Por motivos laborales, durante mucho tiempo mi medio de transporte fue el automóvil, esa cómoda caja rodante que aísla de todo: el ruido, la gente, los olores. En un cambio de esos a los que estoy acostumbrado como “obrero intelectual”, ahora mi nuevo trabajo me obliga a desplazarme por metro de la ciudad de México. Aunque no nací en auto, y el metro fue parte cotidiana durante un tiempo de mi vida, regresar a sus andenes y vagones ha resultado toda una sorpresa después de un par de años de no frecuentarlos. Volver a percibir olores, muchos de ellos desagradables; escuchar ruidos, no pocos desquiciantes; mirar a la gente, demasiados cercanos a una belleza tan sui géneris que carecen de referencial estético, ha resultado de nueva cuenta toda una experiencia.
Lo curioso es que al igual que antaño, me asalta la sensación de que es posible esbozar el “alma” de la ciudad a partir de los gestos que se perciben en los usuarios del metro. Sí, en los gestos. Porque cuando se deja pasear la mirada por los rostros que inundan los vagones del metro, se va intuyendo y descubriendo la trama de esta ciudad. Hay rostros de cansancio, de tristeza, de angustia, de alegría, de amor, de pasión, de desesperada necesidad, de ofuscación, de indiferencia, de soledad, de solidaridad, de ingenuidad, de inocencia, de perversión, de locura, de cordura. Galería de gestos que hablan tanto o más de la ciudad que estadísticas, números, medias y modas, que las encuestas. Porque sucede, en efecto, que a veces las palabras y la objetividad del dato duro palidecen ante los rostros que se ofrecen cual álbum del alma citadina.
Pero de todos los rostros vistos, hubo un par que me sobrecogieron hace unos cuantos días. Se trataba de un padre y un hijo; el padre no mayor de los 45, el hijo no mayor de 10 años. El padre tenía piel curtida por el sol, que contrastaba poderosamente con la piel sonrosada de su regordete hijo. La vestimenta del padre denotaba una pobreza que arañaba los linderos de pobreza extrema: toda ella desgastada, y aunque podía observarse que se trataba de ropa de trabajo, su uso reciclado hasta lo imposible indicaba precisamente la dimensión de su pobreza. La ropa del hijo, menos desgastada, tampoco parecía indicar bonanza alguna, no obstante su gordura, muy característica del refresco que suple una dieta balanceada.
Ambos venían extremadamente sucios. El polvo que los cubría era de color verde, por lo que resultaba sencillo darse cuenta que se trataba de un albañil y su hijo que hacía las veces de aprendiz del oficio. Parecían dos pambazos verdes en vagones de metro naranja. Cada uno se deleitaba con unas papas fritas con demasiada salsa Valentina. Ambos se miraban las manos sucias con las que de manera delicada tomaban cada papa para llevársela a la boca. No había reglas de sanidad, ni siquiera la sospecha de que pudiese existir alguna enfermedad por falta de sanidad en las manos. Como si la piel curtida fuese simple reflejo de un estómago también curtido para resistir lo que sea. Había una total ausencia de aquel miedo que muchos tenemos a las infecciones estomacales, a las lombrices, a las solitarias enormes.
De pronto el hijo comentó algo al padre sobre las papas y las manos. Quizá porque sus uñas estaban cubiertas de una plasta verde. La mirada del padre, apenas unos momentos cansada y concentrada en las papas que tenía delante, se transformó de súbito: la ternura se posó en su retina. Abrazó a su hijo y algo le comentó en voz baja; el hijo sonrió y dio a su padre una de sus papas. Difícilmente podría describir con exactitud la sensación que me provocaron: un pequeño oso panda siendo abrazado por un oso Grizzly, ambos llenos de polvo verde, moviéndose por una ciudad inclemente.
Descendí del vagón del metro pensativo. Porque en la base de toda estadística, de toda opinión política, de todo desdén hacia esa masa ignorante del pueblo, se encuentran personas como éstas, con su muy particular modo de vivir y habitar los contextos generales que por todos lados les cruzan, les oprimen. Los índices de pobreza o de desarrollo humano, de competencia o eficiencia, no significan nada si se olvidan estos rostros, estos seres concretos que en medio de su desesperanza económica aún generan actos de cariño, de ternura. ¿Cómo explicar que mientras esos actos existan todavía se puede hablar de resistencia?
A estas personas no se les puede solicitar que solamente tengan “dignidad” en la pobreza, como lo hace esa muy “inteligente” campaña del Consejo de la Comunicación, Voz de las Empresas, que bajo el lema “¿Tienes valor o te vale?” ofrece resignación con dignidad. Ellos son el rostro y el alma de los fríos números de los que en nubes aisladas, no miran otra cosa que su propio reflejo en las ventanas. Los valores reales, como aquel acto de cariño, no son ni pueden ser mercancías recomendadas desde una medio de comunicación masiva como un bien a adquirir.
Como estos rostros hay muchos otros en los vagones del metro. No me canso de mirarlos, incluso hasta con cierta impudicia. Y es que al mirarlos me digo que tras toda teoría, tras cada posición política, tras cada peso que gasto, tras cada palabra dicha y callada, se encuentran estos millones de seres que sufren las inclemencias de un sistema que vive de mercantilizarlo todo: incluido el cuerpo, el agua, y dentro de poco el aire, e incluso los valores: ¿cuánto cuesta un poco de dignidad?, parece sugerir aquel anuncio del Consejo de la Comunicación.
Salgo del metro sintiendo una pena enorme, no por esos rostros, sino por mí. Acuñé para mí mismo el término de “obrero intelectual” para explicar mi condición de siempre segundón en asuntos intelectuales. Ahora me cuidaré de decirlo en voz alta: frente a aquel par de rostros me descubro demasiado lejano a la dimensión del obrero, y no precisamente por estar por encima, sino más bien al contrario. De todas formas una pregunta me hiere: ¿cómo hacerle para pensar y solucionar todo esto, esta pobreza, esta condena a sobrevivir? No estoy seguro, pero creo que no con líderes, sino con la gente. Habría que aguzar el oído para hallar salidas compartidas. El metro dice más de lo transporta.