Horror, estupefacción, indignación por lo de Ayotzinapa. Eso es lo que impera en una parte cada vez más creciente de la sociedad mexicana, e incluso, del mundo. La exigencia de que los desaparecidos aparezcan con vida, consigna eficaz y justa que aglutina la protesta que a lo largo de los días se ha levantado en nuestro país, no logra ahuyentar la sensación de que lo allí sucedido es incomprensible e irracional. Como ya se ha indicado en varias ocasiones, lo acontecido en Guerrero rebasa por mucho el 2 de octubre de 1968, nuestro referente nacional indispensable sobre el mal puro. Reconstrucciones, testimonios, denuncias y exigencias son los primeros pasos para combatir lo que hasta hoy carece de explicación. Sin embargo, Ayotzinapa corre el riesgo que Carlos Monsiváis señaló en algún momento sobre el 68: conmemorar sin interpretar. Más allá de los hechos concretos (los balazos, la persecución, el asesinato, la desaparición), ¿sabemos qué pasó? Al formular esta pregunta no pretendo poner en duda la terrible agresión que sufrieron los normalistas ni sus testimonios al respecto ni los videos que circulan sobre el hecho. Tampoco intento hacer caso omiso de la “narrativa” –como le gusta tanto decir a los analistas– que atribuye el hecho a la locura del presidente municipal de Iguala, su esposa y el narcotráfico ni de las que insisten en señalar que se trató de un crimen de Estado. ¿Es posible en la marea que hoy vivimos atisbar lo que allí pasó?, ¿lo que está en juego? Estas son las preguntas que me parece necesario responder.
Una foto, una sola foto es elocuente. No porque diga más que mil palabras, sino porque la imagen requiere muchas palabras para intentar comprenderla. Se trata del cuerpo de un normalista sin rostro. Es difícil imaginar el terror que vivió Julio César Mondragón antes de que se ensañaran con él. Por más que cada uno de nosotros tenga conocimiento de dolores intensos, ninguno siquiera puede acercarse a lo que este joven padeció, tanto más cuanto que se dice que lo desollaron vivo. ¿Qué pudo haber hecho este estudiante para sufrir esa violencia?, ¿qué pudieron haber hecho los normalistas para padecer semejante saña? Estas preguntas son obvias y necesitan de una respuesta urgente. No obstante, esa respuesta es del todo imposible si no se hacen otras preguntas. ¿Qué es lo que lleva a un ser humano a infligir tal violencia a otro? Sobre todo, ¿qué le lleva a hacerlo cuando el contexto no es el propio de una guerra, que propicia horrores de ese calibre y peores?
Planteado desde la perspectiva que abren estas preguntas se entra a un territorio difícil y hasta fangoso, porque necesariamente nos lleva a preguntarnos si esa violencia ejercida en contra de los normalistas, y de manera específica, contra el de la foto aludida, es excepcional en nuestro país. Por poco que se piense y recuerde, queda claro que no. Desde hace algunos años, esta violencia (ejecuciones, cercenamientos, desollamientos) es bastante frecuente. Por supuesto, habrá quien piense que hasta hoy esa violencia se ejercía entre y con delincuentes e, insidiosamente, más de alguno pensará que en tal caso, esa violencia es merecida, pero no la que se ejerció contra los normalistas, y por extensión, contra los estudiantes, porque además de no ser parte de guerra alguna son a fin de cuentas el capital social de este país, su futuro. Los “memes” de las redes sociales insisten en esto (“pienso, luego me matan”, etcétera), en lo inmerecido del hecho. Este argumento, además de desnudar a quien lo emite, es falso o por lo menos inexacto. El recuento de los líderes y activistas sociales asesinados con saña a lo largo y ancho del territorio nacional puede poner los pelos de punta. De manera aleatoria se puede recordar aquí a los líderes campesinos ecologistas asesinados en Guerrero en la década de los noventa o Acteal o a Galeano en Chiapas, y un largo etcétera. Parece obligado concluir que si la violencia, este tipo de violencia, no es excepcional en nuestro país, eso quiere decir que las condiciones de este país posibilitan su existencia. ¿Cuáles son estas condiciones? Eso es lo que hay que responder.
