Ya es costumbre encontrarme entre jóvenes y no tan jóvenes este cuestionamiento: ¿qué le pasó a la izquierda? O peor aún: ¿es que acaso existe algo así como la izquierda? Preguntas hechas con desesperación, con cierto aire de reclamo ante la triste realidad de nuestro país. Por más que abunden las proclamas, lo cierto es que la izquierda se aparece ante la mirada como un fantasma, sobre todo cuando ésta se fija en los procesos electorales. Y lo que es peor, todo parece indicar que lejos de tratarse de un asunto particular, en realidad se presenta constantemente en América Latina y en el mundo.
Cuando la desidia no se cobija en balbuceos como respuesta, dan ganas de clavarse en las entrañas de una historia cuya complejidad parece volverla refractaria a toda aventura explicativa. Pero las dudas siguen allí, como heridas supurantes. Tal vez por eso se siente la urgencia de encontrar respuestas, por incipientes que éstas sean. He aquí una que bien valdría la pena explorar en toda su magnitud.
1967. Un año antes de la conmoción estudiantil que sacudiría varias partes del mundo. Los inseparables amigos Abbie Hoffmann y Jerry Rubin fundan el Youth Internacional Party (YIP). Así irrumpen en la opinión pública los yippis, militantes de un partido que proclama un modo de vida distinto. Hoffman y Rubin, los yippis todos, por ejemplo, organizan en Estados Unidos las protestas y movilizaciones opositoras a la guerra de Vietnam. Acciones memorables, si le hemos de creer a Norman Mailer en su novela Los ejércitos de la noche.
18 años después, Cohn-Bendit, “Dany el rojo” del mayo francés del 68, los busca para entrevistarlos como parte de un documental que pretende, también, saber qué pasó con La revolución y nosotros, que la quisimos tanto (título del documental hecho libro). Bendit no sólo los encuentra separados, cosa natural por el paso del tiempo, sino completamente distanciados.
1985. Pese a haber vivido clandestinamente algunos años y pasar dos en la cárcel para volver a la “normalidad”, Abbie Hoffmann conserva un poco de su actitud rebelde y contestataria que lo volvió famoso por aquellos años de finales de los sesenta y principios de los setenta. Sin embargo, en su vida predominan las nuevas responsabilidades: las de la familia y la de la edad. “Me he convertido en un militante viejo”, dice Hoffmann. Más adelante, haciendo un recuento de lo que ya no existe, afirma:
“Hace años que no tomo drogas, aunque sigue gustándome la música y todo lo demás. Por cierto, ahora es diferente. Ya no hay contracultura donde apoyarse para provocar una toma de conciencia política. Lo único que hoy tiene una dimensión política en este país es la cultura latinoamericana”.
Por su parte, Jerry Rubin no conserva absolutamente nada de los años contestatarios. Todo en él ha cambiado: su atuendo, su corte de cabello, sus ideas, e incluso sus señas de identidad. La tarjeta de crédito American Express (no salga sin ella) lo identifica. Es más: la anuncia y promueve con regocijo. Tal vez lo único que en él prevalece es el ánimo fundador: en 1980 funda el movimiento yuppie, esos jóvenes empresarios norteamericanos que tan bien retratan Bret Easton Ellis y Louis Auchincloss. De hecho, su trabajo consiste en organizar “parties” para ejecutivos dinámicos en las que se intercambian tarjetas de visita, se fijan citas, siempre buscando ganancia, presumiendo lo que la moda dicta.
Las actuales ideas de Rubin son esclarecedoras: “...la gente que se rebelaba a lo largo de los años 60 es la que hoy dirige este país. Y ya que somos la nueva mayoría de este país, ¿por qué habríamos de protestar entonces?”. Palabras inquietantes para quien dice haber sido detenido 36 veces en su época contestataria. Y por si fuera poco, reitera:
“No, ya no lucho contra el Estado. No merece la pena, ya no es buena lucha. En lo sucesivo es preciso que yo sea el Estado. No yo personalmente, por supuesto, Todos nosotros. Toda la gente de la generación de los años 60, que nos hemos convertido ahora en las masas de los años 80. Hoy en día, la mejor manera, la única manera de combatir al Estado, es reemplazarlo”.
