Viejas consignas: los nuevos tiempos exigen nuevas definiciones. Tomando al pie de la letra estos reiterados decires en corrillos políticos, habría que considerarlos seriamente y acuñar un nuevo concepto que defina a nuestros políticos. Estas líneas son un intento y una propuesta.
Hubo un tiempo en que a los políticos se les acusó de ser dinosaurios: su permanencia en el escenario político se perdía en los remotos orígenes de los tiempos. Curiosamente, el concepto servía para calificar a los políticos del régimen pero no a los que en escenarios propios de la “oposición” llevaban largos años monopolizando sus espacios. Hoy los “dinos” parecen haberse extinguido producto de la vida y la “incipiente” democracia que vivimos. Su muerte ha despejado el camino para la aparición del político de nuevo tipo, que no obstante parece vieja consigna.
Se trata de un político cuya característica principal es ser “instantáneo”. Lo es no sólo por comparación con la longeva vida de los “dinos”, sino porque le basta organizar festivales, juntar unas cuantas sillas, crear una pequeña red de “amigos” basada por lo general en el clientelismo de viejo y nuevo cuño, para reivindicar la necesidad de ocupar un espacio para “representar” a sus “interesados”.
Comparte con sus predecesores una sólida ignorancia que, a su juicio, es involuntaria y hasta cierto punto bien intencionada, puesto que las exhaustivas tareas de organización le impiden no digamos ya estudiar, sino leer algo más que los periódicos afines al partido de su interés. No es capaz de quemar libros al estilo de los fascistas (sabe que precisa de guardar las formas), pero gusta de encasillarlos y amontonarlos lejos de la palestra del debate político. La eficacia de su analfabetismo funcional es tal que no encuentra la ventaja de gastar preciosas horas frente a hojas llenas de símbolos.
En suma, está convencido de que la política no es un asunto de estudio, sino de “intuición”. Su negativa a profesionalizar la política, correcta en más de un sentido, es la otra cara de la afirmación de una peculiar virtud innata: se es “animal político” o no se es. Pero la “animalidad política” que reivindica no es la aristotélica, sino la de la praxis informal en los espacios de la política formal. La contradicción, aunque obvia, le pasa inadvertida: lo que niega es la “profesionalización política” que le excluye, pero defiende la “animalidad política” que le permite excluir a los que, según su leal juicio, carecen de ella. Sea cual fuere la vía, la profesionalización o la virtud innata, la política es su habitat y consta de ciertas parcelas exclusivas a las que no todos tienen acceso.
Le preocupa la contaminación, pero menos por motivos ecológicos que por conveniente “memoria histórica”: no quiere que le pase como a los dinosaurios. Para evitar la posibilidad de su extinción, prefiere acotar perfectamente sus parcelas (de feraz retribución económica), y exige a quienes desean entrar a “su mundo” una serie de actitudes “políticamente correctas” acorde con los nuevos tiempos democráticos.
Básicamente, ha llevado la maestría del disfraz a alturas nunca antes vistas: al servilismo hoy lo llama servicio; sabe que es el nuevo modo de moldear a los neófitos para que no sean un riesgo para el habitat que les da sustento y prestigio.
El nuevo servicio contiene los mismos elementos que antaño sólo que con nuevo atuendo: a la actitud sumisa, que por definición resulta acrítica, le llama “formación”; a la creación de un espectro ideal deseable para el neófito no le llama teatralización, sino “representación” de una vida mejor; a la codicia hoy le llama “retribución”; al fracaso lo sublima como “aprendizaje”; el corporativismo lo trasmuta en “cuatitud”; y a la connivencia le llama trabajo en equipo. Pero sobre todo, a la “putería” de antaño hoy la asume como “liberación” y “ejercicio volutario” del cuerpo cuya finalidad no es “escalar” sino “compartir”.
Sus decisiones, más reacciones que acciones (las primeras suponen más pasión que inteligencia, más fe que convicción), poseen el halo de la calentura. Si antes se mataba “en caliente” para saldar disputas, ahora se responde “en caliente” a cualquier circunstancia respetando la “calentura” de los demás. Lo peculiar es que el punto de ebullición no culmina un largo proceso de “cocina”, sino que acaba por ablandar la lógica insípida con la que se conducen. Una lógica hecha de conceptos vacuos que en otros ámbitos se acuñaron para explicar la complejidad de la vida social. Así, lo multi, lo relativo, lo diverso, son en su decir simplemente muletillas para justificar su posición privilegiada en estos nuevos mundos democráticos en los que, por arte de magia y gracias a su miopía, desaparece el mercado capitalista.
Así es pues el político maruchan: instantáneo, caliente e insípido.
(Publicado originalmente en el blog Con los pies en el fango el 17 de julio de 2007)
Isaac García Venegas
Dice Tabucchi: los libros de viaje "poseen la virtud de ofrecer un doquier teórico y plausible a nuestro donde imprescindible y rotundo". Hay muchos tipos de viajes: los internos, los externos, los marginales. Este blog quiere llenarse de estos viajes, e invita a que otros sean también, con sus viajes, un doquier para mi donde.
miércoles, agosto 29, 2007
domingo, agosto 26, 2007
Dedología
Me sorprende encontrar de nueva cuenta el uso de ciertas expresiones de las manos para denotar estados de ánimo. Si antes era extraño hallar el uso del dedo pulgar hacia arriba en lugares que no fueran hangares o donde la comunicación a señas era indispensable, hoy este uso se extiende de manera natural. Lo he visto en EU y aquí en México. El caso me resulta curioso.
