martes, agosto 07, 2007

Por calentura

Las urbes son objeto de cualquier tipo de alabanzas y denuestos. Hay quienes viven enamorados de sus “modernidades” y los hay que las padecen añorando bucólicos paisajes. Sea como fuere, las urbes regalan historias dignas de conservarse en la memoria porque en ellas se anudan las numerosas contradicciones de toda urbe. Ésta es una de esas.

Todo comenzó con la calentura propia de dos adolescentes. Y cuando digo propia no me refiero al inevitable privilegio de la hormona durante ese lapso de la vida, sino a otra circunstancia que la acompaña: la falta de recursos económicos para cobijarse en un hotel, por un lado, y por otro, la pena que ello implica, particularmente en la ciudad de México, sobre todo desde que en los puestos ambulantes del Eje Central o Tepito es posible encontrar, por módico precio, clandestinas filmaciones caseras en los hoteles pasionales de Tlalpan, la colonia Doctores, Sullivan y otros más que fungen de niditos sexuales.

Estos adolescentes, sin ganas de ser filmados, sin dinero, y con la pena inmemorial de una cultura católica que condena cualquier acercamiento sexual antes del matrimonio, pero con enormes ganas de gozarse el uno al otro, decidieron inundar con su pasión la fría noche del Parque de los Venados. Las bancas, las veredas, los caminos, recibían con singular alegría la temperatura de sus besos y caricias. Todo era idílico, una maravilla, hasta que llegó una de las realidades citadinas justo para golpear en ese hermoso sueño urbano. Los adolescentes no atinaban qué hacer cuando una voz pastosa les exigió dinero, celulares, y “esa guitarrita” que la chica traía como testimonio de su profesión.

La “guitarrita”, como había llamado el asaltante al instrumento que presumía estaba guardado en un estuche pequeño de curvas similares a las de la chica, no era tal cosa, sino un violín, y probablemente de los más caros que se fabrican en este país. El monto de la “guitarrita” alcanzaba los 40 mil pesos, que tímidas y calenturientas manos de chica desquitaban con gran destreza. Ambos adolescentes estaban convencidos de darlo todo, el dinero, los celulares, incluso la honra de ambos, pero nada más de imaginar el robo de tan delicado instrumento, el estómago se les revolvía con violencia. Por desgracia, no hubo nada que hacer. El asaltante se perdió en la oscuridad con un par de billetes, dos celulares de tarjeta, y la “guitarrita” en cuestión.

Al llegar a casa de su tía, la adolescente recibió una retahíla de reclamos precisamente por andar de calenturienta en un parque, cuya consecuencia había sido tan costosa. Todos los familiares recibieron la consabida llamada que les informó de lo sucedido, previa limpia de la “parte indecorosa” del anécdota. El tío, de dudosa reputación, diestro en los vericuetos de la delincuencia de esta ciudad, inmediatamente llamó al celular de la sobrina para recibir la respuesta de una voz aún pastosa. Tras amable plática que sirvió al tío para evaluar que se hallaba ante un asaltante de poca monta, ofreció a cambio de la “guitarrita” la fabulosa cantidad de 600 pesos. Al otro lado de la línea, la voz pastosa se alegró de la cantidad que habría de recibir e inmediatamente acordó con el tío un punto de entrega.

Ante una situación de desgracia, la familia opera como una nube protectora. Pero en una urbe esta nube se revela como lo que es: humo cuya sombra se evapora con facilidad, particularmente en hogares rotos, cuando la comunicación no es precisamente una virtud. El padre de la adolescente, al enterarse del robo, tuvo exactamente la misma idea que el tío: llamó al celular de la hija y ofreció a la voz pastosa la extraordinaria suma de dos mil pesos. El asaltante, que sin duda era vicioso pero no pendejo, sospechó que se trataba de una trampa o bien que la “guitarrita” valía mucho más de lo que le ofrecían. Sobra decir que no se presentó a la cita ni con el tío ni con el padre. Mientras tanto, a regañadientes y con la resignación de quien no tuvo éxito ante los ojos de su hija, la fallida figura del héroe, el padre, decidió ir a levantar un acta en el tormentoso Ministerio Público de esta ciudad.

