Respondo a ciertos correos electrónicos recibidos con respecto a mi entrada anterior.
Creo necesario distinguir entre escenarios ideales y reales. Comienzo por los segundos. Tradicionalmente la afluencia de votantes en elecciones intermedias es menor a aquellas en las que se elige al presidente de la república. No puedo dejar de pensar que este hecho revela con claridad el “alma” presidencialista de un amplio sector de mexicanos. No veo por qué el comportamiento de esta próxima elección vaya a modificarse.
En virtud de lo anterior es cierto lo que se afirma: el voto duro de cada partido es lo que se expresa en las elecciones intermedias. De lo que no estoy seguro es que el del PRI siga siendo mayoritario. Me da la impresión que todos los partidos han perdido puntos antaño considerados “seguros”.
Teniendo en cuenta ambos factores lo que parece probable es que el abstencionismo sea, como siempre en elecciones intermedias, mayoritario. Así que, hasta hoy, al parecer, es el voto duro el que define el proceso electoral intermedio. En otras palabras: prácticamente desde siempre ha sido este voto el que ha decidido la composición de la cámara de diputados. Que suceda así en julio no sería, entonces, novedad alguna.
Pienso, por otra parte, que esto del “voto activo nulo” o el “voto en blanco” será francamente minoritario con respecto al universo de los que realmente voten. Precisamente porque quienes ejercen el voto son las bases de los partidos. Lo extraordinario en verdad sería que la gente fuera a las urnas para anular su voto y que fuera mucho mayor que el de las bases de todos los partidos en conjunto. O si se prefiere que las bases también anularan su voto.
Este escenario idílico significaría fundamentalmente la pérdida de legitimidad del régimen mexicano. Lo cual no quiere decir que las elecciones pudiesen ser anuladas. Justamente porque no está previsto en la ley, esto no es posible ni probable. Pero precisamente por eso nos encontraríamos ante una situación inédita que reclamaría soluciones pertinentes y plantearía, en más de un sentido, un problema de dimensiones enormes a la burocracia política que demandaría solución inmediata y viable. En pocas palabras sería una conmoción que no podría, aunque se quisiera, ignorarse.
Pero más allá de eso, en este escenario idílico, los ciudadanos ganarían una confianza de la que hasta ahora carecen: comprobarían las posibilidades reales de la acción conjunta fuera de los marcos establecidos por los partidos políticos. Esta experiencia sería en sí misma revolucionaria. Sería la aparición clara, contundente y coordinada del ciudadano que hasta ahora vive atomizado y temeroso entre la violencia y la crisis. Sería un gesto saludable para quien siempre se pregunta qué hacer ante “el poder”.
Sin embargo, nada de esto será real. Algunos anularemos el voto y seremos señalados como los “ingenuos”, los “locos”, los “irresponsables”, seremos la burla y los protagonistas de cualquier cantidad de caricaturas que destaquen nuestra “ineptitud” y “complicidad” con la derecha o el PRI. Seremos objeto de “reclamos” y desdén, y seguramente se nos verá como niños necios y berrinchudos. Es más, se nos verá peor que a los que se abstengan de votar, y los “mexicanos concientes” comprometidos serán las bases de los partidos políticos. Ni modo, en mi caso, no será la primera ni la última vez. Aunque en la mayoría de los casos pueda decir “se los dije”.
De nuevo: que cada quien haga lo que le venga en gana.