Dice Tabucchi: los libros de viaje "poseen la virtud de ofrecer un doquier teórico y plausible a nuestro donde imprescindible y rotundo". Hay muchos tipos de viajes: los internos, los externos, los marginales. Este blog quiere llenarse de estos viajes, e invita a que otros sean también, con sus viajes, un doquier para mi donde.
viernes, marzo 31, 2006
!Bravo!
¡Bravo! ¡Bien hecho por nuestros diputados y senadores! ¡Ahora sí, ya estamos con la puerta abierta a las infinitas bondades de la tecnología!. Estoy feliz. En el fondo hay que agradecerles que sus decisiones, totalmente ajenas a la opinión pública, hagan evidente un hecho palmario: que ellos son representantes de los intereses de clase y no de la nación. Les estoy agradecido por actualizar al viejo y “obsoleto” de Marx. Ahora, con su actitud tan insensata, facilitan la actualización de un discurso que quisieran muerto. Hay que verlos y felicitarlos: no son cínicos, simplemente asumen su papel de voceros de una clase, incluidos nuestros ilustres perredistas que en la Cámara de Diputados aprobaron sin chistar. ¡Bravo!
jueves, marzo 30, 2006
La máxima inalcanzable
Respondo aunque no debiera.
A veces quisiera poder afirmar con certeza quién soy pero no puedo. Tal vez sea un problema de incapacidad, mas si la máxima filosófica (“conócete a ti mismo”) es cierta, se trata de una incapacidad con raigambre. La aspiración de “conocerse a sí mismo” se mantiene como una máxima por muy pocos vivida y experimentada. Definitivamente no pertenezco a esa minoría excelsa.
Si esto sucede en el caso de uno mismo, ¿cómo no habría de suceder en el caso del otro, de los otros? Todos somos doblemente extraños: para los demás y para uno mismo. El otro es el más fácil territorio de la incógnita visible con que contamos. Y esto es tanto más evidente cuanto más amamos a una persona. Esa persona se erige como “extrañeza” total. Pareciera que su cercanía, esa intoxicación de quererse perder en ella, distorsiona la mirada y la percepción. A su modo el amor provoca miopía y astigmatismo en los amantes. Una feliz ceguera.
Seamos sinceros: no existe una ceguera más afortunada que esa. Pero tampoco existe una ceguera tal que incite más afanes de posesión. Poseer lo que nos es extraño acaba por pervertir lo que en verdad importa del amor: el continuo descubrir a la persona amada y, en esa medida, ir explorándose uno mismo. El amor como exploración, el amor como condena. Prefiero lo primero a lo segundo. Y quizá aquellos “amorosos” de los que hablaba Sabines, pertenecen también a esta estirpe de los que no se conforman y se van llorando la hermosa vida.
A veces quisiera poder afirmar con certeza quién soy pero no puedo. Tal vez sea un problema de incapacidad, mas si la máxima filosófica (“conócete a ti mismo”) es cierta, se trata de una incapacidad con raigambre. La aspiración de “conocerse a sí mismo” se mantiene como una máxima por muy pocos vivida y experimentada. Definitivamente no pertenezco a esa minoría excelsa.
Si esto sucede en el caso de uno mismo, ¿cómo no habría de suceder en el caso del otro, de los otros? Todos somos doblemente extraños: para los demás y para uno mismo. El otro es el más fácil territorio de la incógnita visible con que contamos. Y esto es tanto más evidente cuanto más amamos a una persona. Esa persona se erige como “extrañeza” total. Pareciera que su cercanía, esa intoxicación de quererse perder en ella, distorsiona la mirada y la percepción. A su modo el amor provoca miopía y astigmatismo en los amantes. Una feliz ceguera.
