De las estadísticas hay que desconfiar. No por falta de rigor de quien las hace, aunque a veces esto es evidente, sino ante todo porque la luz que arrojan los datos tiene siempre su contraparte oscura. Es lo que sucede con las estadísticas referidas a la violencia contra las mujeres en México. Muchas no denuncian la violencia que padecen, o lo que es peor, ni siquiera se dan cuenta de que viven en ella. Desgraciadamente a menudo parece suficiente con que no exista violencia física o sexual para volver aceptable y hasta normal todos los otros tipos de violencia: la verbal, la sentimental, la laboral, la económica, etcétera.
La experiencia personal no ayuda tampoco a darse una idea de la dimensión real del problema. Sin embargo, contribuye a intuir su extensión. A lo largo de mi vida he sabido y visto el ejercicio de la violencia contra las mujeres en los lugares menos esperados, por ejemplo, la universidad. Se supone que la educación, particularmente la superior, debiera volver inexistente esta y otro tipo de violencia en quienes ostentan algún titulo universitario. Pero no es así. Incluso, en ocasiones, pareciera que el título da derecho a ejercerla. Vale la pena preguntarse si esto puede explicarse como un fallo de la educación universitaria misma o si es algo que le trasciende.
No hay respuesta sencilla a tal pregunta. Es en extremo difícil pedirle a la universidad, sobre todo a la universidad de masas, que haga milagros. Aunque está en el ámbito de su competencia hacer todo lo posible por instruir a sus miembros en no ejercer la violencia en contra de las mujeres, no parece que sea su razón de ser sustituir otras instancias sociales encargadas de educar cívicamente a la población o en su defecto aquellas que están allí para prevenir y castigar si eso llega a suceder.
Para el caso mexicano, el problema reside sobre todo en estas otras instancias. Me refiero a la educación primaria y secundaria y a la vida familiar. Es allí donde, desde la edad más temprana, se debe inculcar el respeto absoluto a la libertad y voluntad femeninas y a la igualdad con que debe tratárselas. Y al mismo tiempo, corresponde al Estado garantizar la prevención y en su caso castigo sin contemplaciones a quien ejerza violencia contra ellas y en general contra la población.
Así, el hecho de que la universidad exista este y otro tipo de violencias, pone en evidencia el múltiple fracaso en los más diversos niveles de la vida social mexicana. Cuando la violencia aparece, de la cual la física es quizá el corolario de un conjunto de violencias cotidianas, lo que se muestra impúdicamente es la debacle de todas las instituciones mexicanas. De aquí que la lucha en contra de la violencia que se ejerce hacia las mujeres se lleve a cabo en los más diversos niveles: en el institucional, en el social, en el cultural, en el educativo, etcétera. Es la misma lucha que ha de ejercerse contra toda violencia, de cualquier tipo, hacia cualquier ser vivo. No sabemos cuánto tardará esta lucha en cuajar. Hoy, dice La Jornada que 47 por ciento de las mujeres mexicanas ha sufrido violencia de pareja (agresión emocional, económica, física o sexual). He aquí el dato de cuánto falta en esta lucha, aún desconfiando de los datos. No hay que cejar.