Regresemos a la foto del normalista desollado. Entre otras muchas cosas, lo que horroriza, es la perfección del hecho. Ver al desnudo parte del cráneo y sus orificios en donde alguna vez hubo piel, cabello, ojos, labios, nervios, venas, sangre, etcétera, indica un acto profesional, es decir, el resultado de un saber y un entrenamiento. No es que cualquiera sepa hacer esas cosas; lo hizo alguien dedicado a infligir daño, a matar. Las fosas que se han encontrado en Iguala, indican precisamente que desde hace tiempo en la zona hay profesionales de la muerte. ¿Dónde aprendieron?, ¿de dónde vienen?, ¿por qué existen? Como es sabido, entre las fuerzas represivas del Estado, en todos sus niveles, el entrenamiento incluye la espantosa tradición de la tortura. En las redes sociales abundan videos sobre ello: policías de varios estados (Jalisco, Guanajuato, Sinaloa, Distrito Federal) amedrentando a jóvenes y adultos mayores, a vendedores ambulantes, etcétera. En todos es posible detectar estrategias de sometimiento cercanas a la tortura que, en privado y fuera de las cámaras, seguramente aumentan. Así mismo son entrenados en el asesinato. Puede decirse que este saber si bien no es justificable en esos cuerpos es relativamente normal. También lo es entre la delincuencia organizada. El libro de Juan Carlos Reyna, Confesión de un sicario, ayuda a comprender este proceso y este entrenamiento, como también ayudan los escalofriantes testimonios de adolescentes que al incorporarse a sus filas son educados en esa ominosa práctica. Hay por supuesto otros profesionales cuyo oficio supone también este saber: carniceros, médicos, enfermeras, etcétera. Sin embargo, estos últimos, la mayoría de las veces lo único que prestan a los profesionales de la muerte es el nombre de su profesión como apodos. De aquí que no pueda concluirse otra cosa que quien participó en el asesinato y persecución de los normalistas de Ayotzinapa fueron estos profesionales de la muerte.
Los profesionales de la muerte no se dan en macetas; aún no es un oficio generalizado. En estricto sentido, son una minoría dentro del conjunto de la sociedad mexicana. En el caso de las fuerzas represivas del Estado, su ejercicio debiera permanecer latente, con una presencia ocasional cuando la situación lo amerita. En cambio, para la delincuencia organizada, este ejercicio es cotidiano puesto que de ello depende su existencia. Cuando las fuerzas represivas y la delincuencia organizada se confrontan, o peor aún, se alían, esta presencia se vuelve sumamente notoria y notable. Dejan de ser noticia ocasional para volverse objeto central de los medios de comunicación masiva. Así sucede en nuestro país aunque las instancias de gobierno de todos los niveles y la delincuencia intenten evitar que los medios digan algo sobre sus actividades. Como es de todos conocido, un día y otro también en las noticias se da cuenta de las atrocidades que estos profesionales cometen.
Para estos profesionales de la muerte las atrocidades es su modo de comunicarse, el modo como se dan mensajes. Al perseguir disidentes, rebeldes, inconformes, adversarios; al torturarlos y asesinarlos, dicen a los que con ellos vienen que desistan de su actuar. También hay en ello algo de venganza que pretende inscribir en el resto una lección. Y hay, por supuesto, la gana de obtener alguna satisfacción obscena (el placer de poder dañar al otro). Todo esto parece estar condensado en esa orden de “darles un escarmiento” a los normalistas de Ayotzinapa, proferida por María de los Ángeles Pineda Villa, esposa del ex alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y que según declaraciones de Sidronio Casarrubias, connotado líder del grupo Guerreros Unidos, responsable de la desaparición de los 43 normalistas, ella es su lidereza.
Pero debajo de todo esto, la foto del normalista sin rostro nos dice algo más. Al observarla con detenimiento, lo que se puede concluir es que para quien así lo trató, lastimó y asesinó, ese estudiante normalista no era ya un ser humano, sino una objeto, o mejor dicho, una cosa. En efecto, la violencia ejercida contra Julio César Mondragón es la expresión más concisa de un modo de vida que parte del principio de que todo es un objeto y que está allí para ser dominado, comprado, vendido. Se trata del reino inanimado con el que se puede hacer cualquier cosa. Esta experiencia es la que narró Primo Levi cuando afirmó que frente a los nazis que administraban el campo de concentración en el cual estuvo recluido, él y el resto de los judíos presos eran tan sólo un número. Lo que delataba esta actitud, contó Levi, fue la mirada de esos nazis, que miraban a los presos sin verlos, como si miraran la nada a través de un cristal. Es así como el asesinó miró al normalista Mondragón; es así como un sector social de Guerrero mira a otro sector social de la entidad; es así como los gobernantes y delincuentes mira a la mayor parte de la sociedad. Que la exigencia de “escarmiento” a los “ayotzinapos” se hiciera con tal ligereza por parte de Ángeles Pineda Villa; que la renuncia de Ángel Aguirre se haya dado por una negociación cupular en el PRD; que se hagan nombramientos gubernamentales haciendo caso omiso a la sociedad indignada; todo eso lo único que demuestra es que desde las cimas del poder la naturaleza, la sociedad, los estudiantes, son parte de un vil reino inanimado. Por eso, pueden suponer que la vida de cada uno de los 43 normalistas cuesta cien mil pesos, como uno de los padres de los desaparecidos afirma ha querido proceder el gobierno de Guerrero con ellos.
