lunes, diciembre 04, 2023

El ruido que ya no existe.

 Mi casa y la casa que era de mis padres comparten en estas épocas del año cierta oscuridad matutina. Son meses en los que la claridad del día atraviesa muy lentamente sus ventanas. En mi memoria, por estos días, la luz eléctrica de la cocina casi siempre fue la primera claridad de la casa. El trajín de mi madre preparando el desayuno o conversando con mi padre, ya jubilados, otorgaba a esa luz artificial la calidez del ruido. Uno sabía que allí estaban. Poco importaba distinguir lo que decían ni tampoco había demasiada importancia en lo que emitía la estación de radio que solían escuchar. Ahora que mi vida transcurre más en silencio que antes, aquellos ecos de un trajín íntimo, valioso, de certezas, se me vienen a aparecer en sueños. Será que por estos días, hace un año, hicimos lo que ahora sabemos fue el último viaje con mi madre. Nuestro último viaje antes de la orfandad total, que es como esa oscuridad de las casas. Esta conciencia golpea sin compasión todas las partes del cuerpo, pero sobre todo las de la memoria. Hoy, al despertar, el silencio en que habito se volvió, por breve momento, insoportable.

sábado, octubre 28, 2023

Sí, en mi nombre. (Copio texto de carta de apoyo personal a Imanol Ordorika para ocupar el puesto de Rector de la UNAM).

 28 de Octubre de 2023

Sí, en mi nombre.


A la Junta de Gobierno

Universidad Nacional Autónoma de México

PRESENTE


El actual proceso de selección del titular de la Rectoría de la Universidad Nacional Autónoma de México sucede en una disyuntiva profunda que determinará no sólo el rumbo que esta institución seguirá en lo inmediato sino en cierto modo su existencia misma. Si bien a nuestra universidad se le reconoce su gran importancia nacional e internacional, con indiscutibles y relevantes contribuciones académicas, científicas, intelectuales y culturales, también es necesario aceptar el hecho de que ella adolece de diversos problemas que, por no habérseles hecho frente de manera adecuada, inteligente y creativa, se han constituido en graves y dolorosas inercias lesivas para el conjunto de la vida universitaria. Esa vida sin la cual aquellos logros carecen de firme fundamento. La UNAM no debe ni puede seguir siendo “candil de la calle, oscuridad de su casa”. Tal es su disyuntiva.

La conciencia sobre este hecho entre diversos sectores universitarios ha sido clara desde hace poco más de 35 años. Se ha manifestado reiteradamente como inconformidad estudiantil, académica, de investigación y laboral. Lo cual ha traído consigo una lenta –a veces demasiado lenta– transformación de sus instancias de gobierno, áreas administrativas, y directrices de investigación y académicas, pero sin llegar a ser todo lo necesariamente profundas y suficientes que debieran ser. La UNAM está en deuda consigo misma. Se debe a sí misma un cambio que, además de fortalecerla para que sus logros continúen y se incrementen, retome decididamente lo que alguna vez indiscutiblemente fue por mérito propio y vocación estructural: una conciencia crítica del país.

Escatimar los cambios que en los últimos años se están viviendo en el país, se esté de acuerdo con ellos o no, además de miope es suicida. Nuestra Casa de Estudios no debe seguir eligiendo ser una ficticia torre de marfil, supuestamente impoluta, escudándose en la distancia de todo aquello que no esté relacionado con sus logros como señera institución académica nacional e internacional. Está obligada a dialogar críticamente con el país, con su población, y por eso mismo, con su comunidad.

