Hace unos días, Don Enrique publicó en el periódico Reforma un artículo de opinión luminoso (“Historia en aerosol”). El objetivo central de su argumentación es convencer al lector de que el camino idóneo para cambios perdurables en el país es la reforma, la acción dentro de las instituciones. Su decir es una refutación “intelectual” a quienes haciendo una lectura “errada” de la historia caen seducidos por la teoría cíclica de la historia y predicen que en 2010 habrá una revolución como las de 1810 y 1910. Se refiere sobre todo a los que enarbolando banderas anarquistas promueven la violencia, haciendo estallar artefactos en sucursales bancarias, y amenazando con el cada vez más famoso: “nos vemos en 2010”.
El artículo me parece luminoso porque pone ante nuestros ojos los esfuerzos intelectuales de un historiador de fuste para defender una causa: la de la democracia liberal, o mejor dicho, lo que don Enrique concibe como tal, y a la que piensa como el producto, si se quiere imperfecto, de la reforma pero no de la revolución. Aunque don Enrique no dice nada que no haya afirmado Octavio Paz hace décadas (véase el discurso que pronunció cuando recibió el premio Alexis de Tocqueville), lo hace con tal entusiasmo que al lector despistado puede convencerlo de la originalidad de sus ideas.
Don Enrique se atribuye a sí mismo una lectura correcta de la historia en comparación con quienes por medio de la violencia, lejos de reivindicar el anarquismo, lo echan al bote de la basura. En su artículo da lugar a una larga cita de un anarquista que afirma, de modo sorprendente, que la violencia hizo que varias de las ideas más importantes del anarquismo fueran relegadas en regímenes como el soviético o el mexicano. Don Enrique sabe perfectamente que una cita fuera de contexto es maliciosamente parcial. Sabe también que esos regímenes procedieron por exclusión en virtud de múltiples causas y que sólo siendo maliciosamente parcial se puede reducirlas a la violencia.
Pero don Enrique, en su “correcta lectura de la historia”, no se limita a citas fuera de contexto. Juega con algo de torpeza el juego vedado a los historiadores: para darle consistencia a su argumentación en favor del reformismo decide incursionar en el “hubiera” de la historia. Afirma que mientras la revolución de 1810 fue “necesaria”, la de 1910 fue “perfectamente evitable”. Hubiese bastado, nos dice, que Díaz dejase a Reyes en el poder para que la revolución de 1910 no estallara. Aquí don Enrique nos repite su devota convicción de que la historia la hacen los grandes hombres (biografía del poder no es título inocente). Nuestro sagaz historiador aborrece a las masas; por eso cree en el reformismo: con tan sólo unos cuantos pactos cupulares la historia iría e irá por buen camino. Por eso, a su leal entender, se equivocan los anarquistas, los que piensan en la revolución, y los que se les ocurre pensar fuera de las instituciones. Las masas no hacen nada que no sea incomodar con absurdos y revoluciones; interrumpen el "curso natural" de los hechos que como ya nos dijo Fukuyama llevan necesariamente al buen puerto de la democracia liberal.
No son pocos los historiadores que al explicar la Revolución mexicana señalan que su estallido fue “inesperado”, fue totalmente sorpresivo, no fue “previsto” ni “visto” por quienes cómodamente vivían en el régimen diseñado por Porfirio Díaz. La miopía antes de la revolución. Sin negarle a don Enrique la certera crítica que hace a la teoría cíclica de la historia, puede ser que sea precisamente aquella miopía la que se repite en los albores del siglo XXI. Quizá no estalle ninguna revolución en 2010, pero la miopía puede ayudarle un poco; ésta no es buena ni para el reformismo. En este sentido es que el artículo de opinión de don Enrique es luminoso: muestra de manera paradigmática cómo el modo “correcto” en que un “empresario intelectual” ve la historia tiene parcialidades tan maliciosas como aquellos agoreros que atribuyen a una fecha un significado trascendente.