domingo, noviembre 09, 2014

Lo que viene, lo que queda, lo que me duele

Al parecer, la extraordinaria capacidad teatral del PRI está de capa caída. Quizá se confiaron demasiado en que la protesta social no lograría articular absolutamente nada, basados en las experiencias de las elecciones de 2006, de 2012, y de las diversas reformas aprobadas recientemente. Pero una parte de la sociedad mexicana, cada vez más creciente, le responde con una memorable y sonora bofetada. Hoy, la preocupación central de ese partido y del gobierno de él emanado, esto es, desacreditar a los opositores políticos, como el PRD y los emblemáticos Cuauhtémoc Cárdenas y Andrés Manuel López Obrador, con miras a las elecciones del año próximo, se revela en realidad como una miopía mayúscula. Sus analistas y asesores se dan cuenta, demasiado tarde, que erraron el camino. Ahora, lo enmiendan de la peor manera posible. Ese es el yerro, impensable en el otrora gran actor que por momentos fue el PRI.

Los padres de los normalistas desaparecidos y los líderes estudiantiles de la normal rural de Ayotzinapa tienen razón. El teatro armado por Murillo Kram tiene como principal objetivo facilitar la salida del titular del poder ejecutivo al extranjero con el fin de contrarrestar el reclamo internacional que se ha levantado hacia su gobierno con motivo de lo acaecido en Iguala. Pero esta certeza no puede ni debe hacer caso omiso de lo que viene sucediendo desde el 27 de septiembre; no puede ignorarse el esfuerzo de la PGR por construir un discurso que culpa al narcotráfico y a políticos corruptos de los terribles sucesos de Iguala. Con ello, por supuesto, intenta salvar al gobierno de la acusación que se le hace sobre su responsabilidad en el crimen y la consigna de que se trató de un crimen de Estado. Pero también, y eso es lo que se advierte poco, lo que pretende es volver víctima al propio gobierno. En efecto, al atribuir a la “corrupción” la responsabilidad de lo sucedido, lo que pretende es afirmar que como tal, el Estado mexicano y su gobierno están fundamentalmente bien y en lo correcto, y que son también víctimas porque se encuentran bajo el acoso de la corrupción, cuya explicación no pasa de la responsabilidad individual del que se deja corromper. Este y no otro es el verdadero sentido del pacto que propone el poder ejecutivo: luchar contra los malos que desde su propia e individual maldad desean minar el esfuerzo gubernamental por modernizar a México.

Pero la burda maniobra del la PGR y su titular, cuya actuación de congoja y preocupación se vino abajo con aquello de “ya estoy cansado”, también indica otra cosa. Y es que, después de la marcha del 5 de noviembre, cuya capacidad de convocatoria mostró que la protesta va creciendo de manera constante, el gobierno, que hasta ese momento se había limitado a administrar el conflicto para golpear a los adversarios políticos, decidió pasar a la ofensiva. En efecto, lo de menos fue recuperar la narración de Solalinde poco más de 15 días después; exhibir la inutilidad de las frases “todo el peso de la ley” y “todo el Estado está buscando a los normalistas”; dar cuenta la falta de efectividad de 10 mil efectivos de las fuerzas del orden federales buscando por “cielo, mar y tierra” a los normalistas. Lo importante es precisamente lo que no dijo: que a partir de ese momento, la protesta social se tomará no como un legítimo reclamo sino como un desafío al gobierno. La salida de Peña Nieto del país no sólo se explica por el intento de contener la ofensiva de algunos sectores internacionales hacia su gobierno, sino eximirlo de la responsabilidad de la represión que, según se mira por lo acontecido con el Metrobus el 5 de noviembre y lo de la puerta del Palacio Nacional el día de ayer, 8 de noviembre, será la tónica que se seguirá con la protesta social que tenga como motivo Ayotzinapa.

Es esto último lo que no puede ocular la pésima actuación del titular de la PGR. Es evidente que con ello lo que el gobierno quiere es poner fin al asunto porque, ahora sí, todas las alarmas tecnocráticas están sonando. Apostó de manera errónea (errónea a la luz de sus resultados, aunque correcta a la luz de las experiencias precedentes) a que el “desprestigio” de la movilización social, inoculado en gran parte de la sociedad, sobre todo entre los sectores medios y pobres, limitaría el asunto al dolor de unos padres indignados. Hoy esos padres y la gente que les acompaña en la movilización han puesto de manera inesperada al gobierno mexicano entre la espada y la pared. Por desgracia, en nuestro país, como en muchos otros de la región latinoamericana, hay memoria sobre lo que suele decidirse en situaciones como ésta: la represión, la desacreditación. Lo que no deja de sorprender es que en esta ofensiva el gobierno encuentre aliados inesperados: los que repiten que la movilización social nada puede, nada logra, nada quiere.


Recientemente supe de una autoridad universitaria que se lamentó de las más de 100 actividades que durante los paros estudiantiles se habían perdido en su institución. Su ariete fue la consigna de que los paros no sirven para nada, mucho menos para presentar “con vida” a los 43 normalistas. Remató, me dijeron, con la clásica consigna de que lo propio de la universidad es el estudio. En lo personal, como universitario, no puedo objetar su lógica: precisamente por dedicarnos solamente a eso, al estudio universitario, desvinculado de todo, entre otras cosas fue posible la desaparición de los 43 normalistas y los miles de muertos que abonan con su sangre desdeñada el territorio de nuestro país. Como universitario siento pena por no haber estado ni estar a la altura de lo que nuestra realidad social y nacional demanda. Por eso, aunque no sirva para otra cosa que paliar mínimamente el dolor que me invade, ofrezco una disculpa enorme a los muertos, a los desaparecidos, y a eso que no sé si aún exista: nuestro país. Cuando escucho y veo a los familiares de los normalistas desaparecidos, a sus compañeros que han levantado a una parte de la sociedad mexicana y del mundo, añoro el mínimo acto sensato de una autoridad universitaria que, un 30 de julio de 1968, izó la bandera a media hasta, y marchó con los estudiantes en protesta por lo que había sucedido en los ocho días previos. Sí, hubo una época así. Hoy, gran parte de nuestras autoridades universitarias no atina a plantear algo que no sea incorporarse, con toga y birrete, a la corriente de la muerte y la barbarie.