Hasta ahora, de las y los universitarios que se consideraron con la capacidad y conocimiento suficientes para ser elegidos por la Junta de Gobierno para el puesto de Rector de la UNAM, solamente uno de ellos, el Dr. Imanol Ordorika Sacristán, ha estado vinculado con todo este proceso de lento cambio que ha tenido lugar en la UNAM y que, por ende, puede conducirla por el camino de la transformación que requiere. Solo el Dr. Ordorika Sacristán ha centrado su mirada en la comunidad para agudizar su comprensión de los ámbitos institucionales que la constituyen. A pesar de los esfuerzos de la Junta de Gobierno por “democratizar” la designación de quien ocupará el puesto de Rector de la UNAM, impulsando la difusión de los programas de los candidatos a dirigirla a través de los medios de comunicación con que cuenta la institución, y de los ecos que estos programas han tenido en los medios de comunicación masiva nacional, solo el Dr. Imanol ha asumido el diálogo con su comunidad sobre lo que ésta requiere, y ha presentando, en estrecha articulación con ello, los cambios estructurales que en ella deben tener lugar para atajar aquellas inercias lesivas que la afectan.

Únicamente el Dr. Imanol Ordorika Sacristán ha asumido explícitamente que ocupar el puesto de Rector de la Universidad Nacional Autónoma de México es antes que cualquier otra cosa un compromiso con su comunidad. A diferencia de otros aspirantes a ese puesto, de quien actualmente lo ocupa y de quienes lo han ocupado en las últimas décadas, el Dr. Ordorika ha decidido encontrarse con la comunidad universitaria acudiendo a sus escuelas, facultades, institutos, preparatorias y colegios de ciencias y humanidades para presentar su diagnóstico y soluciones posibles a los problemas que afronta nuestra casa de estudios. Ha acudido no sólo para dar conocer, también para dialogar. Una democracia sin diálogo es una ficción. Ha sido esta convicción, que incluye su llamado, ignorado por la propia Junta de Gobierno, a tener debates entre los candidatos a ocupar el puesto de Rector de la UNAM, lo que le ha valido ser reconocido como el aspirante más adecuado a ese puesto en la consulta que legítimamente organizaron recientemente profesores, estudiantes y trabajadores universitarios sobre una designación que no debiera ni ya puede mantenerlos subordinadamente incorporados a esa designación.

Lo ha hecho no como un acto de proselitismo ni como político, sino desde el lugar que la universidad misma le ha enseñado: el del conocimiento, la práctica, la planeación articulada. Su destacada formación, en la que se integra profesionalmente la perspectiva científica con la de las ciencias sociales; su interés profesional, centrado desde sus años estudiantiles en los temas relacionados con la educación superior en México (su situación, sus horizontes de posibilidad, sus limitaciones); su práctica profesional, que le ha llevado a participar en la vida institucional y programática de nuestra Universidad relacionada con sus ámbitos de estudio e interés; su conocimiento de la vida universitaria en todos los niveles por seguir formando parte de ellos; así como su capacidad de diálogo, certero, atento y constructivo, tanto en el ámbito universitario como fuera de él, lo convierten en el único candidato a ocupar el puesto de Rector que puede conducir con acierto la transformación que la universidad necesita tanto para su comunidad como para el país.

Sin abordar completamente el programa que en sus presentaciones ha delineado el Dr. Ordorika Sacristán para su posible gestión como Rector de la UNAM, vale la pena enumerar los siguientes aspectos como los indicadores de un cambio posible en la Máxima Casa de Estudios: 1. Detener, que no sólo contener, la violencia de género que se vive en nuestra casa de estudios; 2. Diseñar una política institucional que contribuya a disminuir la desigualdad social de sus estudiantes; 3. Rediseñar la distribución del ingreso de la UNAM, esto es, acotar y delimitar la distancia que existe en el ingreso de la burocracia, los investigadores y los profesores universitarios; 4. Repensar material y salarialmente la situación de los profesores de asignatura y ayudantes de profesor, que, como se sabe, son los que mayoritariamente sostienen sobre sus espaldas la formación de los estudiantes universitarios; 5. Democratizar las instancias de decisión gubernamental de la UNAM; 6. Una gestión de puertas abiertas y consenso; 7. La defensa radical y racional de la autonomía universitaria; 8. Repensar las formas de evaluación y egreso de los estudiantes universitarios.