Cielo e infiernos
El dedo pulgar hacia arriba o hacia abajo definía vida o muerte. La seña, quizá trivializada por todas las historias que nos han contado sobre Nerón, particularmente en celuloide, muy probable implicaba algo más. Arriba y abajo son dos referentes culturales casi universales. Por eso no es extraño que la seña que otorgaba vida o que hoy designa algo “correcto”, apunte hacia arriba. Tampoco lo es que el signo de muerte apunte hacia abajo, hacia la tierra, hacia los infiernos, cualquiera que sea su designación particular. Época de dioses y demonios, cielos e infiernos, se traslada serpenteando por los tiempos, para llegar, truncada, como mero designio de que algo está bien.
Autoritarismo y rumbo
El dedo índice, en cambio, no aprueba ni desaprueba. Al señalar acusa; es propio del emperador o del juez que cree en la infalibilidad de su propia opinión. Por eso no deja de sorprender que aún se utilice en el salón de clase para otorgar la palabra. Símbolo del orden, resulta en cierto modo instrumento del autoritarismo. Pero no sólo. Señalando también sugiere derrotero o anuncia sorpresa. Lo primero es simplemente una modalidad de autoridad; lo segundo, en cambio, apunta al desconcierto. La paradoja es evidente: el índice señalando lo mismo presume de autoridad que de falta de ella.
Pergeñar la democracia
Mas el dedo índice cumple otra función cuando no señala sino hacia los cielos. Agitado, enfatizando el gesto mismo, hay quien hace uso del dedo índice señalando hacia arriba símbolo de adoctrinamiento. Enfatizar lo que se dice con este gesto parece ser un sustituto de la vara que antes fungía como amenaza para quien no aprendía. Blandir la vara y agitar el dedo son transformaciones de un mismo gesto. En cambio, el dedo sin agitar, con brazo estirado, es quizá el símbolo más concreto del proceso democratizador: no sólo es pedir la palabra a una autoridad que la otorga, sino es el reconocimiento mismo de la posibilidad de usar la palabra, y en ese sentido, reafirmar la presencia misma de uno en el mundo. Significativo resulta que sea también señalando al cielo como se procede: tal pareciese que la democracia se asocia con los cielos. ¿Será?
Isaac García Venegas
Cielo e infiernos
El dedo pulgar hacia arriba o hacia abajo definía vida o muerte. La seña, quizá trivializada por todas las historias que nos han contado sobre Nerón, particularmente en celuloide, muy probable implicaba algo más. Arriba y abajo son dos referentes culturales casi universales. Por eso no es extraño que la seña que otorgaba vida o que hoy designa algo “correcto”, apunte hacia arriba. Tampoco lo es que el signo de muerte apunte hacia abajo, hacia la tierra, hacia los infiernos, cualquiera que sea su designación particular. Época de dioses y demonios, cielos e infiernos, se traslada serpenteando por los tiempos, para llegar, truncada, como mero designio de que algo está bien.
Autoritarismo y rumbo
El dedo índice, en cambio, no aprueba ni desaprueba. Al señalar acusa; es propio del emperador o del juez que cree en la infalibilidad de su propia opinión. Por eso no deja de sorprender que aún se utilice en el salón de clase para otorgar la palabra. Símbolo del orden, resulta en cierto modo instrumento del autoritarismo. Pero no sólo. Señalando también sugiere derrotero o anuncia sorpresa. Lo primero es simplemente una modalidad de autoridad; lo segundo, en cambio, apunta al desconcierto. La paradoja es evidente: el índice señalando lo mismo presume de autoridad que de falta de ella.
Pergeñar la democracia
Mas el dedo índice cumple otra función cuando no señala sino hacia los cielos. Agitado, enfatizando el gesto mismo, hay quien hace uso del dedo índice señalando hacia arriba símbolo de adoctrinamiento. Enfatizar lo que se dice con este gesto parece ser un sustituto de la vara que antes fungía como amenaza para quien no aprendía. Blandir la vara y agitar el dedo son transformaciones de un mismo gesto. En cambio, el dedo sin agitar, con brazo estirado, es quizá el símbolo más concreto del proceso democratizador: no sólo es pedir la palabra a una autoridad que la otorga, sino es el reconocimiento mismo de la posibilidad de usar la palabra, y en ese sentido, reafirmar la presencia misma de uno en el mundo. Significativo resulta que sea también señalando al cielo como se procede: tal pareciese que la democracia se asocia con los cielos. ¿Será?
Isaac García Venegas
viernes, agosto 24, 2007
Argüende (Presentación y comentario)
Presentación
Raquel Serur Smeke es para todo fin práctico doctora en todo: en investigación, en docencia, en vida. Lo suyo son las letras, y no sólo las inglesas, como lo demuestra su investigación en curso sobre “La regenta” de Leopoldo Alas Clarín. Sus pasos la han llevado del nuevo al viejo mundo y de regreso. Su decir, que a mí me gusta mucho, ha alcanzado oídos en el norte, particularmente en el Centro Fernand Braudel de la Universidad de Nueva York, donde fue investigadora invitada, y obviamente en el sur. Su palabra, siempre precisa y correcta, ha llenado numerosas páginas de artículos y capítulos que ávidos ojos escudriñan. Sus ideas han contribuido a proyectos tan importantes como la revista Debate Feminista; el Sistema Universidad Abierta de esta facultad, que tanto le debe a su empeño; y este mismo seminario de la modernidad que ha visto gracias a sus esfuerzos compartidos con Ignacio Díaz de la Serna, la realización de este Coloquio “La americanización de la modernidad”.