Pero regresemos una vez más a la foto. Quien yace allí es un joven cuya vida se desenvolvía en el ámbito rural. Eso dice demasiado. La revista Proceso recoge el testimonio de un médico de Iguala que se negó a asistir a uno de los normalistas heridos aquel 26 de septiembre. Al dar cuenta de su proceder, es notorio el profundo desdén que siente por los “ayotzinapos”. Los considera revoltosos y mentirosos. Sin embargo, lo que en realidad desprecia es su condición rural y juvenil. Como si Iguala, por el solo hecho de ser “ciudad”, hiciese a sus habitantes necesariamente mejores que cualquiera que proceda del campo. Pese a su juramente hipocrático, el médico se regodea en su proceder desdeñoso hacia los estudiantes rurales, que en un momento de suprema urgencia requerían de su ayuda. Por supuesto, la actitud del médico no puede generalizarse. Sin embargo, es un síntoma de una realidad nacional que efectivamente desdeña al campesino y admira al empresario del campo, detesta al burro y ama la troca. Tanto más si como se deja entrever en la reforma energéticamente recientemente aprobada, que permite la expropiación de territorios comunales y campesinos por motivo de utilidad pública para las empresas privadas (así de aberrante el asunto), se concibe al campesino como un factor retardatario de la modernización económica del país.
Las crónicas de lo sucedido con los normalistas de Ayotzinapa aquel 25 y 26 de septiembre, coinciden en que en algún momento policías, militares y delincuentes les dijeron que merecían lo que les estaba sucediendo. Normalistas rurales que se educan, que protestan, que dudan, merecen el desdén, la represión, la violencia; merecen lo que merece un reino inanimado; merecen se tratados como objetos; merecen el desollamiento; lo merecen porque no entienden que su momento, como jóvenes y como normalistas, ya pasó. Y es que, el modo como actualmente vivimos, requiere menos educación y especialización que antaño. El espacio de la juventud que se inventó a mediados del siglo XX, como un momento transitorio que termina cuando el joven se vuelve productivo a través de una educación especializada, ha llegado a su fin. Actualmente, ese espacio ya no es necesario.
Así, pues, la foto del normalista desollado nos dice claramente lo siguiente: que vivimos una guerra de exterminio. Es esta condición la que posibilita la violencia que se ejerció en contra de Julio César Mondragón y el resto de los normalistas muertos y desaparecidos. Lo que nadie quiere expresar con claridad es que este exterminio es la parte perversa de las reformas emprendidas en el país. Lo que estamos viviendo es una purga brutal en medio del reino inanimado. Quizá habría que ver el fenómeno de los feminicidios en México como el laboratorio previo a una estrategia más amplia que alcanza ahora sí a todos los sectores sociales que no están en la esfera de los gestores de la muerte, esto es, el poder del capital.
Por eso la alarma, por eso la lucha. Los jóvenes que se levantan, los jóvenes que convocan a paros, a huelgas, lo tienen claro. Porque hoy se lucha, sí, por los desaparecidos; se demanda, sí, su aparición con vida; pero también y no en menor medida por la afirmación de la vida, en contra del reino inanimado que creen que somos. Su lucha es el grito de los que se saben que no son cosas ni objetos. Es la furia de los que saben que no quieren vivir en el reino inanimado. Es la afirmación trágicamente lúdica de que vivir supone una plenitud que reiteradamente se niega. No hay estrategia que pueda con esta certeza. No hay nada que pueda desviar, engañar, esta certeza que hoy tienen los que se movilizan.
Termino con la pregunta que alguna vez me hizo un joven excluido que miraba con azoro mi vida “privilegiada”: cuando todo estalle, me dijo, ¿de qué lado vas a estar? Creo sinceramente que no se puede estar del lado de la muerte. Hay que estar del lado de la vida, que es estar en contra del sistema que hoy vivimos. Ante la disyuntiva barbarie o muerte, hay que contestar vida y libertad.