Es por todas estas razones que, como universitario, como parte de esa masa anónima de profesores de asignatura que a fuerza de voluntad, inteligencia y creatividad mantenemos a flote esta universidad en donde es sumamente importante, los salones de clase, digo sí, en mi nombre, a la designación del Dr. Imanol Ordorika Sacristán como Rector de la UNAM para los siguientes cuatro años de gestión.


Isaac García Venegas

Profesor de Asignatura Interino A

Facultad de Filosofía y Letras SUAyED

Escuela Nacional de Trabajo Social

lunes, julio 17, 2023

Anécdotas de azotea.

Regresar a donde se vivió de chico trae consigo el descubrimiento de quien uno fue y supone no haber sido. Más acá de los vericuetos psicológicos, la memoria suele retener lo que por una u otra razón importó desde entonces. Ahora vivo en el dúplex en el que lo hice hasta los 10 años tal vez, no lo tengo claro, con el detalle de que ahora habito en la casa superior, no en la inferior como entonces. 
       A diferencia de aquellos años, de predominante clima templado, ahora, como consecuencia de nuestro enquistado espíritu cementero, el calor es infernal. Al paso de los años, los árboles que sembramos con mi padre para que al crecer lo suficiente dieran sombra a la casa y a la de mi abuela, habitante del lugar en donde ahora vivo, fueron derribados. Por esta desnudez cementera, el sol hace de mi casa un horno permanente en el que me siento un chancho en asado permanente. No hay por supuesto nada erótico en andar semidesnudo y sudando por la casa. Ni que fuera uno actor de Nueve Semanas y Media para jugar eróticamente con las luces, sombras y circunstancias del momento. Además, obvia decirlo, cotidianamente no hay con quien jugar, y el reflejo que me trae el espejo es de lo menos seductor que he visto en mi vida.
    La desnudez cementera ha dado al traste con muchas cosas de las que recuerdo del entorno: murciélagos, azotadores (de sangre tan verde como los líquidos de antaño con que limpiábamos los acetatos), catarinas, abejorros, tarántulas, tlacuaches, caracoles, tréboles de cuatro hojas, etcétera. También acabó con el espectáculo que las mañanas me deparaban: los volcanes nevados. Lo que ahora hay es una brutal luz blanquecina que lo calienta absolutamente todo.
    Con el afán de volver habitable el hogar, es decir, con el intento desesperado de dejar de concebirme como chancho asado, mi hermana, que es mucho más inteligente que yo, vino con un plan que sustituyó mi idea de poner un producto especial, con tratamiento nanotecnológico, supuestamente capaz de reflejar y absorber la luz del sol y el calor. Con su lógica de ingeniera, su conocimiento técnico (no cuento mi cara de estúpido cuando me dijo que la losa del techo era carámica por lo que la transmisión de calor a las paredes laterales era inevitable), me dio la solución más sencilla y viable: hacer sombra en el techo. Me explicó: hay que poner mallasombra a unos 20 centímetros del techo para que la inclinación perpendicular del sol no le de a la mayor parte de la azotea, y por supuesto, para que cuando esté en el cenit, tampoco le de directamente. Añadió doctamente: es importante que circule el aire, para que disipe el calor. Así la casa no se calentará tanto, porque no habrá transmisión de calor a las paredes laterales desde el techo, remató. Mi-gesto-de-pendejo-quedó-tatuado-para-siempre-en-sus-pupilas. ¡Ira tú!
    Una cosa es planear y otra hacer. La recomendación vino con escuetas instrucciones que en mi imaginación se convirtieron en estrategias de batalla para un general con escasas ideas sobre la guerra, las armas y los batallones. Pero, como siempre he pensado ante situaciones parecidas, me dije: ni que fuera tan difícil hacer lo que uno no sabe hacer. Armado de paciencia (sospecho que hay algún trauma que me suscita una enorme reticencia a ciertas cosas prácticas, lo cual me vuelve una suerte de oso perezoso), busqué a un herrero. Mi experiencia con trabajadores de la construcción no es la mejor en términos laborales. Perdura en mi memoria la manera de trabajar de quienes colaboraban con mi padre: eficientes, puntuales, bien hechos. Andando el tiempo supe que mi padre tuvo mucho que ver con su educación laboral. Pero la mayoría de los trabajadores no se formaron con él, por tanto eso de la eficiencia, puntulidad y perfección les es bastante ajena. Resignado a los fallos laborales (lo sé, no son fallos, son condiciones de trabajo), decidí ir con un herrero “bien calificado” en la web cuyo taller se encuentra curzando el canal de Cuemanco.
