Nunca te sentiste cómoda con la tecnología. Mucho menos cuando lo electrónico desplazó a lo mecánico. Aún recuerdo tu desconfianza hacia los cajeros automáticos cuando se generalizaron. Tus dudas tenían que ver con aquello que pensabas ya no ibas a entender. Pese a todo, te afanabas. A mí, por el contrario, me tocó el florecimiento de ese mundo. Por supuesto, ahora, tan solo soy un dinosaurio para las nuevas generaciones. Sus preocupaciones e implicaciones tecnológicas no son las mías. Incluso voy en retroceso, regreso a la hoja, la pluma, el lapicero. Vuelvo, como antes, a vagar por librerías para comprar libros que además de su contenido me atraen por su olor: “este libro huele a incomodidad”, “este a trivialidad”, “este a verborrea”. Pero mira, gracias a ese mundo, tan ajeno a ti y que ahora me expulsa con rapidez, tengo grabada tu voz, ya cascada, pero que conserva su timbre. Chuleas un pato, y al hacerlo, tu voz se parece tanto a la de mi abuela, o por lo menos, a la que recuerdo de ella. Le hablas al animal con ternura, pero también como si lo conocieras desde hace tiempo. Escucharte me llena de alegría. No me hablas a mí, pero allí estaba y aquí estoy. También se escucha la voz de mi hermana, mientras el pato posa frente a mi cámara, sabiéndose gustado, pero solicitando alimento. “¡Déjate de hacer tonto!”, parece decirme. Veo una y otra vez el fragmento en el que hablas mientras pienso cuan seguro estaba de haberte conservado en fotografías, de poder invocar tus recuerdos o simplemente dejar que la memoria hiciera lo que quisiera con tu presencia en mi vida. Pero ahora me doy cuenta lo frágil que es la memoria de una voz, de un tono, incluso de ciertos modos de hablar, ciertas muletillas (“¡vóytelas!”, “compañera”, “¡se me paran las pestañas!”). No me recrimino no haber grabado tu voz, pero sí me gustaría haberlo hecho en muy distintos momentos. Hubiese sido la gloria grabar tus carcajadas “discretas”. Te tengo en mi corazón, pero también yo envejezco: me desvanezco. A persistir a veces la tecnología ayuda. Sea como fuere, ahora, mi celular se ha vuelto una máquina del tiempo: en su pantalla están tú y mi padre, y a la vuelta de un toque, tu voz. La escucho, te escucho, sonrío...