¿Cómo? Sencillo: “Debemos inventar una filosofía del éxito que integre la democracia y el idealismo”. Ni más ni menos.
De yippi a yuppi. Este es quizá uno de los derroteros más ostensibles que siembran dudas sobre la izquierda. Se trata en el fondo de una aviesa transformación que, por cierto, no deja impoluto a Hoffmann. Después de todo, la distancia entre los fundadores del YIP conserva en las profundidades puentes alarmantes. En efecto, ambos se dedican a debatir en público sus posturas distanciadas, por lo cual cobran la nada despreciable cantidad de mil 500 dólares cada uno. En otras palabras, juegan el juego del espectáculo en una sociedad volcada al espectáculo y al simulacro. The show must go on.
2005. La historia de Hoffman y Rubin es interesante. Para tranquilizar la conciencia, puede argumentarse que tan sólo es una historia particular. No obstante, puede ser vista como un síntoma que habla de las confusas entrañas de la izquierda, o mejor dicho, de un cierto tipo de izquierda, la que ve sus orígenes en la década de los sesenta, concretamente en 1968. Ciertamente esas generaciones rebeldes llevan ya rato en el poder. Y también llevan rato elaborando los mitos adecuados para construir su propia legitimidad. En el camino parecen haber perdido la brújula, resignándose a entenderse como triunfadores: “Lo que tú no comprendes Dany –le dice Rubin–, es que nosotros ganamos en los años 60. ¡Ganamos! América está desactivada. América es antmilitarista. Ahora podemos llegar más lejos”. ¿Qué sigue? Por acá muchos dirían que ganar las siguientes elecciones (reemplazar al Estado)...
Las preguntas siguen allí. Doliendo. Quizá antes que todo habría que partir de un hecho fundamental: la izquierda no es solamente contestataria. Las palabras de Hoffmann ilustran por qué, aunque lo dice de modo indirecto: la contracultura se tornó mercancía, de allí su inefectividad para generar conciencia política. No estaría del todo desatinado quien dijera que más bien está produciendo una muy singular alienación. Y para sostenerlo, bien podría traer a colación al Che vuelto icono de Benetton...
Habría que empezar por aquí: desbrozar incluso los mitos de quienes “quisieron tanto” la revolución, que la quisieron contestatariamente...
Dice Tabucchi: los libros de viaje "poseen la virtud de ofrecer un doquier teórico y plausible a nuestro donde imprescindible y rotundo". Hay muchos tipos de viajes: los internos, los externos, los marginales. Este blog quiere llenarse de estos viajes, e invita a que otros sean también, con sus viajes, un doquier para mi donde.
domingo, julio 31, 2005
jueves, julio 21, 2005
In xa Alá
Explicando la influencia árabe sobre España, Lugones la encuentra incluso en las expresiones interjectivas. Según su decir, el “ojalá” castellano se corresponde con el “In xa Alá” de los sarracenos.
Aceptando sin conceder que esto sea así, no deja de ser interesante lo que ambas expresiones en realidad suponen. El In xa Alá, que literalmente quiere decir "¡si Dios quiere!", denota una voluntad superior que define todas las cosas: la voluntad divina, que a fin de cuentas acaba por expropiar todo acto volitivo propiamente humano. Si Dios quiere, las cosas suceden, independientemente de lo que el ser humano desee o quiera. Indudablemente hay algo de peón en ese actuar humano. En este sentido, bien se puede imaginar a Judas Iscariote, a quien Dios quiso traidor para cumplir un plan divino.
En cambio, el “ojalá” nuestro, es más humano que la voluntad divina. Cuando usamos el “ojalá”, expresamos, como lo dice el diccionario de la Real Academia, un vivo deseo de que suceda algo, esto o aquello, pero que suceda. Este deseo parece ser más abierto que la certeza de la voluntad divina, pues da cobijo lo mismo a los imponderables del trancurrir que a lo que los actos volitivos humanos pueden lograr. En nuestro “ojalá” hay algo de azar, que evidentemente es mucho menos explicable y asible que la voluntad de Dios. ¡Por fortuna!