    Al dirigirme a su negocio, siguiendo religiosamente las indicaciones del google maps, pensaba yo en todo lo que se decía y había en la zona cuando chico. Mi recuerdo más entusiasta son los elotes, sí, los elotes. En toda la zona los había, en la calzada México-Xochimilco uno se detenía a comerlos, tiernos, asados, deliciosamente preparados. Es uno de los recuerdos más consistentes que tengo: regresar de algún viaje, bajar del auto a comer elotes y esquites. Quizá por eso me gustan tanto, aunque ahora deba peregrinar para hallar algún puesto que los venda y prepare bien en una zona en donde eso antes era costumbre. Pinche desnudez cementera.
    Mi otro recuerdo consistente de la zona son las advertencias sobre su peligrosidad. Al caminar por una calle adyacente al Canal es evidente el motivo del argumento: entre desierto y descuidado, se supone puede pasar cualquier cosa, sobre todo si, como sucedía por aquellos años, lo que había era harta milpa. Ya se sabe: concreciones estereotípicas que sustituyen la realidad. Ahora lo entiendo: rumores que se establecen entre los límites de zonas urbanas y agrícolas, territorios fronterizos entre clases sociales. Pura mierda pues.
    Luego de “explicar” lo que necesitaba –¿cómo se explica con claridad cuando se desconocen los términos precisos?–, el herrero, observando el dibujo que hice –recomendación de mi padre: en términos constructivos siempre es mejor presentar dibujos en tercera dimensión para que se comprenda claramente lo que se necesita–, me asegura que en ocho días irá a colocar lo solicitado, previo pago de un adelanto del 50%. Al transferirle el porcentaje solicitado, manifestó sus dudas sobre la eficiencia de lo planeado y solicitado. Mi respuesta: puede que no la tenga, pero si sirve sospecho tendrás mucho trabajo porque comenzará la imitación. Fin de las dudas.
    El día acordado pero no a la hora señalada, el herrero llegó con su hijo, y posteriormente, su hija, que llevó algo necesario que habían olvidado. En la azotea, conversamos largamente. El paso de los minutos y la abundancia de las palabras contribuyeron a que se fuese perdiendo la seriedad de quien se desconoce, de quien contrata y de quien trabaja.
    Al ver al herrero hincarse con algo de esfuerzo, le hice algún comentario jocoso. Su respuesta fue que el día anterior había ido a bailar sin su esposa, razón por la que estaba jodido de las rodillas. Pensé muchas cosas, pero mejor hice la pregunta obvia: ¿qué bailas que tu esposa no te acompaña? High energy, respondió. Tengo un conocimiento vago del asunto, así que para no errar pregunté a qué se refería con eso. Respondió lacónicamente: Polymarchs. Toda una época se me vino encima: los cassetes, el trailer, las montañas de bocinas, las luces, y un grupo muy específico de jóvenes bailando (ya sé, mero estereotipo).
    A lo anterior, rápidamente añadió: lo conocí aquí, en la otra manzana, hace muchos años, cosa rara porque esta zona es fresa ¿no?; tú eres fresa, remató. ¿Habrá algún modo de relacionarnos que no tenga como fundamento el estereotipo?, ¿cómo explicarle que el estereotipo es la forma expedita de hablar de clases sociales sin pasar por el trago amargo de reconocerse involucrado en una lucha brutal que antes llamaban “de clases” y que ahora se deja roma con eso de los pobres, los ricos y la desigualdad? A su afirmación sobre mi freses respondí: supongo, ya sabes, viví y vivo en estos lares de clase media creciente que ha terminado anquilosada en clase media baja. Se ríe aunque ignoro si me expliqué con claridad.
    Me contó que una de sus pasiones, además de la herrería, es bailar ese tipo de música. Esa pasión le llevó, me dice, a ser mesero en un antro, y trabajar en el “ambiente” por una década, hasta que se convenció que lo suyo es la herrería. Ya como gato al que mata la curiosidad, le pregunté por el antro en el que se adentró en el “ambiente”. Me informa como si fuera de lo más natural: el Tiffanis. Otra avalancha de época se vino sobre mí. El “gatifanis”, me dije. ¿Conociste al Mauricio?,  le pregunto. Entusiasta responde: ¡No mames! ¡El Mauricio! ¡Claro, era mi compa! De hecho, fui gerente de uno de sus antros. Sonrío, le cuento que es amigo de mi hermano, que iba en Prepa 5, que… (me callo esas otras historias de silencio necesario sobre él, su padre y su hermano) era simpático, que con sus autos Grand Marquis le daba unos besos en la defensa trasera a mi madre que manejaba su Brasilia verde, que mi madre lo narraba con cierto dejo de risa, porque a ella los jóvenes le parecían hilarantes.
