Hay quien especulando sobre los orígenes de Todo afirma que “en el principio fue el verbo”. Debo confesar que esta frase me atormenta y persigue desde hace años. Probablemente por incapacidad personal me es sumamente difícil concebir el aliento divino convertido en palabra, creando y creando la realidad que su potestad le permite. Y es que según lo miro, el verbo es también un acto o no es nada. Quiero decir: tras el verbo está el acto; sin éste aquel es imposible. La idea, por supuesto, no es mía; me la obsequió un poeta español (Gabriel Celaya), que maldecía la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales, la poesía que no tomaba partido hasta mancharse. La poesía por él defendida era aquella que con su decir quería dar vida, provocar nuevos actos. La suya, escribió,
No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos.
Ni modo de no hacerle caso al poeta, que es artesano del verbo, de la palabra. Algo sabrá por ese oficio suyo: lo importante es lo que no tiene nombre, los actos en la tierra. Son ellos los que dichos pueden provocar otros actos. Por eso simpatizo con quienes suponen que fue un acto el que inauguró el principio de todos los principios: cuando nada tenía nombre. Sí, me es más cercano el homo-faber que un Dios-logos. Entre dioses y humanos, prefiero a los segundos, y entre estos, por supuesto, a las mujeres
Es el acto el que inaugura, el que crea mundos. Y la palabra una y otra vez aparece rezagada, imposibilitada para designar en su plenitud lo que el acto hace, descubre, esculpe, crea. Quiero decir, puedo recitarle a ella lo que otro poeta escribió alguna vez: te quiero “Donde tu vientre es combo, fugitiva tu espalda, oloroso tu cuerpo”, pero palabra tan precisa no alcanza el absoluto de lo que en ella me pierde.
Así, entre acto y verbo hay un abismo. Decir es siempre ir en pos del imposible, de la incapacidad para designar la plenitud al acto, su multiplicidad, sus aristas infinitas. Pero al mismo tiempo, y precisamente por ello, la palabra, el verbo tiene consistencia. De lo contrario, sólo sería hálito que se pierde en la inmensidad de la nada. La palabra, el verbo, siempre se erige sobre algo, aunque su núcleo lo constituya la imposibilidad de designar la plenitud del acto.
Y no obstante, acto y verbo comparten otro abismo que es el que propiamente me atormenta y persigue. Creo sinceramente que antes del acto y del verbo está la duda. Desde hace mucho tiempo me pregunto si no es ella la que está en el principio; si el hacer o el designar no están precedidos siempre por una duda: ¿qué es esto?, ¿qué hacer ante esto o aquello?, ¿por qué hacer o no hacer tal o cual cosa? De hecho, según una vieja historia cuenta, la historia humana nació precisamente por una duda: gracias a que una mujer se preguntó por qué no, acabó condenando a la humanidad a tener historia, si bien como seres caídos buscando redención, lo cual tiene un encanto peculiar. Tenemos historia por una manzana del árbol del saber. Tenemos historia porque una mujer se preguntó sobre ese saber. Y así ha sido siempre: nos movemos por la duda de una mujer.
Entonces, no el verbo ni el acto sino la duda como principio de principios, como el movimiento más íntimo del espíritu, de la razón, incluso del deseo. Y es que la duda, si es tal, no precisa una respuesta específica, predeterminada, pero sí una respuesta cualquiera. Porque lo propio de la duda no es la cadena sino la libertad, no es la delimitación sino el ensanchamiento. Por eso los hombres libres son los que dudan, los que se preguntan y los que se responden para responderles a los demás. Y lo hacen, primero, con actos, luego con palabras.
Lo que quiero decir es relativamente sencillo: creo que la ruta natural de la libertad y de la creación de mundos es la que marca la sucesión duda-acto-verbo. Lo contrario es el camino de la escolástica, de la política y de la servidumbre: verbo autorizado, acto limitado, duda estrecha, mundo acotado.
Pues bien, sin temor a equivocarme puedo decir que la revista que hoy nos convoca es hija del primer camino. Bitácora nace como resultado de pasos dados desde hace años por el Faro de Oriente. Y éste a su vez no es la creación de un acto amoroso institucional, sino la convergencia de las múltiples respuestas que un caleidoscopio de dudas convocó y fraguó. El Faro de Oriente es en el mejor de los sentidos la expresión más concreta de libertad, la feliz conjunción de dudas y actos. Bitácora llegó mucho después. Habrá quien piense que esta revista tuvo un parto tardío. Yo no comparto esa opinión. Creo sinceramente que sólo después de las dudas y los actos debe venir la palabra. De aquí le viene su consistencia, de aquí le viene su valía: de fijar en verbo lo que sus actos gritan tras dudas creadoras.
Bitácora también ha dado caminado transformándose. Fue primero un esbozo de respuesta ante una duda; luego fue un mero boletín informativo consumido por la comunidad del Faro; y hoy es una revista que además de convocar a su comunidad, sale de “su espacio” para dialogar con los otros, como una Eva que obsequia pecado para generar vida, constituir mundos y crear historias. Por eso, entre otras cosas, su nombre es femenino (ningún viaje vale la pena si no lo inspira una mujer y no lo registra una mirada femenina).
El secreto de Bitácora me parece está en ser resultado de dudas y actos. En este sentido creo pertinente una advertencia: su consistencia proviene de allí y no de otro lado. Olvidar esto sería condenarse a la repetición vacua de palabras y perspectivas, sería transformarse en declamación política, en dogma de fe, en manual de éxito o en páginas de superación personal. Espero sinceramente que esto no lo olvide el equipo editorial de la revista ni el director del Faro ni la comunidad misma de aquel espacio respetable y querido.
Enhorabuena una vez más.
Isaac García Venegas
En el “246”
1 de Octubre de 2009