Aceptando sin conceder que esto sea así, no deja de ser interesante lo que ambas expresiones en realidad suponen. El In xa Alá, que literalmente quiere decir "¡si Dios quiere!", denota una voluntad superior que define todas las cosas: la voluntad divina, que a fin de cuentas acaba por expropiar todo acto volitivo propiamente humano. Si Dios quiere, las cosas suceden, independientemente de lo que el ser humano desee o quiera. Indudablemente hay algo de peón en ese actuar humano. En este sentido, bien se puede imaginar a Judas Iscariote, a quien Dios quiso traidor para cumplir un plan divino.
En cambio, el “ojalá” nuestro, es más humano que la voluntad divina. Cuando usamos el “ojalá”, expresamos, como lo dice el diccionario de la Real Academia, un vivo deseo de que suceda algo, esto o aquello, pero que suceda. Este deseo parece ser más abierto que la certeza de la voluntad divina, pues da cobijo lo mismo a los imponderables del trancurrir que a lo que los actos volitivos humanos pueden lograr. En nuestro “ojalá” hay algo de azar, que evidentemente es mucho menos explicable y asible que la voluntad de Dios. ¡Por fortuna!
martes, julio 19, 2005
Silencio y enfermedad
¿En verdad es necesario rehuir el silencio? Esa pregunta taladra mi conciencia. Quizá ahora resulta más incisiva porque en el relato del doctor que dice haberse muerto las preguntas y anécdotas parecen ser un desesperado intento de combatir el silencio mortal al que, paradójicamente, dice no temer. El silencio, manto que sobre nosotros se cierne.
Pero no es necesario morir para darse de bruces con el silencio. Allí estuve tendido varios días, padeciendo de una infección que me hizo recordar de manera dolorosa que tengo anginas. Si tragar fue insoportable, más lo fue hablar. Como si mi cuerpo exigiera con dolor el reinado del silencio. El dolor llegó a ser tan intenso que ni siquiera podía formular pensamiento alguno. En varios instantes recordé “La Nada” de La Historia sin fin. Me sentí como esos personajes: huyendo de lo que resulta imposible concebir a no ser por contraposición a lo que sí existe.
Mi cuerpo ni siquiera ofreció posibilidad a la palabra impresa. Fue como si mis ojos y mi entendimiento fueran impermeables al mínimo seguimiento gráfico de la lengua. Sin otra opción, me sumí en el silencio.
Fue toda una experiencia. Sobre todo porque el silencio no siempre tiene que ver con lo que se calla pero se sabe, sino con aquello que aún es imposible decir porque se ignora la palabra o el concepto preciso para decirlo. Vaya, pareciera que hay silencios que miran hacia atrás, y silencios que miran hacia delante. Silencios ambos que se anudan en el presente, que atan, invaden, enferman.
Al recuperar la salud, me vino a la memoria aquella parábola budista:
“Érase que se era un monje tan santo y tan sabio –dicen– que después de toda una vida de estudio y meditación no había dicho nunca ni una sola palabra. Todos los novicios del monasterio respetaban y reverenciaban su sabiduría, pero al cumplir los ochenta y cinco años y declinar su salud se decidieron a pedirle que hablara, por fin.
–Explícanos, antes de morir, lo que en estos años habéis aprendido y contemplado. No os vayáis sin dejarnos algo...; algo como una pista que nos ayude en nuestro estudio y nos oriente en la contemplación.
El anciano les respondió con una sonrisa, pero siguió callado. A medida que su salud se debilitaba, la impaciencia cundía entre sus novicios. Y creció el punto que, ya en el lecho de muerte, comenzaron a gritarle, a zarandearle incluso, para conseguir que soltara aunque fuera una pizca de su tesoro espiritual.
–¡No seáis egoísta y cruel! No os llevéis todo aquello que habéis acumulado y que puede servirnos como luz y guía.
Pero el anciano seguía silencioso, imperturbable entre los jóvenes que empezaban ya a maltratarlo. Y fue sólo en el momento de exhalar el último suspiro cuando dijo una palabra, su única palabra:
–¡Fuego!
Y el monasterio empezó a arder”.
Al contar esta historia, el que me escuchaba concluyó que se trataba de un íntimo llamado para poner toda la intensidad posible en cada palabra dicha. Yo creo que quizá se trata de otra cosa: recordar que detrás de toda eficacia de lo que se dice, está el silencio que es necesario desentrañar para decir algo todavía no dicho...