    Entre anécdotas las horas pasaron, el trabajo se concluyó. Días después, subí de nuevo a la azotea para instalar las mallasombras. Como vivo solo, es un trabajo que me tocó hacer en solitario, con empeño y lleno de recuerdos, sobre todo de mi padre, quien  detestaba derrochar energía y dar vueltas. Simpre me decía lo mismo: piensa lo que vas a hacer; lleva lo necesario; aplícate, no te distraigas. Mi padre no gustaba de malas palabras, pero sus indicaciones concretas era no-trabajes-a-lo-pendejo. Así que luego de traer al presente su consejo, me pasé mis buenas horas en la azotea, colocando la malla sombra. Fue entonces cuando lo recordé con nitidez.
    La primaria a la que iba estaba tan cerca de mi casa que se alcanzaba a escuchar la chicharra que indicaba el inminente cierre de la escuela para comenzar las labores correspondientes. En cambio, para mí, su chicharra era como la preventiva de un semáforo: su sonido indicaba la hora para salir corriendo con ganas de que la puerta de la escuela estuviese cerrada, un deseo permanentemente frustrado: la hallaba a punto de cerrarse y resignadamente entraba a la escuela para iniciar mi día de clases.
    Al regresar a casa, solo o acompañado con amigos, velozmente abría la puerta, aventaba mi mochila para salir corriendo, para no regresar hasta que alguien estuviese en ella. No se trataba de vagancia, sino de lo que yo solía ver en la azotea de la casa de mi abuela: un duende horripilante sentado que me observaba furiosamente. Cuando conté eso solamente mi abuela me creyó; la mayoría pensaba se trataba de mi febril imaginación.
    Mi abuela pertenecía a aquellas generaciones para las que la medicina tradicional era recurrente. Solía hacer cosas que muy fácilmente se calificaban y siguen calificando de brujería, chamanismo, etcétera. Por eso me creyó, y por eso mismo decidió educarme al respecto. Me sorprendí cuando, al pasar de los años, me enteré que distintas personas decían ver ese duende o a un niño. Yo lo seguí viendo hasta que nos cambiamos de casa. Fue este recuerdo el que me hizo sentarme al borde de la azotea, precisamente en el lugar en el que yo solía verlo.
    Tomando agua, balanceando mis piernas sobre el vacío, miré con curiosidad a la mascota de mis vecinos, una perra rescatada que conmigo es amable y tierna, pero que ahora me ladraba con cierta furia, como si no me conociera. Al poco rato, por el andador pasó una señora con su hijo, un niño que me miró desconcertado. Yo le observaba preguntándome qué demonios estaría pensando. Las miradas curiosas de vecinos residentes en los edificios de alrededor hizo evidente el morbo sobre las razones de mi estar allí, sentado en la azotea, con mi sombrero, mi paliacate, mi camisa de manga larga y pantalones negros. Tal vez, pensé, el duende soy yo. Sonreí. Quizá entonces fui y soy el duende de mí mismo.
    Mientras recogía las cosas para bajar de la azotea una vez concluida la tarea, vino a mi memoria la sesión con la psicóloga en la que me hizo preguntas sobre aquellas experiencias (la del duende y otras). 
    –¿Cómo lo interpretas ahora? –preguntó con voz suave y mirada incisiva.
    –Fue el encuentro más aleccionador que tuve con lo otro –respondí después de cavilar un momento.
    Su mirada de interrogación no me pasó inadevertida. Así que amplié mi respuesta.
    –Hace tiempo, en un seminario, un filósofo español insistía en nuestra incapacidad de ver lo otro como otro, debido a esa necedad tan nuestra de querer ver lo similar en lo otro. No hay nada que pueda asimilarme a un duende; fue, me parece, mi primer encuentro con lo otro, un encuentro que ni siquiera pasó por la afirmación de que aquello no se parecía a mí o a algo conocido.
    La psicóloga anotó sin convicción.
    –Lo otro –comenté con un dejo de ironía– es que mi abuela tuviera razón: no creo en las brujas, pero de que las hay, las hay.
    Al bajar de la azotea, conciente de aquello de las tres pes que decía mi padre estaban presentes al terminar cualquier obra constructiva (Puertas, Pintura y Pendejadas), medito en aquella interpretación. Tal vez nunca me encontré con ese otro porque, como dije, uno descubre, en un momento, que uno fue quien no supuso ser. En este caso, el duende que un niño miraba aterrado; un duende que se preguntaba por aquello que un niño podía estar pensando; un duende que apreciaba desde las alturas el espectáculo de un mundo carente de respuestas, lleno de suposiciones y estereotipos.
    Escribo esto, ahora, gozando de una temperatura aceptable dentro de la casa. He dejado de ser un chancho asado. Quizá por eso, me planteo sin mucha convicción la posibilidad de asistir a un concierto de high energy (total, ya tengo una rodilla jodida). Ante la duda, miro al techo. Ojalá también el duende disfrute de la sombra, me digo.


