jueves, marzo 30, 2006

La máxima inalcanzable

Respondo aunque no debiera.

A veces quisiera poder afirmar con certeza quién soy pero no puedo. Tal vez sea un problema de incapacidad, mas si la máxima filosófica (“conócete a ti mismo”) es cierta, se trata de una incapacidad con raigambre. La aspiración de “conocerse a sí mismo” se mantiene como una máxima por muy pocos vivida y experimentada. Definitivamente no pertenezco a esa minoría excelsa.

Si esto sucede en el caso de uno mismo, ¿cómo no habría de suceder en el caso del otro, de los otros? Todos somos doblemente extraños: para los demás y para uno mismo. El otro es el más fácil territorio de la incógnita visible con que contamos. Y esto es tanto más evidente cuanto más amamos a una persona. Esa persona se erige como “extrañeza” total. Pareciera que su cercanía, esa intoxicación de quererse perder en ella, distorsiona la mirada y la percepción. A su modo el amor provoca miopía y astigmatismo en los amantes. Una feliz ceguera.

Seamos sinceros: no existe una ceguera más afortunada que esa. Pero tampoco existe una ceguera tal que incite más afanes de posesión. Poseer lo que nos es extraño acaba por pervertir lo que en verdad importa del amor: el continuo descubrir a la persona amada y, en esa medida, ir explorándose uno mismo. El amor como exploración, el amor como condena. Prefiero lo primero a lo segundo. Y quizá aquellos “amorosos” de los que hablaba Sabines, pertenecen también a esta estirpe de los que no se conforman y se van llorando la hermosa vida.