Los lectores de este blog saben que antes de que el “voto nulo activo” se convirtiera en moda de organizaciones civiles, comentaristas y algunos intelectuales, un servidor hizo referencia a ello hace poco más de tres meses (20 de febrero, entrada “Manifiesto inútil”). No pretendo atribuirme la paternidad de semejante idea. Los que hoy lo proponen y lo que escribí en ese entonces no es otra cosa que el “manifiesto” de lo que entonces llamé un “malestar” generalizado. No hay que ser muy sagaz para percibirlo.
Hoy la situación es distinta a aquel febrero. Públicamente se esparce la idea del “voto nulo activo” como un mecanismo de protesta contra la “clase política”. Ha llegado tan lejos que el mismo IFE piensa realizar un debate al respecto. Organizaciones políticas, sociales y ciudadanos habrán de ser convocados para argumentar sobre los riesgos y alcances de ese tipo de voto. Por supuesto, la invitación no llegará por estos lares. Tampoco la solicito porque lejos de mí está el convencer a quien sea de algo. Hace mucho tiempo perdí la convicción de la militancia, y junto con ello, el encanto necesario para andar convenciendo a la gente o a mis cercanos de las “propuestas” que tengo. A lo sumo utilizo este espacio para ejercer la escritura y fijar opiniones personales. Procedo a hacerlo con respecto a este tema.
Una muy propalada versión de la democracia supone el hecho de elegir a los representantes de los poderes ejecutivo y legislativo. Elegir implica, evidentemente, decidir entre las “ofertas” de los institutos políticos que aspiran a dirigir los destinos de nuestro país. Utilizo deliberadamente la palabra “oferta” porque eso es lo que hacen los partidos políticos y ese es el concepto que el IFE utiliza de manera recurrente al hablar de los procesos electorales. Entonces elegir es decidir entre las varias “ofertas” que nos hacen los partidos políticos a través de sus candidatos.
Hasta aquí todo es claro y sencillo. Empero, hay un par de problemas que resulta pertinente destacar. En primer lugar, las “ofertas” refieren necesariamente a una pluralidad que debe hacerlas diferentes. La decisión se ejerce sobre opciones: sin éstas la decisión carece de sentido. En segundo lugar, la decisión entre “ofertas” diferentes no implica necesariamente que uno ha de decidir entre ellas. Bien puede suceder que ninguna de las “ofertas” satisfaga a quien ha de decidir: la decisión puede mantenerse en vilo hasta que aparezca una “oferta” que en verdad satisfaga las expectativas de quien toma la decisión. Estamos impelidos a decidir, pero no a decidir necesariamente entre las “ofertas” que el mercado impone.
Así pues, el negarse a decidir entre las “ofertas” electorales tiene un doble fundamento: por un lado, las “ofertas” electorales de los partidos políticos no son en verdad diferentes las unas de las otras. Entre lo igual no hay nada que decidir. Por ello, y este es el segundo fundamento, abstenerse de decidir entre tanta igualdad resulta tan legítimo como quien encuentra en la diferencia de colores el atractivo necesario para optar por alguna de las “ofertas” del mercado electoral. En pocas palabras: me abstengo de decidir entre las “ofertas” electorales existentes, pero ejerzo mi decisión de rechazar tales “ofertas” por iguales. Esto es precisamente lo que quiero manifestar con la anulación del voto. No es que no me interese votar (si así fuera me abstendría de hacerlo), lo que no me interesa en absoluto es la similitud de propuestas de los partidos políticos, porque no satisfacen mis expectativas políticas.
Al parecer este tipo de decisiones está generando alarma tanto en los partidos políticos como en el IFE. Tienen razón en alarmarse los que en última instancia conforman una suerte de “burocracia política”. Una masiva anulación del voto podría en cuestión su “status quo”, y les quitaría el velo de santidad y necesidad con que se disfrazan. Les obligaría, de alguna manera, a tener que diferenciarse y cambiar las reglas del juego de las “ofertas” políticas. Esto en el mejor de los casos que, a juzgar por lo que se ve, se revela como imposible. Pero hay quien, como Porfirio Muñoz Ledo, a quien le tengo una simpatía enorme, advierte que proceder de ese modo sería colocar al país del lado del fascismo o al borde de la rebelión social. Lo primero me parece que ya impera en el país, y ha sido precisamente con el voto (particularmente con el “voto útil” al que él mismo convocó en el 2000) como se instaló en el gobierno de la república y en las conciencias de muchos mexicanos. Lo segundo me parece, incluso, necesario. Ya basta de este “procedimiento” de consensos, de “negociaciones” que no llevan a ningún otro lado que plantearnos la disyuntiva de decidir entre lo igual. ¿Por qué tanto miedo a la rebelión social? ¿No es así como se alcanzan algunas cosas en la vida? ¿Es que Zapata debió sentarse con Porfirio para decirle: “sentémonos a negociar entre la riqueza de tu aristocracia y la pobreza de mis campesinos”? ¿Cómo le hacemos? ¿Será que el pordiosero de la esquina se puede sentar apaciblemente en Sanborn’s para hablar con Carlos Slim sobre la necesaria redistribución de la riqueza mientras se ve obligado a pagar la cuenta del agua “simple” que se tomó?
Como todas las ofertas electorales que veo, con sus personajes tan “conocidos” como Laura Esquivel, como Fausto Zapata, como Ana Gabriela Guevara, como Guadalupe Loaeza, parecen buscar el pacto pacífico que le permita a la burocracia política prolongar su existencia a costa de esos pordioseros, me niego a elegir entre las actuales “ofertas” electorales. Prefiero que se escuche la voz silenciosa del voto nulo antes que la voz de la rebelión social, a ejercer el voto resignado que se decide por colores y “cuatitudes” antes que por contenidos. Por eso ejerceré mi "voto nulo activo". Que cada quien haga lo que le venga en gana.