viernes, febrero 24, 2023

Escucho tu voz.

Nunca te sentiste cómoda con la tecnología. Mucho menos cuando lo electrónico desplazó a lo mecánico. Aún recuerdo tu desconfianza hacia los cajeros automáticos cuando se generalizaron. Tus dudas tenían que ver con aquello que pensabas ya no ibas a entender. Pese a todo, te afanabas. A mí, por el contrario, me tocó el florecimiento de ese mundo. Por supuesto, ahora, tan solo soy un dinosaurio para las nuevas generaciones. Sus preocupaciones e implicaciones tecnológicas no son las mías. Incluso voy en retroceso, regreso a la hoja, la pluma, el lapicero. Vuelvo, como antes, a vagar por librerías para comprar libros que además de su contenido me atraen por su olor: “este libro huele a incomodidad”, “este a trivialidad”, “este a verborrea”. Pero mira, gracias a ese mundo, tan ajeno a ti y que ahora me expulsa con rapidez, tengo grabada tu voz, ya cascada, pero que conserva su timbre. Chuleas un pato, y al hacerlo, tu voz se parece tanto a la de mi abuela, o por lo menos, a la que recuerdo de ella. Le hablas al animal con ternura, pero también como si lo conocieras desde hace tiempo. Escucharte me llena de alegría. No me hablas a mí, pero allí estaba y aquí estoy. También se escucha la voz de mi hermana, mientras el pato posa frente a mi cámara, sabiéndose gustado, pero solicitando alimento. “¡Déjate de hacer tonto!”, parece decirme. Veo una y otra vez el fragmento en el que hablas mientras pienso cuan seguro estaba de haberte conservado en fotografías, de poder invocar tus recuerdos o simplemente dejar que la memoria hiciera lo que quisiera con tu presencia en mi vida. Pero ahora me doy cuenta lo frágil que es la memoria de una voz, de un tono, incluso de ciertos modos de hablar, ciertas muletillas (“¡vóytelas!”, “compañera”, “¡se me paran las pestañas!”). No me recrimino no haber grabado tu voz, pero sí me gustaría haberlo hecho en muy distintos momentos. Hubiese sido la gloria grabar tus carcajadas “discretas”. Te tengo en mi corazón, pero también yo envejezco: me desvanezco. A persistir a veces la tecnología ayuda. Sea como fuere, ahora, mi celular se ha vuelto una máquina del tiempo: en su pantalla están tú y mi padre, y a la vuelta de un toque, tu voz. La escucho, te escucho, sonrío...