Comentario
Argüende
En la inauguración de este coloquio, hace dos días, se habló de las “co-madres”, en referencia al diálogo necesario y fructífero entre las ciencias “duras” y las “humanidades”. Ayer esta idea se reiteró en la facultad de Ciencias, sede por un día de este Coloquio. Podría decirse, para no perder el tono “juguetón”, que el argüende ha resultado interesante: riguroso, sabrosamente reflexivo, tenso a veces, y por fortuna hilarante en otras.
En lo personal, me parece una coincidencia afortunada que en su intervención Raquel se haya ocupado de un escritor que en su formación conjuga, precisamente, estas dos “formas” de ver el mundo en apariencia incompatibles: las matemáticas y la literatura, la programación y la escritura. Y digo en “apariencia” porque tanto la obra de Coetzee como la realización misma de este coloquio, echan por tierra superficialidades y apariencias.
Pero en el caso concreto de Coetzee, el “argüende” resultante de este diálogo interno de “co-madres” es, como aquí se ha señalado, dolorosamente nítido, y por supuesto, incómodo (tan lo es que, nos cuenta Raquel, Coetzee padece en su tierra aquel “ninguneo” del que hablaba Octavio Paz como dinámica de nuestro mundo intelectual). Nitidez, por cierto, que también Raquel nos ha obsequiado en el análisis de dos de las obras de Coetzee.
“No soy –declaró Coetzee en alguna ocasión– un heraldo de mi comunidad ni nada parecido. Tan sólo soy alguien que vislumbra la libertad (como cualquier prisionero lo hace) y construye representaciones de personas que sacuden sus cadenas y voltean su cara hacia la luz”. Sin embargo, no cualquier persona proviene de una realidad tan terrible como el apartheid sudafricano; ni tampoco cualquiera, particularmente si es blanco, la padece con tan dolorosa claridad; ni mucho menos cualquiera hace un uso tan espléndido de la lengua para iluminar su profunda injusticia. La tentación de ver un heraldo en quien posee estas características es muy fuerte, y se acrecenta cuando temas como los de la frontera entre la civilización y la barbarie; la abominable institucionalización de un sistema que concibe la separación y la jerarquía racial como naturales; y el futuro posible ante la desaparición de esos ignominiosos referentes, se aluden de manera directa o indirecta en sus obras.
Pero Raquel no sucumbe a esta tentación. No lo enarbola como la “voz de la liberación” ni tampoco lo sugiere como el escritor “llamado” a transformar la realidad de su país siendo electo presidente por la Asamblea Nacional y el Consejo Nacional de Provincias de Sudáfrica. Efectivamente, convertir a Coetzee en “heraldo de su comunidad” sería despojarlo de esa “universalidad” que Raquel le encuentra, de “minimizar” la voz magistral de quien ha vivido y vive un mundo aberrante.
Me parece que Raquel Serur tiene razón al encontrar la clave de la “universalidad” de la literatura de Coetzee en la expansión del capitalismo que, hoy por hoy, lleva la huella indeleble del “modo americano” y su irremediable dinámica, cuya lógica parece cada vez más cierta: la erección de una última frontera entre los “humanos”, claramente reconocibles por el “aura” que les otorga su “éxito económico” , y los “subhumanos” o “no humanos” que, por no ser los elegidos, merecen estar del otro lado, del lado en que se asmilan a naturaleza explotable. O como lo declaró hace algún tiempo el ejecutivo de Sun Microsystems, John Gage: dentro de muy poco el dilema será “To have lunch or to be lunch”, es decir, la frontera entre “comer o ser comido”. Esta abominación no es, por desgracia, ficción, sino programa.
De aquí que la literatura de Coetzee tenga tanta fuerza, sobre todo en países de habla hispana. En este sentido, quizá pueda especularse si el mentado muro en la frontera mexicana no es ya la “piedra” experimental de aquella última frontera. Pero esta literatura y la perspectiva desde la cual es abordada por Raquel, debiera importar también al primer mundo, puesto que ambas pueden muy bien ubicarse en Nueva Orleáns hace prácticamente dos años, cuando el huracán katrina puso en evidencia que esta frontera también cruza por territorios interiores de Estados Unidos.
Pero como bien dice el mismo Coetzee, su literatura también habla de la libertad: es la nobleza de Michael K. con labio leporino en un mundo aberrante, su atarse a la tierra, sus semillas de calabaza; es la vergüenza y el asco convertido en cáncer que a la señora Curren le provoca la realidad de su país y del apartheid, es su negativa a “morir sucia” en La edad de hierro; es en fin Elizabeth Costello diciendo a Paul Reyment en Hombre lento: “No, no […] hay [amor]. Ni en sus manos ni en su corazón. Un corazón escondido, así es como yo lo llamo. ¿Cómo vamos a sacar su corazón de su escondite? Esa es la cuestión”. En efecto, hoy como siempre, hasta el amor, con toda y su bella irracionalidad, es un acto de libertad, y en tanto que tal en un mundo mercantilizado y urgido de fronteras últimas, un acto de resistencia profundamente humano. ¿Cómo le hacemos Raquel, para sacar nuestros corazones del escondite?, ¿cómo le hacemos para derribar aquella frontera última?, ¿cómo le hcemos para sacar a la humanidad acorralada en el orbe inclemente de la mercancía? Tal vez ésta y otras preguntas te quieren hacer y gustes respoder.
