posible desaparición. Cierto es que la generalidad de este motivo impidió distingos y diagnósticos apropiados, sin que por ello se invalide el hecho concreto y real de que en ellos hubo beneficiarios que no debieron serlo y que a veces los resultados de proyectos apoyados fueron en verdad magros o inexistentes.
Aceptado sin conceder la generalidad absoluta del motivo, la duda que se impone es exactamente la misma que llevó a su desaparición: no hay nada en el actual gobierno que garantice eso vaya a dejar de suceder. El rezo gubernamental de los principios que se enarbola como mantra es de muy dudosa eficacia, como varios hechos concretos muestran (Villalobos, Guevara, Toledo, Cárdenas, Bueso, etcétera). Este gobierno, ante la urgencia económica y la necesidad política, prescinde de los procedimientos claros que todo gobierno debe tener cuando de dineros, contrataciones y presupuestos se trata. La comparecencia diaria del titular del Ejecutivo para hacer política no quiere decir trasparencia. Incluso podría decirse que su presencia mediática mañanera es un distractor para cualquier ejercicio de esta naturaleza: su estrategia política lo engulle todo. Por lo tanto, no hay elementos reales y concretos que permitan atisbar una operación distinta de la que se acusa en la extinción de estos fideicomisos.
Es evidente que el gobierno actual está necesitado de construir una élite intelectual y académica para los fines que le convengan. Obvia decir, además, que muchos desean formar parte de ella. La saña con la que desde el púlpito se arremete contra la élite intelectual y académica cultivada por los gobiernos anteriores no es otra cosa que la liquidación política de algunos actores para que sus espacios sean ocupados por otros más afines. La parte incofesable de la posible desaparición de los fideicomisos es que forma parte decisiva de esta estrategia. En esto no hay novedad alguna. Podrá discutirse absurdamente si unos valen más la pena que otros, lo cierto es que el actual gobierno tiene la urgencia de liquidar a unos para ensalzar a otros. A la usanza de nuestra política, en tanto que otros gobiernos hicieron lo mismo, no hay nada criticable en que lo haga este gobierno.
Sea como fuere, la duda reside en si aparte de eso hay una idea precisa de una política científica que prevalezca sobre los vaivenes de los gobiernos que se sucederán. Esta fue una de las ideas centrales que dieron origen a los fideicomisos del Conacyt. Puede criticársele y reclamarse con razón todo lo que se quiera a esos fideicomisos, pero el hecho central es que por debajo de las generalizaciones absolutas tan propias del actual gobierno es que hubo un intento que también dio sus resultados relevantes. Desafortunadamente, estos logros han sido invisibilizados por los desvíos y demás, centro del actual discurso político hegemónico.
Puede que el actual gobierno nos sorprenda con una política científica más eficiente y de largo alcance. Puede que no. Pero por ahora la duda es legítima porque hasta hoy no hay indicio alguno que permita meter las manos al fuego de que eso sucederá. La fuerza con que se defiende la desaparición de los fideicomisos no tiene como contrapartida una propuesta concreta, viable e igual de poderosa y sólida que asegure el funcionamiento científico del país más allá de esta administración y las que vienen, sean del signo que sean. Sería un craso error que no la hubiese, que la apuesta fuese permenecer en el poder por treinta años para que exista. Y mucho más grave sería promover la desaparición del desarrollo científico en aras de una ideología que no va más allá de sus protagonistas administrativos. La miopía nunca ha sido una buena apuesta, la altitud de miras sí.
En suma, ante la inevitabilidad, demos la bienvenida a la (posible) desaparición de los fideicomisos por los motivos esgrimidos (aunque imprecisos por su generalidad). ¿Y luego? Sólo resta desear que nos sorprendan, que nos arranquen los aplausos. Incluso, nos queda desear que suban los sueldos base a profesores e investigadores en el país.