Seamos sinceros: no existe una ceguera más afortunada que esa. Pero tampoco existe una ceguera tal que incite más afanes de posesión. Poseer lo que nos es extraño acaba por pervertir lo que en verdad importa del amor: el continuo descubrir a la persona amada y, en esa medida, ir explorándose uno mismo. El amor como exploración, el amor como condena. Prefiero lo primero a lo segundo. Y quizá aquellos “amorosos” de los que hablaba Sabines, pertenecen también a esta estirpe de los que no se conforman y se van llorando la hermosa vida.
miércoles, marzo 29, 2006
Imposibilidad
En un documento apócrifo, Cristóbal Colón escribió a su amada el siguiente texto. Lo actualizo para quien no guste del español antiguo.*
Tu piel me parece desconocida por más que la recorra con embeleso. Cuando te pienso creo conocerte, poder rememorar cada palmo de ti, pero cuando vuelvo a ti te me presentas como una incógnita. Descubro un poro, una marca, una arruga que antes no estaba; encuentro sabores y olores que no había percibido ni probado. Como terco viajero me lanzo sobre ti: al fin explorador de tierras desconocidas, quisiera trazar el mapa más exacto de ti, puntualizar montañas, llanuras, mares, humedades, caminos riesgosos y veredas amables. Pero hay algo en ti que me habla de mi vano intento. Ni todos mis fracasos en los mares desconocidos podrían compararse con esta imposibilidad de conocerte plenamente. No sé lo que allá existe o lo que el destino me depara, pero aquí, en tu piel y en tu cuerpo, tal desconocimiento me desquicia más. Un representante del cielo en la tierra dijo que eras mía y lo creí, pero cada vez que estoy en ti tu cuerpo y tu piel me susurran al oído que podré poseer el paraíso al otro lado del mar pero no el paraíso que tú eres. Todos mis sextantes, brújulas y artilugios de navegación y trazo se vuelven irrisorios cuando me eres tan queridamente desconocida, como hoy, como ayer, como siempre. En ti dejo de ser el Almirante para convertirme solamente en un náufrago.
* El problema para el lector, como siempre en este tipo de casos, es responder a las preguntas de quién lo escribió y para quién está escrito. Así mismo esclarecer el por qué del escrito. ¿Dónde acaba la realidad y comienza la ficción? ¿Qué parte de sí mismo como lector llena este escrtio? ¿Cuál es la eficacia de esta verdad disfrazada de mentira, o a la inversa, de esta mentira difrazada de verdad? Preguntas al infinito en busca de respuestas...
Tu piel me parece desconocida por más que la recorra con embeleso. Cuando te pienso creo conocerte, poder rememorar cada palmo de ti, pero cuando vuelvo a ti te me presentas como una incógnita. Descubro un poro, una marca, una arruga que antes no estaba; encuentro sabores y olores que no había percibido ni probado. Como terco viajero me lanzo sobre ti: al fin explorador de tierras desconocidas, quisiera trazar el mapa más exacto de ti, puntualizar montañas, llanuras, mares, humedades, caminos riesgosos y veredas amables. Pero hay algo en ti que me habla de mi vano intento. Ni todos mis fracasos en los mares desconocidos podrían compararse con esta imposibilidad de conocerte plenamente. No sé lo que allá existe o lo que el destino me depara, pero aquí, en tu piel y en tu cuerpo, tal desconocimiento me desquicia más. Un representante del cielo en la tierra dijo que eras mía y lo creí, pero cada vez que estoy en ti tu cuerpo y tu piel me susurran al oído que podré poseer el paraíso al otro lado del mar pero no el paraíso que tú eres. Todos mis sextantes, brújulas y artilugios de navegación y trazo se vuelven irrisorios cuando me eres tan queridamente desconocida, como hoy, como ayer, como siempre. En ti dejo de ser el Almirante para convertirme solamente en un náufrago.
* El problema para el lector, como siempre en este tipo de casos, es responder a las preguntas de quién lo escribió y para quién está escrito. Así mismo esclarecer el por qué del escrito. ¿Dónde acaba la realidad y comienza la ficción? ¿Qué parte de sí mismo como lector llena este escrtio? ¿Cuál es la eficacia de esta verdad disfrazada de mentira, o a la inversa, de esta mentira difrazada de verdad? Preguntas al infinito en busca de respuestas...
martes, marzo 28, 2006
Suicidio (respuesta)
Sé que las palabras conmueven. Lo que no sabía es la historia que me cuentas y que te hace pensar que lo escrito sobre el suicidio es una broma. De hecho, la parte que sí lo es te pasa inadvertida: lo del desempleo. Tus palabras me han dejado pensando. Aunque en el correo me dices que no te parece “lo más divertido” discutir públicamente sobre el suicidio, me tomo la libertad de hacerlo aquí, que en realidad es un espacio indefinido entre lo público y lo privado.
