Cuando a mis alumnos les hablo del Estado, lo hago siempre desde la perspectiva que lo considera un instrumento de clase, y por tanto, de dominio. No les concedo aquellos discursos, en mi opinión ingenuos, que por eso mismo afirman la disputa de su dominio. Su huella es indeleble, no hay modo de salvarla. Orwell, que no era socialista, retrató ese hecho que para su desgracia no fue y no es privativo del "socialismo realmente existente”. Pero ahora que, junto con mi hermana, enfrento los procesos burocráticos necesarios después de la muerte de mi madre, tengo enorme cantidad de ejemplos para mostrar que para el Estado el ciudadano no es eso, o sin dejar de serlo, en realidad fundamentalmente es otra cosa: mano de obra en cadena de producción, impuestos y códigos que los confirman o dan de baja. En términos administrativos parece más complicado morirse (por supuesto me refiero para los deudos) que vivir. La nada (que es el destino ineluctable de todo ser vivo) se transforma en un inacabable laberinto kafkiano. A las historias de dolor propias de la pérdida de un ser querido hay que sumarle y asumir estoicamente las historias de terror de ese laberinto. Cuando se te muere un ser querido no solo hay que afrontar esa pérdida, sino saberse inmerso en la burocracia infernal del Estado, de los burócratas, de los sindicatos e incluso de quien ejerce su vasto poder en escritorios y recepciones. Así que sumo dos adjetivos a mi ser: des-madrado y burocratizado.