Me sobrecoge la Creación de Adán de Miguel Ángel Buonarroti, o mejor dicho, me sobrecoge el breve y ansioso contacto que allí se va insinuando entre Dios y Adán. Ese apenas tocarse con la punta de un dedo, para ser más preciso, con la yema de un dedo, cifra el significado y la eternidad de toda caricia. La pregunta no es qué pensaba o sintió Adán en ese contacto, sino qué sintió Dios mismo ante la sutil caricia de su creación. Seguramente asombro y dolor, pero un dolor amoroso, puesto que irremediablemente Lilit le venía a la cabeza, aquella su primera creación de la que se enamoró profunda y desesperadamente, y que por eso mismo encarna también la añoranza primera.
Y no obstante allí está Dios, aventurándose a un pequeño roce con su otra creación. Se le ve complacido, pleno. Ese rostro lo he visto repetido al infinito en la caricia de una madre a su hija, del padre a su hijo, de un hombre a una mujer, de una mujer a un hombre, de una mujer a otra, de un hombre a otro. Cada vez que me lo encuentro pienso obsesivamente en ese acto pequeño, casi ínfimo, pero milagroso: cuando la yema del dedo se posa tímida y tiernamente sobre la mejilla del ser amado, vibra inmemorial la eternidad de la primera caricia asombrada y dolorosa de Dios ante lo que él mismo creó. Precisamente por eso toda caricia se consume en sí misma, se acaba apenas la piel deja de arroparse en otra piel. Asombro y dolor amoroso es lo que hay en las caricias que prodigamos en la vida.