Siempre que voy a un lugar nuevo intento visitar su cementerio. Las lápidas, las esculturas, los epitafios, me hablan sobre la relación que los vivos guardamos con la muerte. Recuerdo que cuando estudiaba Relaciones Internacionales, solía irme “de pinta” para visitar iglesias y panteones. Tomaba un mapa de la ciudad y trazaba mi ruta turística que a veces también incluía mercados. Ese era el contraste que más me conmovía: mercado, cementerio, iglesia: del ruido, el intercambio, el movimiento, la palabra al silencio, la quietud, la nada, y después al otro silencio: el de la fe, la esperanza, las ganas de conversar con quien no conversa: Dios.
No sé cuántas lápidas he visto en mi vida, pero lo que tengo claro es el momento en que me di cuenta de lo obvio. Estaba yo en un panteón de la ciudad, con el recuerdo lacerante de un perro atropellado al que horas antes había visto morir. En algún lugar tengo lo que escribí cuando aquello sucedió. Comparaba a la muerte con el abandono paulatino del movimiento: la paralización total. Era eso según yo lo que definía a la muerte y lo que en el fondo causaba horror. La vida como movimiento, la muerte como parálisis.
Eso tenía en la cabeza mientras caminaba por las avenidas de un panteón muy conocido. Me detuve ante la tumba de alguien. Leía una y otra vez su epitafio y fue entonces cuando me asaltó la certeza: la muerte es la evidencia más brutal que tenemos sobre el fin de toda posibilidad. Encontré en el dicho popular el sentido que encierra sabiduría de siglos: “la esperanza muere al último”. En efecto, su desaparición es la muerte misma: la condensa, la expresa. Porque la esperanza tan sólo es un modo de la posibilidad.
Entonces, de golpe, creí comprenderlo todo. Nuestro problema con la muerte, me refiero a la de los vivos con los muertos, es que la vemos desde el horizonte de la posibilidad misma. Desde allí la juzgamos, la condenamos, la rehuimos. Desde allí elaboramos un diálogo casi imposible con ella. Porque lo que nunca se entiende del todo es el fin de toda posibilidad (el vacío total), y en el caso particular del suicidio el por qué renunciar a la posibilidad misma. En tu correo flota esa pregunta.
No sé si sea normal despertarse con la idea del suicidio clavada en la sien. Yo te diría que sí. Conozco a muchos que aunque no lo confiesen públicamente, lo han pensando alguna vez. Cierto es que hay motivos, pero creo puede suceder que la razón fundamental sea el saber que el horizonte de posibilidades ha llegado a su fin o que se acerca velozmente. Y aquí es en donde ya no comparto la actitud generalizada con el suicidio, porque la opción que se escoge es proveer al suicida de posibilidades bajo diseño y personalizadas, como la propaganda. Yo creo que no, que es necesario respetar y entender que así como a otros el mundo de las posibilidades se les abre (por suerte, por habilidad, por ingenio, por destino, por lo que quieras), a otros se les cierra abruptamente.
Ignoro si vivir colgado de la esperanza sea heroico o romántico, lo que sé y respeto es que alguien decida en íntimo ejercicio de su libertad y entendimiento que, después de tanta evidencia, no tiene caso estar como limosnero en espera de la dádiva divina. Por supuesto, se puede argumentar que la posibilidad se construye, pero voltea a tu derredor, mira la historia, y contesta en la más plena sinceridad si esas miles y miles de personas que vivieron y murieron en la pobreza, en la ignominia, construyeron la posibilidad de vivir y morir así. Por desgracia, no todo en la vida es construcción personal y voluntariosa.
El otro día, leyendo un libro, me entero de un modo de matar que aplicaba Sendero Luminoso: rociaba al desdichado con gasolina y en plena luz del día lo ataba a un poste para que se fuera quemando lentamente. Este modo tan sofisticado de prolongar el dolor me recordó a los piratas y su modo espeluznante de matar: atar de pies y manos a la víctima, hacerle un pequeño agujero en el estómago, sacar parte de su intestino y atarlo a un mástil al que, previamente cubierto de brea, se le prendía fuego. El desdichado, para no quemarse, comenzaba a retroceder, con lo cual era consciente de que esa tripa que iba saliendo del hoyo era su intestino. Así, la víctima, podía morir de tres formas: quemado, destripado o bien, si tenía suerte, ahogado cuando el barco se hundiera por completo. ¿Tuvieron alguna posibilidad de elegir cómo morir? Claro que no. Tampoco se la merecían. Pero así sucedía y así sucede. Y no porque tú, yo o quien sea lo quiera. No todo lo que queremos nos sucede ni todo lo que nos sucede lo queremos. Eso es la vida. Por eso amar es tan peculiar: por un momento (que puede durar toda la vida) suceder y querer parecen conjugarse felizmente.