Isaac García Venegas. 23 de agosto de 2007. Aula Magna. Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
Raquel Serur Smeke es para todo fin práctico doctora en todo: en investigación, en docencia, en vida. Lo suyo son las letras, y no sólo las inglesas, como lo demuestra su investigación en curso sobre “La regenta” de Leopoldo Alas Clarín. Sus pasos la han llevado del nuevo al viejo mundo y de regreso. Su decir, que a mí me gusta mucho, ha alcanzado oídos en el norte, particularmente en el Centro Fernand Braudel de la Universidad de Nueva York, donde fue investigadora invitada, y obviamente en el sur. Su palabra, siempre precisa y correcta, ha llenado numerosas páginas de artículos y capítulos que ávidos ojos escudriñan. Sus ideas han contribuido a proyectos tan importantes como la revista Debate Feminista; el Sistema Universidad Abierta de esta facultad, que tanto le debe a su empeño; y este mismo seminario de la modernidad que ha visto gracias a sus esfuerzos compartidos con Ignacio Díaz de la Serna, la realización de este Coloquio “La americanización de la modernidad”.
Comentario
Argüende
En la inauguración de este coloquio, hace dos días, se habló de las “co-madres”, en referencia al diálogo necesario y fructífero entre las ciencias “duras” y las “humanidades”. Ayer esta idea se reiteró en la facultad de Ciencias, sede por un día de este Coloquio. Podría decirse, para no perder el tono “juguetón”, que el argüende ha resultado interesante: riguroso, sabrosamente reflexivo, tenso a veces, y por fortuna hilarante en otras.
En lo personal, me parece una coincidencia afortunada que en su intervención Raquel se haya ocupado de un escritor que en su formación conjuga, precisamente, estas dos “formas” de ver el mundo en apariencia incompatibles: las matemáticas y la literatura, la programación y la escritura. Y digo en “apariencia” porque tanto la obra de Coetzee como la realización misma de este coloquio, echan por tierra superficialidades y apariencias.
Pero en el caso concreto de Coetzee, el “argüende” resultante de este diálogo interno de “co-madres” es, como aquí se ha señalado, dolorosamente nítido, y por supuesto, incómodo (tan lo es que, nos cuenta Raquel, Coetzee padece en su tierra aquel “ninguneo” del que hablaba Octavio Paz como dinámica de nuestro mundo intelectual). Nitidez, por cierto, que también Raquel nos ha obsequiado en el análisis de dos de las obras de Coetzee.
“No soy –declaró Coetzee en alguna ocasión– un heraldo de mi comunidad ni nada parecido. Tan sólo soy alguien que vislumbra la libertad (como cualquier prisionero lo hace) y construye representaciones de personas que sacuden sus cadenas y voltean su cara hacia la luz”. Sin embargo, no cualquier persona proviene de una realidad tan terrible como el apartheid sudafricano; ni tampoco cualquiera, particularmente si es blanco, la padece con tan dolorosa claridad; ni mucho menos cualquiera hace un uso tan espléndido de la lengua para iluminar su profunda injusticia. La tentación de ver un heraldo en quien posee estas características es muy fuerte, y se acrecenta cuando temas como los de la frontera entre la civilización y la barbarie; la abominable institucionalización de un sistema que concibe la separación y la jerarquía racial como naturales; y el futuro posible ante la desaparición de esos ignominiosos referentes, se aluden de manera directa o indirecta en sus obras.
Pero Raquel no sucumbe a esta tentación. No lo enarbola como la “voz de la liberación” ni tampoco lo sugiere como el escritor “llamado” a transformar la realidad de su país siendo electo presidente por la Asamblea Nacional y el Consejo Nacional de Provincias de Sudáfrica. Efectivamente, convertir a Coetzee en “heraldo de su comunidad” sería despojarlo de esa “universalidad” que Raquel le encuentra, de “minimizar” la voz magistral de quien ha vivido y vive un mundo aberrante.
Me parece que Raquel Serur tiene razón al encontrar la clave de la “universalidad” de la literatura de Coetzee en la expansión del capitalismo que, hoy por hoy, lleva la huella indeleble del “modo americano” y su irremediable dinámica, cuya lógica parece cada vez más cierta: la erección de una última frontera entre los “humanos”, claramente reconocibles por el “aura” que les otorga su “éxito económico” , y los “subhumanos” o “no humanos” que, por no ser los elegidos, merecen estar del otro lado, del lado en que se asmilan a naturaleza explotable. O como lo declaró hace algún tiempo el ejecutivo de Sun Microsystems, John Gage: dentro de muy poco el dilema será “To have lunch or to be lunch”, es decir, la frontera entre “comer o ser comido”. Esta abominación no es, por desgracia, ficción, sino programa.
De aquí que la literatura de Coetzee tenga tanta fuerza, sobre todo en países de habla hispana. En este sentido, quizá pueda especularse si el mentado muro en la frontera mexicana no es ya la “piedra” experimental de aquella última frontera. Pero esta literatura y la perspectiva desde la cual es abordada por Raquel, debiera importar también al primer mundo, puesto que ambas pueden muy bien ubicarse en Nueva Orleáns hace prácticamente dos años, cuando el huracán katrina puso en evidencia que esta frontera también cruza por territorios interiores de Estados Unidos.