martes, febrero 14, 2023

Desmadrado y burocratizado

 Cuando a mis alumnos les hablo del Estado, lo hago siempre desde la perspectiva que lo considera un instrumento de clase, y por tanto, de dominio. No les concedo aquellos discursos, en mi opinión ingenuos,  que por eso mismo afirman la disputa de su dominio. Su huella es indeleble, no hay modo de salvarla. Orwell, que no era socialista, retrató ese hecho que para su desgracia no fue y no es privativo del "socialismo realmente existente”. Pero ahora que, junto con mi hermana, enfrento los procesos burocráticos necesarios después de la muerte de mi madre, tengo enorme cantidad de ejemplos para mostrar que para el Estado el ciudadano no es eso, o sin dejar de serlo, en realidad fundamentalmente es otra cosa: mano de obra en cadena de producción, impuestos y códigos que los confirman o dan de baja. En términos administrativos parece más complicado morirse (por supuesto me refiero para los deudos) que vivir. La nada (que es el destino ineluctable de todo ser vivo) se transforma en un inacabable laberinto kafkiano. A las historias de dolor propias de la pérdida de un ser querido hay que sumarle y asumir estoicamente las historias de terror de ese laberinto. Cuando se te muere un ser querido no solo hay que afrontar esa pérdida, sino saberse inmerso en la burocracia infernal del Estado, de los burócratas, de los sindicatos e incluso de quien ejerce su vasto poder en escritorios y recepciones. Así que sumo dos adjetivos a mi ser: des-madrado y burocratizado.

jueves, febrero 09, 2023

Los cuatro yos que soy.

 Hoy estuve un par de horas en las mesas que están frente a una tienda de conveniencia. Intenté sin éxito comer algo antes de ir a clase, quise disfrutar infructuosamente un café y una galleta. No pude ingerir nada, mucho menos digerir. Los cuatro yos que soy parecen no estar dispuestos a unirse, a ceder. Cada uno anda por su pista, reclamando para sí sentimientos que me convierten en un papalote a la deriva. El remolino que me habita, desde aquella fatídica madrugada del 14, no me permite concentrarme en nada. Leer, escribir, pensar, son cosas que ahora me eluden. Pareciese que hubiesen sido expulsadas violentamente de mi voluntad. Estoy roto, descompuesto, suspendido.

Cierto, aún observo. Vi a muchas familias ir de compras, comer, discutir, conversar, sonreír. Sobre todo vi a muchas madres, determinando las pautas de la convivencia. Recordé cuando hace siglos iba con mi madre y abuela a la tienda SCOP o la del IMSS, era toda una aventura. Años en los que aún no conocía del todo la angustia ni la tristeza. Recordé las manos de ambas. Muchos de mis pasos los di con ellas, tomado de sus manos. Ellas eran la certeza que ya no poseo ni me habita. Quizá por ello, sin proponérnoslo, los ritos funerarios laicos y simbólicos, con palabras compartidas, los hicimos con ellas. Mi padre se convirtió en un árbol, mi abuela y madre en paisaje. Con ellas hubo palabras, muchas más que las mías (no es que lo que escriba valga la pena, es el modo como lidio con las pérdidas). Porque ellas si no lo fueron todo al menos fueron el sentido de gran parte de ese todo. Ahora lo sé: la orfandad es la ausencia de sentido, y por supuesto, la tristeza que se ciñe a la sangre, a los huesos, al tuétano. Sentado allí me pensé solo, huérfano, suspendido, quebrado. Cada yo que ahora soy, tirando por su cuenta hacia sus abismos.