Para la adolescente la experiencia fue traumática. En su inconsciente rápidamente se generaba una asociación peligrosa: calentura igual a peligro, pena-robo, culpabilidad en todos los sentidos. Pero el azar, que en cualquier urbe es diosa suprema, vino a restituirle la estima y a liberarla de la culpa por la misma vía que todo había empezado: la calentura.

Aun con su dimensión inasible, la ciudad de México conserva el rastro y la traza de lo que una vez fue una ciudad pequeña. En su primer cuadro los comerciantes se organizan según su especialidad. En una sola calle se concentran las casas de artículos musicales. La comunidad musical no es numerosa en semejante urbe y todos acuden a las mismas tiendas a comprar lo que necesitan.

Tiempo después de aquel robo, a sugerencia de un colega, el padre de la adolescente decidió acudir a una tienda musical en la que la dependiente era una belleza digna de ser conquistada, estrujada, recorrida palmo a palmo en sus curvas. Es difícil saber si lo que imperó en aquel día en particular fue la necesidad musical o la necesidad hormonal que exige sacudirse la soledad de la cama. El padre se paseaba por toda la tienda, con un ojo en los instrumentos y otro en las curvas de la que caminaba tras el mostrador. Eligió una pregunta trivial, de esas de: ¿me puede mostrar esas cuerdas de tripa de gato por favor, que me han dicho que son maravillosas para los violines?, cuando escuchó precisamente el dulce sonido de un violín.

Dicen los que saben que el “sonido” de un instrumento cualquiera es como una huella digital: infalsificable. El padre de la adolescente, músico al fin, reconoció de inmediato el instrumento hurtado a su hija. Cuidadosamente solicitó a la dependiente que le mostrara el violín que alguien probaba en un lugar incierto de la bodega. La dependiente, esperanzada en vender a un precio extraordinariamente elevado aquel violín que recién había adquirido por cinco mil pesos, se lo llevó. Al mostrárselo, con hábil palabra, de conocedora de música, dijo al padre de la adolescente todas las virtudes de aquel violín, a lo que el padre respondió: “sí, lo sé, yo mismo se lo compré a mi hija y recién se lo robaron. Este es el violín de mi hija, devuélvemelo”. La dependiente, sorprendida, hizo sonar alguna alarma silenciosa a la que inmediatamente respondió con su presencia lo que habría de ser su empleado pero que parecía guarura. Tras una larga discusión la dependienta se negó a regresar el violín. Como remota posibilidad, exigió el monto de su inversión para devolver aquel instrumento.

El padre de la adolescente, probablemente meditando en la extraordinaria posibilidad de volver a ser un héroe ante su hija, no transigió. Salió de la tienda con la manida frase de todo héroe que pretende regresar por sus fueros: “¡volveré y se arrepentirán!”. Y efectivamente, volvió horas más tarde con la factura del violín y el acta de robo levantada en el Ministerio Público semanas antes, y con un par de judiciales acompañándolo. Al mostrar la factura y el acta, la dependiente se empecinó en su dicho de que el violín que no era robado y que no estaba dispuesta a devolver nada. Tal vez apostaba a la infalibilidad de su belleza. Por desgracia, ese día en particular, los judiciales estaban dispuestos a cumplir con su deber y sin pestañear se la llevaron al Ministerio Público.

Allí, en esas oficinas ominosas, sucedió lo increíble: dado que el monto estipulado en la factura del violín pasaba con creces la cantidad de 5 mil pesos, el juez decidió que la dependiente, por vender cosas robadas, había de ir a parar a la cárcel sin derecho a fianza. El padre de la hija tuvo entonces un triunfo amargo: llegó a la casa en que su hija vivía con violín en mano, lo cual fue motivo de alegría indecible para todos, pero dejó a la comunidad musical masculina sin el trofeo a conquistar en lance medieval. De la misma forma, el asaltante real, el de la voz pastosa, quedó libre de culpa pues desapareció en las dimensiones inasibles de la ciudad de México. El padre siguió en la soledad de su cama, y la hija, sin dinero y con la misma vergüenza para entrar a un hotel, recuperó su estima y ganó algo más: la prudencia. Ahora se la ve dando calor en ese y otros parques pero ya sin “guitarrita” ni celulares ni dinero. Como dice quien me contó esta historia: todo por calientes. Ni qué decir, así también se mueve el mundo: por calentura.

Isaac García Venegas.
Texto original del blog: con los pies en el fango. Febrero 2007