Pero como bien dice el mismo Coetzee, su literatura también habla de la libertad: es la nobleza de Michael K. con labio leporino en un mundo aberrante, su atarse a la tierra, sus semillas de calabaza; es la vergüenza y el asco convertido en cáncer que a la señora Curren le provoca la realidad de su país y del apartheid, es su negativa a “morir sucia” en La edad de hierro; es en fin Elizabeth Costello diciendo a Paul Reyment en Hombre lento: “No, no […] hay [amor]. Ni en sus manos ni en su corazón. Un corazón escondido, así es como yo lo llamo. ¿Cómo vamos a sacar su corazón de su escondite? Esa es la cuestión”. En efecto, hoy como siempre, hasta el amor, con toda y su bella irracionalidad, es un acto de libertad, y en tanto que tal en un mundo mercantilizado y urgido de fronteras últimas, un acto de resistencia profundamente humano. ¿Cómo le hacemos Raquel, para sacar nuestros corazones del escondite?, ¿cómo le hacemos para derribar aquella frontera última?, ¿cómo le hcemos para sacar a la humanidad acorralada en el orbe inclemente de la mercancía? Tal vez ésta y otras preguntas te quieren hacer y gustes respoder.
Isaac García Venegas. 23 de agosto de 2007. Aula Magna. Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
domingo, agosto 19, 2007
Autocrítica
El show culmina y uno se queda con una fuerte sensación de vacío. Si lo propio de la izquierda es la crítica de la realidad, y si fuese éste el único distintivo posible de la izquierda en un mundo carente de definiciones, entonces habría que conceder su muerte dados los relatos que existen en torno al partido que se decía a sí mismo de izquierda. A esas banderas negras y amarillas les haría bien atender un poema de JEP:
A la orilla del Ganges aguardé,
por espacio de cuatro siglos,
el cadáver de mi enemigo.
Vi pasar en el agua restos de imperios,
pero no los despojos de mi enemigo.
En el proceso me volví piedra, planta, raíz
y luego un poco de basura flotante
que se llevó entre sus ondas el Ganges.
Qué decepción: jamás me vi pasar,
nunca supe que yo era mi enemigo.
A la orilla del Ganges aguardé,
por espacio de cuatro siglos,
el cadáver de mi enemigo.
Vi pasar en el agua restos de imperios,
pero no los despojos de mi enemigo.
En el proceso me volví piedra, planta, raíz
y luego un poco de basura flotante
que se llevó entre sus ondas el Ganges.
Qué decepción: jamás me vi pasar,
nunca supe que yo era mi enemigo.
martes, agosto 07, 2007
Por calentura
Las urbes son objeto de cualquier tipo de alabanzas y denuestos. Hay quienes viven enamorados de sus “modernidades” y los hay que las padecen añorando bucólicos paisajes. Sea como fuere, las urbes regalan historias dignas de conservarse en la memoria porque en ellas se anudan las numerosas contradicciones de toda urbe. Ésta es una de esas.
Todo comenzó con la calentura propia de dos adolescentes. Y cuando digo propia no me refiero al inevitable privilegio de la hormona durante ese lapso de la vida, sino a otra circunstancia que la acompaña: la falta de recursos económicos para cobijarse en un hotel, por un lado, y por otro, la pena que ello implica, particularmente en la ciudad de México, sobre todo desde que en los puestos ambulantes del Eje Central o Tepito es posible encontrar, por módico precio, clandestinas filmaciones caseras en los hoteles pasionales de Tlalpan, la colonia Doctores, Sullivan y otros más que fungen de niditos sexuales.
Estos adolescentes, sin ganas de ser filmados, sin dinero, y con la pena inmemorial de una cultura católica que condena cualquier acercamiento sexual antes del matrimonio, pero con enormes ganas de gozarse el uno al otro, decidieron inundar con su pasión la fría noche del Parque de los Venados. Las bancas, las veredas, los caminos, recibían con singular alegría la temperatura de sus besos y caricias. Todo era idílico, una maravilla, hasta que llegó una de las realidades citadinas justo para golpear en ese hermoso sueño urbano. Los adolescentes no atinaban qué hacer cuando una voz pastosa les exigió dinero, celulares, y “esa guitarrita” que la chica traía como testimonio de su profesión.
La “guitarrita”, como había llamado el asaltante al instrumento que presumía estaba guardado en un estuche pequeño de curvas similares a las de la chica, no era tal cosa, sino un violín, y probablemente de los más caros que se fabrican en este país. El monto de la “guitarrita” alcanzaba los 40 mil pesos, que tímidas y calenturientas manos de chica desquitaban con gran destreza. Ambos adolescentes estaban convencidos de darlo todo, el dinero, los celulares, incluso la honra de ambos, pero nada más de imaginar el robo de tan delicado instrumento, el estómago se les revolvía con violencia. Por desgracia, no hubo nada que hacer. El asaltante se perdió en la oscuridad con un par de billetes, dos celulares de tarjeta, y la “guitarrita” en cuestión.
Al llegar a casa de su tía, la adolescente recibió una retahíla de reclamos precisamente por andar de calenturienta en un parque, cuya consecuencia había sido tan costosa. Todos los familiares recibieron la consabida llamada que les informó de lo sucedido, previa limpia de la “parte indecorosa” del anécdota. El tío, de dudosa reputación, diestro en los vericuetos de la delincuencia de esta ciudad, inmediatamente llamó al celular de la sobrina para recibir la respuesta de una voz aún pastosa. Tras amable plática que sirvió al tío para evaluar que se hallaba ante un asaltante de poca monta, ofreció a cambio de la “guitarrita” la fabulosa cantidad de 600 pesos. Al otro lado de la línea, la voz pastosa se alegró de la cantidad que habría de recibir e inmediatamente acordó con el tío un punto de entrega.