Aun así, también me dio por darme cuenta cuan querido soy. He recibido palabras, gestos, actos que me sorprenden. No estoy seguro sean por el desamparo, más bien sospecho es por el cariño. Es como si una tierna caricia tendiera paulatinamente un pequeño cerco para contener a esos cuatro que yo soy. A la tristeza que me habita se suma ahora la ternura. Afirma el cantautor que nadie elige su amor, sospecho que  tampoco se elige ser querido. Rostros, nombres, gestos, palabras, abrazos me llegan cual olas que intentan mitigar, desvanecer ese remolino que soy.

Sin mucha convicción dejé aquella mesa para ir a hacer de la palabra ese salto amoroso y mortal que intenta llegar a los otros. Solo, horas después, me perturban de nuevo esos cuatro, pero ahora sé que soy querido. ¿Cómo mierda pude olvidar eso? Tan lo soy que esa mi madre y mi abuela, mi padre y mis tías, parecen haberme esculpido a mano (lo afirmo sin ánimo de valorarme positivamente cual obra de arte).

Suspiro. Cierro los ojos. Veo ese remolino y esas olas de ternura. Abro los ojos y les pienso, a todos.

miércoles, junio 08, 2022

Hablando solo

Afortunadamente en mi casa no hay cámaras ni micrófonos. De lo contrario quedaría registrado un persistente hablar solo en voz alta. A veces Siri, el “asistente inteligente”, se da cuenta, y responde las cosas más disparatadas que se pueda imaginar. Si no la más común, sí la más frecuente es declarar que no me entiende. Y yo la entiendo. Alguna vez, dando una conferencia magistral, Siri respondió que no me entendía, sentencia que se escuchó en todo el auditorio por estar enlazado mi teléfono a una bocina portátil, artilugios que antes solía usar para proyectar documentales y comentarlos. Mi muy inmediata respuesta al micrófono fue decirle que si ella no me entendía quizá nadie más lo hacía en el auditorio. Las risas estallaron, rompiendo la dinámica del momento incómodo. En descargo de mi “asistente” hay que decir no es muy inteligente aunque parece saber muchas cosas. Pero en realidad no sabe nada de nada. Por ejemplo, eso de los muertos, mis muertos. Ellos no vienen ocasionalmente a visitarme, muy al contrario, todos los días están aquí. Con ellos converso largamente. Los nombres de mis muertos salen por mi boca casi diario, incluyendo los simbólicos. José Emilio Pacheco, refiriéndose al amor, decía que la vida o la muerte separa, sin alternativa. Pienso que no sólo en el amor. O quizá sea cierto a condición de entenderlo en un sentido tan lato que incluya cariños y simpatías. La separaciones radicales en vida la pueblan de muertos simbólicos. También con ellos converso. La tristeza, la decepción, los problemas, el trajín, las dudas, la alegría, la felicidad, forman parte del arsenal de ese intercambio desigual de palabras. Porque ellos nos responden, me obsequian momentos de su vida, esa vida que vi, que percibí, de la que me enteré, y que recordándolas las reinvento. Pero siempre son más concisos que yo. A raíz de una lectura reciente, a todos ellos fui a preguntarles su hacer justificado por el amor. Les conté de la historia de ese libro: ella, por amor, asesina una, dos, tres veces, y estaba dispuesta a hacerlo más veces. Sin embargo, pareciese que en realidad actúa por otros razones, vanidad, celos, deseos, imaginaciones desviadas. Y cuando el lector se percata de ello termina por convencerse de que la protagonista tiene actos que efectivamente parecen de amor. Mis muertos no me dicen gran cosa, me responden con sus vidas. Ninguno de ellos asesinó nunca, por lo menos físicamente, porque en realidad uno se la pasa asesinando simbólicamente muchas veces. Pero me doy cuenta que en realidad no sé mucho de ellos. De algún modo termino convencido de que para mis muertos soy un pálido fantasma en desvanecimiento. Pedirle a Siri que entienda esto es demasiado. Por eso lo mejor es hablarle del clima.