martes, julio 19, 2005

Silencio y enfermedad

¿En verdad es necesario rehuir el silencio? Esa pregunta taladra mi conciencia. Quizá ahora resulta más incisiva porque en el relato del doctor que dice haberse muerto las preguntas y anécdotas parecen ser un desesperado intento de combatir el silencio mortal al que, paradójicamente, dice no temer. El silencio, manto que sobre nosotros se cierne.

Pero no es necesario morir para darse de bruces con el silencio. Allí estuve tendido varios días, padeciendo de una infección que me hizo recordar de manera dolorosa que tengo anginas. Si tragar fue insoportable, más lo fue hablar. Como si mi cuerpo exigiera con dolor el reinado del silencio. El dolor llegó a ser tan intenso que ni siquiera podía formular pensamiento alguno. En varios instantes recordé “La Nada” de La Historia sin fin. Me sentí como esos personajes: huyendo de lo que resulta imposible concebir a no ser por contraposición a lo que sí existe.

Mi cuerpo ni siquiera ofreció posibilidad a la palabra impresa. Fue como si mis ojos y mi entendimiento fueran impermeables al mínimo seguimiento gráfico de la lengua. Sin otra opción, me sumí en el silencio.

Fue toda una experiencia. Sobre todo porque el silencio no siempre tiene que ver con lo que se calla pero se sabe, sino con aquello que aún es imposible decir porque se ignora la palabra o el concepto preciso para decirlo. Vaya, pareciera que hay silencios que miran hacia atrás, y silencios que miran hacia delante. Silencios ambos que se anudan en el presente, que atan, invaden, enferman.

Al recuperar la salud, me vino a la memoria aquella parábola budista:

“Érase que se era un monje tan santo y tan sabio –dicen– que después de toda una vida de estudio y meditación no había dicho nunca ni una sola palabra. Todos los novicios del monasterio respetaban y reverenciaban su sabiduría, pero al cumplir los ochenta y cinco años y declinar su salud se decidieron a pedirle que hablara, por fin.

–Explícanos, antes de morir, lo que en estos años habéis aprendido y contemplado. No os vayáis sin dejarnos algo...; algo como una pista que nos ayude en nuestro estudio y nos oriente en la contemplación.

El anciano les respondió con una sonrisa, pero siguió callado. A medida que su salud se debilitaba, la impaciencia cundía entre sus novicios. Y creció el punto que, ya en el lecho de muerte, comenzaron a gritarle, a zarandearle incluso, para conseguir que soltara aunque fuera una pizca de su tesoro espiritual.

–¡No seáis egoísta y cruel! No os llevéis todo aquello que habéis acumulado y que puede servirnos como luz y guía.

Pero el anciano seguía silencioso, imperturbable entre los jóvenes que empezaban ya a maltratarlo. Y fue sólo en el momento de exhalar el último suspiro cuando dijo una palabra, su única palabra:
–¡Fuego!

Y el monasterio empezó a arder”.

Al contar esta historia, el que me escuchaba concluyó que se trataba de un íntimo llamado para poner toda la intensidad posible en cada palabra dicha. Yo creo que quizá se trata de otra cosa: recordar que detrás de toda eficacia de lo que se dice, está el silencio que es necesario desentrañar para decir algo todavía no dicho...