Ante una situación de desgracia, la familia opera como una nube protectora. Pero en una urbe esta nube se revela como lo que es: humo cuya sombra se evapora con facilidad, particularmente en hogares rotos, cuando la comunicación no es precisamente una virtud. El padre de la adolescente, al enterarse del robo, tuvo exactamente la misma idea que el tío: llamó al celular de la hija y ofreció a la voz pastosa la extraordinaria suma de dos mil pesos. El asaltante, que sin duda era vicioso pero no pendejo, sospechó que se trataba de una trampa o bien que la “guitarrita” valía mucho más de lo que le ofrecían. Sobra decir que no se presentó a la cita ni con el tío ni con el padre. Mientras tanto, a regañadientes y con la resignación de quien no tuvo éxito ante los ojos de su hija, la fallida figura del héroe, el padre, decidió ir a levantar un acta en el tormentoso Ministerio Público de esta ciudad.
Para la adolescente la experiencia fue traumática. En su inconsciente rápidamente se generaba una asociación peligrosa: calentura igual a peligro, pena-robo, culpabilidad en todos los sentidos. Pero el azar, que en cualquier urbe es diosa suprema, vino a restituirle la estima y a liberarla de la culpa por la misma vía que todo había empezado: la calentura.
Aun con su dimensión inasible, la ciudad de México conserva el rastro y la traza de lo que una vez fue una ciudad pequeña. En su primer cuadro los comerciantes se organizan según su especialidad. En una sola calle se concentran las casas de artículos musicales. La comunidad musical no es numerosa en semejante urbe y todos acuden a las mismas tiendas a comprar lo que necesitan.
Tiempo después de aquel robo, a sugerencia de un colega, el padre de la adolescente decidió acudir a una tienda musical en la que la dependiente era una belleza digna de ser conquistada, estrujada, recorrida palmo a palmo en sus curvas. Es difícil saber si lo que imperó en aquel día en particular fue la necesidad musical o la necesidad hormonal que exige sacudirse la soledad de la cama. El padre se paseaba por toda la tienda, con un ojo en los instrumentos y otro en las curvas de la que caminaba tras el mostrador. Eligió una pregunta trivial, de esas de: ¿me puede mostrar esas cuerdas de tripa de gato por favor, que me han dicho que son maravillosas para los violines?, cuando escuchó precisamente el dulce sonido de un violín.
Dicen los que saben que el “sonido” de un instrumento cualquiera es como una huella digital: infalsificable. El padre de la adolescente, músico al fin, reconoció de inmediato el instrumento hurtado a su hija. Cuidadosamente solicitó a la dependiente que le mostrara el violín que alguien probaba en un lugar incierto de la bodega. La dependiente, esperanzada en vender a un precio extraordinariamente elevado aquel violín que recién había adquirido por cinco mil pesos, se lo llevó. Al mostrárselo, con hábil palabra, de conocedora de música, dijo al padre de la adolescente todas las virtudes de aquel violín, a lo que el padre respondió: “sí, lo sé, yo mismo se lo compré a mi hija y recién se lo robaron. Este es el violín de mi hija, devuélvemelo”. La dependiente, sorprendida, hizo sonar alguna alarma silenciosa a la que inmediatamente respondió con su presencia lo que habría de ser su empleado pero que parecía guarura. Tras una larga discusión la dependienta se negó a regresar el violín. Como remota posibilidad, exigió el monto de su inversión para devolver aquel instrumento.
El padre de la adolescente, probablemente meditando en la extraordinaria posibilidad de volver a ser un héroe ante su hija, no transigió. Salió de la tienda con la manida frase de todo héroe que pretende regresar por sus fueros: “¡volveré y se arrepentirán!”. Y efectivamente, volvió horas más tarde con la factura del violín y el acta de robo levantada en el Ministerio Público semanas antes, y con un par de judiciales acompañándolo. Al mostrar la factura y el acta, la dependiente se empecinó en su dicho de que el violín que no era robado y que no estaba dispuesta a devolver nada. Tal vez apostaba a la infalibilidad de su belleza. Por desgracia, ese día en particular, los judiciales estaban dispuestos a cumplir con su deber y sin pestañear se la llevaron al Ministerio Público.
Allí, en esas oficinas ominosas, sucedió lo increíble: dado que el monto estipulado en la factura del violín pasaba con creces la cantidad de 5 mil pesos, el juez decidió que la dependiente, por vender cosas robadas, había de ir a parar a la cárcel sin derecho a fianza. El padre de la hija tuvo entonces un triunfo amargo: llegó a la casa en que su hija vivía con violín en mano, lo cual fue motivo de alegría indecible para todos, pero dejó a la comunidad musical masculina sin el trofeo a conquistar en lance medieval. De la misma forma, el asaltante real, el de la voz pastosa, quedó libre de culpa pues desapareció en las dimensiones inasibles de la ciudad de México. El padre siguió en la soledad de su cama, y la hija, sin dinero y con la misma vergüenza para entrar a un hotel, recuperó su estima y ganó algo más: la prudencia. Ahora se la ve dando calor en ese y otros parques pero ya sin “guitarrita” ni celulares ni dinero. Como dice quien me contó esta historia: todo por calientes. Ni qué decir, así también se mueve el mundo: por calentura.
