Sé que las palabras conmueven. Lo que no sabía es la historia que me cuentas y que te hace pensar que lo escrito sobre el suicidio es una broma. De hecho, la parte que sí lo es te pasa inadvertida: lo del desempleo. Tus palabras me han dejado pensando. Aunque en el correo me dices que no te parece “lo más divertido” discutir públicamente sobre el suicidio, me tomo la libertad de hacerlo aquí, que en realidad es un espacio indefinido entre lo público y lo privado.
Siempre que voy a un lugar nuevo intento visitar su cementerio. Las lápidas, las esculturas, los epitafios, me hablan sobre la relación que los vivos guardamos con la muerte. Recuerdo que cuando estudiaba Relaciones Internacionales, solía irme “de pinta” para visitar iglesias y panteones. Tomaba un mapa de la ciudad y trazaba mi ruta turística que a veces también incluía mercados. Ese era el contraste que más me conmovía: mercado, cementerio, iglesia: del ruido, el intercambio, el movimiento, la palabra al silencio, la quietud, la nada, y después al otro silencio: el de la fe, la esperanza, las ganas de conversar con quien no conversa: Dios.
No sé cuántas lápidas he visto en mi vida, pero lo que tengo claro es el momento en que me di cuenta de lo obvio. Estaba yo en un panteón de la ciudad, con el recuerdo lacerante de un perro atropellado al que horas antes había visto morir. En algún lugar tengo lo que escribí cuando aquello sucedió. Comparaba a la muerte con el abandono paulatino del movimiento: la paralización total. Era eso según yo lo que definía a la muerte y lo que en el fondo causaba horror. La vida como movimiento, la muerte como parálisis.
Eso tenía en la cabeza mientras caminaba por las avenidas de un panteón muy conocido. Me detuve ante la tumba de alguien. Leía una y otra vez su epitafio y fue entonces cuando me asaltó la certeza: la muerte es la evidencia más brutal que tenemos sobre el fin de toda posibilidad. Encontré en el dicho popular el sentido que encierra sabiduría de siglos: “la esperanza muere al último”. En efecto, su desaparición es la muerte misma: la condensa, la expresa. Porque la esperanza tan sólo es un modo de la posibilidad.
Entonces, de golpe, creí comprenderlo todo. Nuestro problema con la muerte, me refiero a la de los vivos con los muertos, es que la vemos desde el horizonte de la posibilidad misma. Desde allí la juzgamos, la condenamos, la rehuimos. Desde allí elaboramos un diálogo casi imposible con ella. Porque lo que nunca se entiende del todo es el fin de toda posibilidad (el vacío total), y en el caso particular del suicidio el por qué renunciar a la posibilidad misma. En tu correo flota esa pregunta.
No sé si sea normal despertarse con la idea del suicidio clavada en la sien. Yo te diría que sí. Conozco a muchos que aunque no lo confiesen públicamente, lo han pensando alguna vez. Cierto es que hay motivos, pero creo puede suceder que la razón fundamental sea el saber que el horizonte de posibilidades ha llegado a su fin o que se acerca velozmente. Y aquí es en donde ya no comparto la actitud generalizada con el suicidio, porque la opción que se escoge es proveer al suicida de posibilidades bajo diseño y personalizadas, como la propaganda. Yo creo que no, que es necesario respetar y entender que así como a otros el mundo de las posibilidades se les abre (por suerte, por habilidad, por ingenio, por destino, por lo que quieras), a otros se les cierra abruptamente.
Ignoro si vivir colgado de la esperanza sea heroico o romántico, lo que sé y respeto es que alguien decida en íntimo ejercicio de su libertad y entendimiento que, después de tanta evidencia, no tiene caso estar como limosnero en espera de la dádiva divina. Por supuesto, se puede argumentar que la posibilidad se construye, pero voltea a tu derredor, mira la historia, y contesta en la más plena sinceridad si esas miles y miles de personas que vivieron y murieron en la pobreza, en la ignominia, construyeron la posibilidad de vivir y morir así. Por desgracia, no todo en la vida es construcción personal y voluntariosa.
El otro día, leyendo un libro, me entero de un modo de matar que aplicaba Sendero Luminoso: rociaba al desdichado con gasolina y en plena luz del día lo ataba a un poste para que se fuera quemando lentamente. Este modo tan sofisticado de prolongar el dolor me recordó a los piratas y su modo espeluznante de matar: atar de pies y manos a la víctima, hacerle un pequeño agujero en el estómago, sacar parte de su intestino y atarlo a un mástil al que, previamente cubierto de brea, se le prendía fuego. El desdichado, para no quemarse, comenzaba a retroceder, con lo cual era consciente de que esa tripa que iba saliendo del hoyo era su intestino. Así, la víctima, podía morir de tres formas: quemado, destripado o bien, si tenía suerte, ahogado cuando el barco se hundiera por completo. ¿Tuvieron alguna posibilidad de elegir cómo morir? Claro que no. Tampoco se la merecían. Pero así sucedía y así sucede. Y no porque tú, yo o quien sea lo quiera. No todo lo que queremos nos sucede ni todo lo que nos sucede lo queremos. Eso es la vida. Por eso amar es tan peculiar: por un momento (que puede durar toda la vida) suceder y querer parecen conjugarse felizmente.
Tan sólo quiero decir que no encuentro razón alguna para calificar la decisión del suicidio de una manera negativa. Si quien se suicida comete un error o no, es un juicio que pertenece a los vivos, tan felizmente inmersos en el pleno mundo de la posibilidad, incluido el de recordar y extrañar. Para el suicida su muerte debiera ser tan sólo el último acto de una conciencia plena de que aquellas, las posibilidades, llegaron a su fin.
Querida amiga: despertarme con la idea del suicido clavada en la sien no quiere decir que lo vaya a hacer (de hecho tengo razones suficientes para no hacerlo, al menos no todavía). Se trata únicamente de ejercer lo que la posibilidad misma ofrece: pensar en la actitud a tomar cuando ya no pueda pensar desde la posibilidad misma. Sólo eso.