Hoy estuve un par de horas en las mesas que están frente a una tienda de conveniencia. Intenté sin éxito comer algo antes de ir a clase, quise disfrutar infructuosamente un café y una galleta. No pude ingerir nada, mucho menos digerir. Los cuatro yos que soy parecen no estar dispuestos a unirse, a ceder. Cada uno anda por su pista, reclamando para sí sentimientos que me convierten en un papalote a la deriva. El remolino que me habita, desde aquella fatídica madrugada del 14, no me permite concentrarme en nada. Leer, escribir, pensar, son cosas que ahora me eluden. Pareciese que hubiesen sido expulsadas violentamente de mi voluntad. Estoy roto, descompuesto, suspendido.
Cierto, aún observo. Vi a muchas familias ir de compras, comer, discutir, conversar, sonreír. Sobre todo vi a muchas madres, determinando las pautas de la convivencia. Recordé cuando hace siglos iba con mi madre y abuela a la tienda SCOP o la del IMSS, era toda una aventura. Años en los que aún no conocía del todo la angustia ni la tristeza. Recordé las manos de ambas. Muchos de mis pasos los di con ellas, tomado de sus manos. Ellas eran la certeza que ya no poseo ni me habita. Quizá por ello, sin proponérnoslo, los ritos funerarios laicos y simbólicos, con palabras compartidas, los hicimos con ellas. Mi padre se convirtió en un árbol, mi abuela y madre en paisaje. Con ellas hubo palabras, muchas más que las mías (no es que lo que escriba valga la pena, es el modo como lidio con las pérdidas). Porque ellas si no lo fueron todo al menos fueron el sentido de gran parte de ese todo. Ahora lo sé: la orfandad es la ausencia de sentido, y por supuesto, la tristeza que se ciñe a la sangre, a los huesos, al tuétano. Sentado allí me pensé solo, huérfano, suspendido, quebrado. Cada yo que ahora soy, tirando por su cuenta hacia sus abismos.
Aun así, también me dio por darme cuenta cuan querido soy. He recibido palabras, gestos, actos que me sorprenden. No estoy seguro sean por el desamparo, más bien sospecho es por el cariño. Es como si una tierna caricia tendiera paulatinamente un pequeño cerco para contener a esos cuatro que yo soy. A la tristeza que me habita se suma ahora la ternura. Afirma el cantautor que nadie elige su amor, sospecho que tampoco se elige ser querido. Rostros, nombres, gestos, palabras, abrazos me llegan cual olas que intentan mitigar, desvanecer ese remolino que soy.
Sin mucha convicción dejé aquella mesa para ir a hacer de la palabra ese salto amoroso y mortal que intenta llegar a los otros. Solo, horas después, me perturban de nuevo esos cuatro, pero ahora sé que soy querido. ¿Cómo mierda pude olvidar eso? Tan lo soy que esa mi madre y mi abuela, mi padre y mis tías, parecen haberme esculpido a mano (lo afirmo sin ánimo de valorarme positivamente cual obra de arte).
Suspiro. Cierro los ojos. Veo ese remolino y esas olas de ternura. Abro los ojos y les pienso, a todos.