Isaac García Venegas.
Texto original del blog: con los pies en el fango. Febrero 2007
Todo comenzó con la calentura propia de dos adolescentes. Y cuando digo propia no me refiero al inevitable privilegio de la hormona durante ese lapso de la vida, sino a otra circunstancia que la acompaña: la falta de recursos económicos para cobijarse en un hotel, por un lado, y por otro, la pena que ello implica, particularmente en la ciudad de México, sobre todo desde que en los puestos ambulantes del Eje Central o Tepito es posible encontrar, por módico precio, clandestinas filmaciones caseras en los hoteles pasionales de Tlalpan, la colonia Doctores, Sullivan y otros más que fungen de niditos sexuales.
Estos adolescentes, sin ganas de ser filmados, sin dinero, y con la pena inmemorial de una cultura católica que condena cualquier acercamiento sexual antes del matrimonio, pero con enormes ganas de gozarse el uno al otro, decidieron inundar con su pasión la fría noche del Parque de los Venados. Las bancas, las veredas, los caminos, recibían con singular alegría la temperatura de sus besos y caricias. Todo era idílico, una maravilla, hasta que llegó una de las realidades citadinas justo para golpear en ese hermoso sueño urbano. Los adolescentes no atinaban qué hacer cuando una voz pastosa les exigió dinero, celulares, y “esa guitarrita” que la chica traía como testimonio de su profesión.
La “guitarrita”, como había llamado el asaltante al instrumento que presumía estaba guardado en un estuche pequeño de curvas similares a las de la chica, no era tal cosa, sino un violín, y probablemente de los más caros que se fabrican en este país. El monto de la “guitarrita” alcanzaba los 40 mil pesos, que tímidas y calenturientas manos de chica desquitaban con gran destreza. Ambos adolescentes estaban convencidos de darlo todo, el dinero, los celulares, incluso la honra de ambos, pero nada más de imaginar el robo de tan delicado instrumento, el estómago se les revolvía con violencia. Por desgracia, no hubo nada que hacer. El asaltante se perdió en la oscuridad con un par de billetes, dos celulares de tarjeta, y la “guitarrita” en cuestión.
Al llegar a casa de su tía, la adolescente recibió una retahíla de reclamos precisamente por andar de calenturienta en un parque, cuya consecuencia había sido tan costosa. Todos los familiares recibieron la consabida llamada que les informó de lo sucedido, previa limpia de la “parte indecorosa” del anécdota. El tío, de dudosa reputación, diestro en los vericuetos de la delincuencia de esta ciudad, inmediatamente llamó al celular de la sobrina para recibir la respuesta de una voz aún pastosa. Tras amable plática que sirvió al tío para evaluar que se hallaba ante un asaltante de poca monta, ofreció a cambio de la “guitarrita” la fabulosa cantidad de 600 pesos. Al otro lado de la línea, la voz pastosa se alegró de la cantidad que habría de recibir e inmediatamente acordó con el tío un punto de entrega.
Ante una situación de desgracia, la familia opera como una nube protectora. Pero en una urbe esta nube se revela como lo que es: humo cuya sombra se evapora con facilidad, particularmente en hogares rotos, cuando la comunicación no es precisamente una virtud. El padre de la adolescente, al enterarse del robo, tuvo exactamente la misma idea que el tío: llamó al celular de la hija y ofreció a la voz pastosa la extraordinaria suma de dos mil pesos. El asaltante, que sin duda era vicioso pero no pendejo, sospechó que se trataba de una trampa o bien que la “guitarrita” valía mucho más de lo que le ofrecían. Sobra decir que no se presentó a la cita ni con el tío ni con el padre. Mientras tanto, a regañadientes y con la resignación de quien no tuvo éxito ante los ojos de su hija, la fallida figura del héroe, el padre, decidió ir a levantar un acta en el tormentoso Ministerio Público de esta ciudad.
Para la adolescente la experiencia fue traumática. En su inconsciente rápidamente se generaba una asociación peligrosa: calentura igual a peligro, pena-robo, culpabilidad en todos los sentidos. Pero el azar, que en cualquier urbe es diosa suprema, vino a restituirle la estima y a liberarla de la culpa por la misma vía que todo había empezado: la calentura.
Aun con su dimensión inasible, la ciudad de México conserva el rastro y la traza de lo que una vez fue una ciudad pequeña. En su primer cuadro los comerciantes se organizan según su especialidad. En una sola calle se concentran las casas de artículos musicales. La comunidad musical no es numerosa en semejante urbe y todos acuden a las mismas tiendas a comprar lo que necesitan.
Tiempo después de aquel robo, a sugerencia de un colega, el padre de la adolescente decidió acudir a una tienda musical en la que la dependiente era una belleza digna de ser conquistada, estrujada, recorrida palmo a palmo en sus curvas. Es difícil saber si lo que imperó en aquel día en particular fue la necesidad musical o la necesidad hormonal que exige sacudirse la soledad de la cama. El padre se paseaba por toda la tienda, con un ojo en los instrumentos y otro en las curvas de la que caminaba tras el mostrador. Eligió una pregunta trivial, de esas de: ¿me puede mostrar esas cuerdas de tripa de gato por favor, que me han dicho que son maravillosas para los violines?, cuando escuchó precisamente el dulce sonido de un violín.
