Ese día, al despertar, una extraña sensación le atenazó todo el cuerpo; la sentía en sus patines, como les llamaba; en su panza redonda; en su rostro regordete. Estuvo a punto de decirse que sería un mal día, pero una inveterada tradición le impedía aceptar la validez de sensaciones e intuiciones. “Con creencias no se va a ningún lado” se dijo, e hizo todo lo posible por ignorar aquella sensación de impreciso origen. Se levantó y procedió como siempre: el baño, el desayuno, la buena disposición para un día que, como sucedía desde hace tiempo, no pintaba nada bien.
Pero aquella extraña sensación no era solamente un asunto personal, una proyección de inquietudes del alma, como se obstinaba en pensar; para su sorpresa, lo invadía todo. Lo primero que notó fue la desaparición de rayas y cuadrículas que abundaban en las calles por las que solía andar. Todo parecía de una blancura ausente que espantaba. Claro que sabía de pueblos fantasmas, pueblos que habían sido abandonados de súbito por causa desconocida, por ejemplo, aquellos pueblos mineros estadunidenses cuando la fiebre del oro. Pero jamás había escuchado que urbes modernas, antaño densamente pobladas, se convirtieran en inasibles espacios en blanco. Precisamente porque resultaban impensables, se decía que estaba soñando o bien que padecía una terrible alucinación.
No es que temiera la blancura como tal, sino que le asustaba la ausencia de referentes para ubicarse. ¿Cómo saber dónde estaba sin compañeros, sin rayas, sin cuadrículas? Porque hay de blancuras a blancuras, pensaba; una producto de la elegancia y otra consecuencia del vacío. La que veía en las calles era precisamente la del vacío. El temor crecía en su interior porque, además, no veía una sola alma a su derredor. Cierto que desde hace tiempo sentía pertenecer a una especie en extinción, pero jamás le había cruzado por la cabeza ser, como quien dice, “el último ejemplar de su especie”. Ahora sabía, además, que había un modo preciso de ser último ejemplar: su sonido era el silencio, pero no un silencio reconfortante que fungía como escondite o fuga del ruido, sino como imperio en el que cualquier ruido era impensable, ni siquiera el de sus pasos.
Con una mezcla de resignación, espanto y duda caminó sin dirección ni rumbo fijo. Todo le resultaba ajeno, totalmente desconocido; no le preocupaba la dirección de sus pasos pues se decía que pronto despertaría de su sueño o de su alucinación. Sólo se trataba de tener una fuerte impresión para que todo volviera a ser como antes, aunque muy pronto comenzó a preguntarse cómo eran las cosas antes. Porque otro efecto del vacío, de la blancura ausente, del silencio, era una acelerada pérdida de memoria. Por más que lo intentaba, no lograba recordar con precisión la disposición de las cosas ni lo lugares que frecuentaba ni los espacios y recovecos que le gustaban. Sentirse perdido, se dijo, consiste precisamente en ser un presente sin tiempo. Y es que en uno de sus últimos momentos de lucidez se dijo que si el ayer se desvanecía, qué importaba lo que el día de mañana sucediera.
El cansancio pronto se hizo presente en su cuerpo. Se detuvo a descansar en un espacio en blanco, tan blanco como el resto de la ciudad. Meditando en la blancura ausente de la ciudad, sin nada que mirar, se dio cuenta que aquella pesadumbre que sintió al despertar tenía que ver con esta perturbadora invasión del vacío, de la que parecía ser último y exclusivo testigo. Ahora tenía la certeza de que pronto habría de perder la capacidad de pensarse, que no es otra cosa que hablarse a sí mismo. Sin palabras comprendió que habría de ser parte de esa blancura ausente. “Último ejemplar de la especie” fue lo último que pudo decirse, con una voz carente de matiz.
Así murió la primera vocal, la primera letra del abecedario, el último ejemplar de su especie. No murió a manos de una goma, sino del influjo de un mundo que había decidido expulsar de su paraíso la palabra y la letra misma.