Tan sólo quiero decir que no encuentro razón alguna para calificar la decisión del suicidio de una manera negativa. Si quien se suicida comete un error o no, es un juicio que pertenece a los vivos, tan felizmente inmersos en el pleno mundo de la posibilidad, incluido el de recordar y extrañar. Para el suicida su muerte debiera ser tan sólo el último acto de una conciencia plena de que aquellas, las posibilidades, llegaron a su fin.
Querida amiga: despertarme con la idea del suicido clavada en la sien no quiere decir que lo vaya a hacer (de hecho tengo razones suficientes para no hacerlo, al menos no todavía). Se trata únicamente de ejercer lo que la posibilidad misma ofrece: pensar en la actitud a tomar cuando ya no pueda pensar desde la posibilidad misma. Sólo eso.
Siempre que voy a un lugar nuevo intento visitar su cementerio. Las lápidas, las esculturas, los epitafios, me hablan sobre la relación que los vivos guardamos con la muerte. Recuerdo que cuando estudiaba Relaciones Internacionales, solía irme “de pinta” para visitar iglesias y panteones. Tomaba un mapa de la ciudad y trazaba mi ruta turística que a veces también incluía mercados. Ese era el contraste que más me conmovía: mercado, cementerio, iglesia: del ruido, el intercambio, el movimiento, la palabra al silencio, la quietud, la nada, y después al otro silencio: el de la fe, la esperanza, las ganas de conversar con quien no conversa: Dios.
No sé cuántas lápidas he visto en mi vida, pero lo que tengo claro es el momento en que me di cuenta de lo obvio. Estaba yo en un panteón de la ciudad, con el recuerdo lacerante de un perro atropellado al que horas antes había visto morir. En algún lugar tengo lo que escribí cuando aquello sucedió. Comparaba a la muerte con el abandono paulatino del movimiento: la paralización total. Era eso según yo lo que definía a la muerte y lo que en el fondo causaba horror. La vida como movimiento, la muerte como parálisis.
Eso tenía en la cabeza mientras caminaba por las avenidas de un panteón muy conocido. Me detuve ante la tumba de alguien. Leía una y otra vez su epitafio y fue entonces cuando me asaltó la certeza: la muerte es la evidencia más brutal que tenemos sobre el fin de toda posibilidad. Encontré en el dicho popular el sentido que encierra sabiduría de siglos: “la esperanza muere al último”. En efecto, su desaparición es la muerte misma: la condensa, la expresa. Porque la esperanza tan sólo es un modo de la posibilidad.
Entonces, de golpe, creí comprenderlo todo. Nuestro problema con la muerte, me refiero a la de los vivos con los muertos, es que la vemos desde el horizonte de la posibilidad misma. Desde allí la juzgamos, la condenamos, la rehuimos. Desde allí elaboramos un diálogo casi imposible con ella. Porque lo que nunca se entiende del todo es el fin de toda posibilidad (el vacío total), y en el caso particular del suicidio el por qué renunciar a la posibilidad misma. En tu correo flota esa pregunta.
No sé si sea normal despertarse con la idea del suicidio clavada en la sien. Yo te diría que sí. Conozco a muchos que aunque no lo confiesen públicamente, lo han pensando alguna vez. Cierto es que hay motivos, pero creo puede suceder que la razón fundamental sea el saber que el horizonte de posibilidades ha llegado a su fin o que se acerca velozmente. Y aquí es en donde ya no comparto la actitud generalizada con el suicidio, porque la opción que se escoge es proveer al suicida de posibilidades bajo diseño y personalizadas, como la propaganda. Yo creo que no, que es necesario respetar y entender que así como a otros el mundo de las posibilidades se les abre (por suerte, por habilidad, por ingenio, por destino, por lo que quieras), a otros se les cierra abruptamente.
