Respondo a un comentario hecho en este Blog.
En general suelo corresponder a quien me saluda. Padezco, cierto, de pésima memoria para nombres y rostros. Hay personas que por una u otra razón las tengo grabadas en mi corazón y puedo, efectivamente, tenerlas siempre presente en mi vida, y por tanto, reconocerlas en todo momento. Hay otras de las que se me queda su rostro en la retina, pero no el nombre ni las circunstancias en que las conocí o el motivo por el cual se me hace familiar su rostro. Esto me sucede con cierta frecuencia con los alumnos: son tantos los que pasan por los salones de clase que me es imposible reconocerlos siempre. En mi descargo debo decir que lo mismo sucedió con mis maestros: muchos de ellos probablemente ni me recuerdan. Sin embargo, cada vez que los veo, los saludo, si no ceremonialmente, sí con la afabilidad suficiente. Y es que pienso que no todos tienen por qué recordarnos. Quiero decir:¿por qué un maestro habrá necesariamente de recordarme a mí?, ¿por qué alguna mujer obligadamente ha de recordar mi mirada?, ¿por qué alguien del público está exigido a recordar exactamente mis palabras dichas en algún auditorio? Nada ni nadie obliga. Claro, están los olvidos obligados, exigidos, necesarios. Pero esa es otra historia... Así que no se me amedrente, y salúdeme cuando me vea perdido en alguna marcha con “agradable compañía” según su decir.