La búsqueda de la felicidad, dice un personaje femenino en La decadencia del imperio americano, es un claro síntoma de la decadencia del imperio, de todos los imperios, de cualquier imperio, en particular del imperio americano. Sólo que a diferencia de otras épocas, afirma Denys Arcand –escritor y director de la película– a través de sus personajes, actualmente esa felicidad parece consistir en un hedonismo sexual desmesurado (si es que un concepto así existe). En otras palabras: la felicidad no está en ni con los otros, sino en la posición ancilar del individuo con respecto al sexo. Goce puro sin vínculo real con quien se comparten líquidos, olores e incluso enfermedades. Ni siquiera se trata de poligamia: la circulación incesante no ata más allá que a su propio vértigo.
Lo curioso son los personajes: historiadores todos ellos, algunos con doctorado, otros meros ayudantes, otros más eternos asistentes. La historia –afirma uno de ellos– es un asunto de números. Números de contactos sexuales puede decir el espectador, porque ¿a qué otra cosa se puede referir semejante noción? Ni en sus peores momentos la historia cuantitativa llegó a sostener tesis tan precaria.
Números. Ocho historiadores se reúnen a comer en una casa de campo de uno de ellos. Casa de campo que es producto de la incesante productividad de los esfuerzos académicos de cada uno, aunque esa productividad poca relación guarde con la calidad de lo producido (estímulos le llaman en la universidad mexicana): uno de ellos dice resignadamente que nunca será Braudel o un Toynbee, pero tiene casa de campo y muchas experiencias sexuales. Y es aquí donde aparece lo escalofriante. La mayoría de ellos carecen de perspectiva. En todos sus relatos, tan concretamente asociados al coito, hay una notable falta de profundidad: ni siquiera se otorgan la posibilidad de una reflexión sobre el sexo, todo queda en el anecdotario. Lo evidente es que la suma de anécdotas no forman historia ni provoca a la memoria. Los sucesos son, según Braudel, la punta del iceberg de las estructuras. Pero estos historiadores no ven más allá del suceso anal, vaginal, oral. Por eso sus pocas reflexiones históricas son tan superficiales (pero altamente recompensadas): que por número los negros africanos ganarán (¿qué?, quién sabe), que los negros norteamericanos perderán; que hay más fuentes oficiales que fuentes alternativas; que Caravaggio y sus cuadros ma-ra-vi-llo-sos...
La crítica de Arcand es certera. Para cuando la película se hizo (1986) estaban en su apogeo los famosos baños oscuros en los que se daban infinitos contactos sexuales con desconocidos y que sirvieron para la propagación incontrolada del SIDA. Hay algo de terrible en esa “liberación sexual” que se convirtió en mercancía de circulación incesante. Como los pésimos artículos y libros que los “pilones” sancionan en función de su incesante circulación. Como ese saber superficial que circula incesantemente en las universidades y centros de saber.
Esa es la verdadera decadencia del imperio americano: su obstinada superficialidad que contagia cual epidemia sexual al mundo. ¿Qué lugar tiene en ese mundo Simmel y su proclamación filosófica? Haríamos bien en recordarla, sea cual sea el saber al que cada quien se dedique:
“...que lo esencial de ella [de la filosofía] no es, o no es únicamente, el contenido que se sabe, se construye o se comparte, sino una determinada actitud intelectual hacia el mundo y la vida, una forma y modo funcional de abordar las cosas y de tratar íntimamente con ellas”.
Sea pues. A la circulación incesante habría que oponer el paso sensato que no deja romper los´puentes con los otros, que no deja espacio a la desvinculación entre saber y hacer, que no da tregua a la profundidad por una más cómoda superficialidad.