viernes, enero 27, 2006

Soledad

Así dijo llamarse, Soledad. Pensé que su nombre era redundante a esas horas y en esa calle. El escenario era de un vacío que se prendía a las entrañas. La noche, el suelo húmedo, las tímidas luces de la entrada de los edificios, el frío, el vaho de la respiración. Todo era en efecto soledad: ni autos pasando ni ruidos ni caminantes noctámbulos salvo nosotros dos.

–¿Fumas? –me preguntó al estar justo frente a mí.

–No, pero traigo cigarros –contesté. En efecto, horas antes me habían dado a guardar una cajetilla de cigarros que permaneció olvidada en la bolsa de mi abrigo. –El problema –le dije– es que no tengo encendedor ni cerillos.

Sonrió, encogió los hombros, y se quedó esperando frente a mí a que le proporcionara uno. Mis manos, torpes y entumidas, intentaron en vano sacar un cigarro de la cajetilla. Así que decidí regalársela. Con mano experta, sacó uno y lo puso en su boca. Miró en rededor de modo pensativo.

–¿Me acompañas a buscar un cerillo? –preguntó en un tono que no era invitación ni orden ni sugerencia.

–Claro –fue mi respuesta.

La búsqueda por supuesto resultó infructuosa por más que caminamos un buen trecho en silencio. No encontramos a quién pedirle lumbre. A un gesto suyo, nos sentamos en la entrada de un edificio.

–¿Cómo te llamas? –pregunté para sacudir el silencio que nos perseguía como mosca. En realidad quería irme de allí.

–Soledad –respondió, con el cigarro en la boca.

Habrá sido lo redundante que me pareció su nombre lo que me hizo quedarme en espera de su plática.

–¿Y qué haces tan solitaria en un lugar solitario Soledad?

Una ligera mueca, parecida a una sonrisa, se dibujó en su rostro.

–Pues eso, viviéndome a mí misma –respondió–. ¿Qué sabes tú de la soledad? –me espetó así, sin más.

–Que es la condición básica del ser humano –respondí sin muchas ganas de explicar mi respuesta. El tono de la plática me empezaba a incomodar.

Me miró largamente. Me sorprendió que en su rostro no hubiese una sola expresión. Su rostro parecía el vacío mismo. Jamás me había encontrado con un rostro que diera cuenta del vacío como el de ella.

–¿Y más allá de esa expresión filosófica que no me dice nada? –preguntó de manera retadora.

No dije una sola palabra. Deslicé la mirada por la calle, los autos estacionados, la basura acumulada en una esquina. Me faltaba el ánimo necesario para dar explicaciones. Solamente tenía ganas de meterme en mi cama y dormir.

–La soledad –dijo Soledad, segura de mi negativa a responder– no es ninguna “condición”. No. Es algo más íntimo que una condición, algo más profundo que una circunstancia. Es como la gruta de mi sexo, del sexo de cualquier mujer quiero decir. Por eso Sabina tiene algo de razón cuando dice que lleva nombre de mujer. La soledad es como el sexo de cualquier mujer: te atrae con sus labios y te devora en una gruta infinita cuya humedad acaba por exprimirte. Pero exprimiéndote crea vida y también muerte. De esas profundidades nacemos todos los seres humanos, y hoy, al igual que siempre, también desde esas profundidades nace la muerte: si antes era Sífilis hoy es Sida.

–Soy mujer –continuó con su voz agradable tras un breve silencio en el que mordió el cigarro para masticar el tabaco. –Y no me estoy declarando culpable de nada: no estoy diciendo que la propagación de las enfermedades de transmisión sexual sea culpa de la mujer. No. Ni tampoco que seamos culpables de la muerte. No. Quiero decir otra cosa más importante: la totalidad nace y muere en nosotras. Y esa totalidad se fragua en las profundidades de la soledad, de la húmeda soledad en la que se alberga el mundo. Por eso la soledad es algo más que una “condición” y que una “circunstancia”: ni se supera ni tampoco se gana mucho lamentándola o intentando en vano ahuyentarla. Somos en ella. Somos de ella. Somos con ella. Por eso el mundo es maravilloso: encontrarse en la soledad restituye su intensidad y nos da cuerpo, nos inyecta la eterna necesidad del otro –dijo, masticando en todo momento el tabaco que con experta paciencia sacaba del cigarro.

El silencio regresó a posarse entre nosotros. La suavidad de su voz parecía acariciar el vaho dejado por sus palabras. No supe qué decirle. De algún modo intuí que su decir tenía múltiples objeciones pero no pude argumentar una sola.

Ella acomodó su cabello, me miró, sonrió. Ahora su expresión lo era todo menos vacío. Se levantó y se fue caminando por su calle solitaria.

Soledad, dijo llamarse, y algo de ella se quedó en mí.