Te volví a soñar en el mismo lugar, ese puente peatonal de piedra que pasa sobre un río. No ubico el lugar pero estoy convencido es europeo. El entorno es brumoso por el frío. A la distancia un ciudad inconfundiblemente europea. Estás allí, erguido, observando la ciudad. En esta ocasión traes esa gabardina blanca que dejaste en casa cuando mi examen. Pienso que hasta muerto eres elegante.
Me aproximo con ese paso desenfadado que acostumbro. Te miro con curiosidad. Para estas alturas no pensé volverte a encontrar. Te saludo, sonríes, conversamos. Te cuento las peripecias del mundo, del país, de lo que tú y tu obra han provocado, gestado. Tu risa y sonrisa, llena de matices, lo dicen todo. La ironía campea por tus comentarios. Me dices que me notas incómodo. Te doy la razón. Ambos sabemos que en ocasiones lo mejor es el silencio. Me siento en medio de un barullo inútil, te digo. Y me acosa la frase del documental que no viste, dicha por un amigo al que quiero y admiro por su terca persistencia: todo lo que sube a la institución baja acartonado. No dices nada en un buen rato. De pronto hablas. Me dices que la incomodidad es un buen síntoma. Te ríes. Pero veo te incomoda lo contado.
Después de otro momento de silencio, suspiras. Te despides. Y ya dándome la espalda, caminando hacia el lado contrario del que llegué, dices, preguntas en voz alta: ¿a qué vas? Yo me quedo petrificado. Sé que no quieres una respuesta para ti, sino una para mí y mi incomodidad.
Tres semanas después de dolores de cabeza puedo responderme. Pero guardo silencio, porque a veces el silencio es mejor.