Ignoro si vivir colgado de la esperanza sea heroico o romántico, lo que sé y respeto es que alguien decida en íntimo ejercicio de su libertad y entendimiento que, después de tanta evidencia, no tiene caso estar como limosnero en espera de la dádiva divina. Por supuesto, se puede argumentar que la posibilidad se construye, pero voltea a tu derredor, mira la historia, y contesta en la más plena sinceridad si esas miles y miles de personas que vivieron y murieron en la pobreza, en la ignominia, construyeron la posibilidad de vivir y morir así. Por desgracia, no todo en la vida es construcción personal y voluntariosa.
El otro día, leyendo un libro, me entero de un modo de matar que aplicaba Sendero Luminoso: rociaba al desdichado con gasolina y en plena luz del día lo ataba a un poste para que se fuera quemando lentamente. Este modo tan sofisticado de prolongar el dolor me recordó a los piratas y su modo espeluznante de matar: atar de pies y manos a la víctima, hacerle un pequeño agujero en el estómago, sacar parte de su intestino y atarlo a un mástil al que, previamente cubierto de brea, se le prendía fuego. El desdichado, para no quemarse, comenzaba a retroceder, con lo cual era consciente de que esa tripa que iba saliendo del hoyo era su intestino. Así, la víctima, podía morir de tres formas: quemado, destripado o bien, si tenía suerte, ahogado cuando el barco se hundiera por completo. ¿Tuvieron alguna posibilidad de elegir cómo morir? Claro que no. Tampoco se la merecían. Pero así sucedía y así sucede. Y no porque tú, yo o quien sea lo quiera. No todo lo que queremos nos sucede ni todo lo que nos sucede lo queremos. Eso es la vida. Por eso amar es tan peculiar: por un momento (que puede durar toda la vida) suceder y querer parecen conjugarse felizmente.
Tan sólo quiero decir que no encuentro razón alguna para calificar la decisión del suicidio de una manera negativa. Si quien se suicida comete un error o no, es un juicio que pertenece a los vivos, tan felizmente inmersos en el pleno mundo de la posibilidad, incluido el de recordar y extrañar. Para el suicida su muerte debiera ser tan sólo el último acto de una conciencia plena de que aquellas, las posibilidades, llegaron a su fin.
Querida amiga: despertarme con la idea del suicido clavada en la sien no quiere decir que lo vaya a hacer (de hecho tengo razones suficientes para no hacerlo, al menos no todavía). Se trata únicamente de ejercer lo que la posibilidad misma ofrece: pensar en la actitud a tomar cuando ya no pueda pensar desde la posibilidad misma. Sólo eso.
lunes, marzo 27, 2006
Suicidio
Hoy me desperté con la idea del suicido clavada en la sien. Me sorprende porque nada hubo en los días anteriores que se asociara con la muerte o con el suicido. Pero así desperté, pensando en la conveniencia de suicidarse. Es más, imaginé que en esta ciudad la cosa es más sencilla si se carece de valor: basta con incitar los odios del rencor social para que una mano bondadosa acabe lo que el miedo o la duda no puede.
Suicidarse. Como comer, como dormirse, como descansar, el poderse matar debiera de ser un acto más, consciente y libre, pero un acto más. Que el suicido fuese el costo del “riesgo” que los bancos asumen al ver al ser humano como una mercancía más. Sólo eso. Y que matarse no fuese un asunto de juicio moral ni de impotencia: simplemente la sinceridad de decir: hasta aquí llegué, no quiero dar un paso más. Igualito que cuando intentamos subir una montaña y nos gana la falta de pasión.
Aunque claro, esta propuesta dejaría sin trabajo a los psicólogos, psiquiatras y salvadores de toda índole. Chin, mis sueños siempre acaban por dejar sin empleo a otros…
Suicidarse. Como comer, como dormirse, como descansar, el poderse matar debiera de ser un acto más, consciente y libre, pero un acto más. Que el suicido fuese el costo del “riesgo” que los bancos asumen al ver al ser humano como una mercancía más. Sólo eso. Y que matarse no fuese un asunto de juicio moral ni de impotencia: simplemente la sinceridad de decir: hasta aquí llegué, no quiero dar un paso más. Igualito que cuando intentamos subir una montaña y nos gana la falta de pasión.
Aunque claro, esta propuesta dejaría sin trabajo a los psicólogos, psiquiatras y salvadores de toda índole. Chin, mis sueños siempre acaban por dejar sin empleo a otros…
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