Dicen los que saben que el “sonido” de un instrumento cualquiera es como una huella digital: infalsificable. El padre de la adolescente, músico al fin, reconoció de inmediato el instrumento hurtado a su hija. Cuidadosamente solicitó a la dependiente que le mostrara el violín que alguien probaba en un lugar incierto de la bodega. La dependiente, esperanzada en vender a un precio extraordinariamente elevado aquel violín que recién había adquirido por cinco mil pesos, se lo llevó. Al mostrárselo, con hábil palabra, de conocedora de música, dijo al padre de la adolescente todas las virtudes de aquel violín, a lo que el padre respondió: “sí, lo sé, yo mismo se lo compré a mi hija y recién se lo robaron. Este es el violín de mi hija, devuélvemelo”. La dependiente, sorprendida, hizo sonar alguna alarma silenciosa a la que inmediatamente respondió con su presencia lo que habría de ser su empleado pero que parecía guarura. Tras una larga discusión la dependienta se negó a regresar el violín. Como remota posibilidad, exigió el monto de su inversión para devolver aquel instrumento.
El padre de la adolescente, probablemente meditando en la extraordinaria posibilidad de volver a ser un héroe ante su hija, no transigió. Salió de la tienda con la manida frase de todo héroe que pretende regresar por sus fueros: “¡volveré y se arrepentirán!”. Y efectivamente, volvió horas más tarde con la factura del violín y el acta de robo levantada en el Ministerio Público semanas antes, y con un par de judiciales acompañándolo. Al mostrar la factura y el acta, la dependiente se empecinó en su dicho de que el violín que no era robado y que no estaba dispuesta a devolver nada. Tal vez apostaba a la infalibilidad de su belleza. Por desgracia, ese día en particular, los judiciales estaban dispuestos a cumplir con su deber y sin pestañear se la llevaron al Ministerio Público.
Allí, en esas oficinas ominosas, sucedió lo increíble: dado que el monto estipulado en la factura del violín pasaba con creces la cantidad de 5 mil pesos, el juez decidió que la dependiente, por vender cosas robadas, había de ir a parar a la cárcel sin derecho a fianza. El padre de la hija tuvo entonces un triunfo amargo: llegó a la casa en que su hija vivía con violín en mano, lo cual fue motivo de alegría indecible para todos, pero dejó a la comunidad musical masculina sin el trofeo a conquistar en lance medieval. De la misma forma, el asaltante real, el de la voz pastosa, quedó libre de culpa pues desapareció en las dimensiones inasibles de la ciudad de México. El padre siguió en la soledad de su cama, y la hija, sin dinero y con la misma vergüenza para entrar a un hotel, recuperó su estima y ganó algo más: la prudencia. Ahora se la ve dando calor en ese y otros parques pero ya sin “guitarrita” ni celulares ni dinero. Como dice quien me contó esta historia: todo por calientes. Ni qué decir, así también se mueve el mundo: por calentura.
Isaac García Venegas.
Texto original del blog: con los pies en el fango. Febrero 2007
domingo, agosto 05, 2007
Para ti, José Cruz
La vida es la bronca, dices, y uno asiente sintiendo todas las cicatrices del cuerpo, del alma, de la mirada. Pero tú bien sabes el secreto: con música la bronca se sublima y deja de ser solo padecimiento; se vuelve habitable, quiero decir, vivible. Invitándonos a tu nave de blues nos has hecho comprenderlo. Por eso, de la nostalgia a la alegría del momento irrepetible, del encuentro amoroso que naufraga en la piel al desencuentro tortuoso que navega en el alcohol, tu música, tus arreglos, tus composiciones, tus letras, nos han salvado con la bendición de fuego propia de letra y música que de alma negra llega por barcos y trenes, esclavitud y exploración, ansiedad de libertad y necesidad de amor.
No sé, José, de música y poco de palabras. Sin embargo, te veo y te escucho, y me digo que esta bronca letal que te invade es también tu decisión de volverte completamente música. Veo tu cuerpo hecho de notas ondulantes que asidas del aire se dispersan, tocando cada poro de piel que te escucha. Eres voz, eres palabra, eres compás y ritmo, eres estado de ánimo, eres parte de aquella nota más alta que buscaba la luna como realización. Si la vida es la bronca, la tuya es hoy poesía y ganas de vida, es amor y desamor, encuentros y desencuentros. ¿Hay alguna respuesta más serena para la eterna pregunta de qué es la vida?
Así es José: hay quien da a tu bronca el nombre de una enfermedad; yo, que soy incapaz de hacerlo, la miento como música vuelto cuerpo. Eso eres José: la nota precisa que ya alcanzó eternidad.
Isaac García Venegas
Ciudad de México
5 de agosto de 2007
No sé, José, de música y poco de palabras. Sin embargo, te veo y te escucho, y me digo que esta bronca letal que te invade es también tu decisión de volverte completamente música. Veo tu cuerpo hecho de notas ondulantes que asidas del aire se dispersan, tocando cada poro de piel que te escucha. Eres voz, eres palabra, eres compás y ritmo, eres estado de ánimo, eres parte de aquella nota más alta que buscaba la luna como realización. Si la vida es la bronca, la tuya es hoy poesía y ganas de vida, es amor y desamor, encuentros y desencuentros. ¿Hay alguna respuesta más serena para la eterna pregunta de qué es la vida?
Así es José: hay quien da a tu bronca el nombre de una enfermedad; yo, que soy incapaz de hacerlo, la miento como música vuelto cuerpo. Eso eres José: la nota precisa que ya alcanzó eternidad.
Isaac García Venegas
Ciudad de México
5 de agosto de 2007
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