Pero no es necesario morir para darse de bruces con el silencio. Allí estuve tendido varios días, padeciendo de una infección que me hizo recordar de manera dolorosa que tengo anginas. Si tragar fue insoportable, más lo fue hablar. Como si mi cuerpo exigiera con dolor el reinado del silencio. El dolor llegó a ser tan intenso que ni siquiera podía formular pensamiento alguno. En varios instantes recordé “La Nada” de La Historia sin fin. Me sentí como esos personajes: huyendo de lo que resulta imposible concebir a no ser por contraposición a lo que sí existe.
Mi cuerpo ni siquiera ofreció posibilidad a la palabra impresa. Fue como si mis ojos y mi entendimiento fueran impermeables al mínimo seguimiento gráfico de la lengua. Sin otra opción, me sumí en el silencio.
Fue toda una experiencia. Sobre todo porque el silencio no siempre tiene que ver con lo que se calla pero se sabe, sino con aquello que aún es imposible decir porque se ignora la palabra o el concepto preciso para decirlo. Vaya, pareciera que hay silencios que miran hacia atrás, y silencios que miran hacia delante. Silencios ambos que se anudan en el presente, que atan, invaden, enferman.
Al recuperar la salud, me vino a la memoria aquella parábola budista:
“Érase que se era un monje tan santo y tan sabio –dicen– que después de toda una vida de estudio y meditación no había dicho nunca ni una sola palabra. Todos los novicios del monasterio respetaban y reverenciaban su sabiduría, pero al cumplir los ochenta y cinco años y declinar su salud se decidieron a pedirle que hablara, por fin.
–Explícanos, antes de morir, lo que en estos años habéis aprendido y contemplado. No os vayáis sin dejarnos algo...; algo como una pista que nos ayude en nuestro estudio y nos oriente en la contemplación.
El anciano les respondió con una sonrisa, pero siguió callado. A medida que su salud se debilitaba, la impaciencia cundía entre sus novicios. Y creció el punto que, ya en el lecho de muerte, comenzaron a gritarle, a zarandearle incluso, para conseguir que soltara aunque fuera una pizca de su tesoro espiritual.
–¡No seáis egoísta y cruel! No os llevéis todo aquello que habéis acumulado y que puede servirnos como luz y guía.
Pero el anciano seguía silencioso, imperturbable entre los jóvenes que empezaban ya a maltratarlo. Y fue sólo en el momento de exhalar el último suspiro cuando dijo una palabra, su única palabra:
–¡Fuego!
Y el monasterio empezó a arder”.
Al contar esta historia, el que me escuchaba concluyó que se trataba de un íntimo llamado para poner toda la intensidad posible en cada palabra dicha. Yo creo que quizá se trata de otra cosa: recordar que detrás de toda eficacia de lo que se dice, está el silencio que es necesario desentrañar para decir algo todavía no dicho...
miércoles, julio 06, 2005
Manos de plata
La luna, aburrida de su trillado camino, tomó en sus manos un poco de plata y las hundió en el agua de la laguna. Ésta, vuelta espejo, le regresó su imagen. A la distancia, la luna encontró todo lo que de ella dicen los humanos en la tierra: el conejo que se esboza en su superficie, la hermana menor del sol que carece de luz propia, el astro menor por un acto de cobardía, el queso que hambre despierta, la incitadora de sueños entre enamorados. Las horas de la noche pasaron, y otros horizontes le llamaron. Muy a su pesar, la luna siguió su camino, perseguida a distancia prudente por el astro rey.
El sol, envidioso como todo rey, lanzó sus rayos de oro contra las aguas de la laguna. Pero la superficie del agua no quiso desprenderse de su tono plateado. Será que en la noche se operó un enamoramiento o quizá que los sueños melancólicos de la luna anidaron profundamente en la laguna, pero poco a poco, ese tono plateado subió a los cielos, tiñendo las nubes. Parecían nubes de mercurio. Sorprendido, el sol decidió esconderse tras ellas, sin ánimo de mostrar su rostro.
La laguna no dejó de ser plateada durante todo el día. Por la noche la luna tampoco apareció. Toda la superficie de la tierra no era mas que plata. Incluso los rayos parecían meros destellos plateados. Y entonces llegó la lluvia.
Incluso ahora, cuando esto escribo, se ignora si el día amanecerá de otro color. Nadie sabe el motivo de este día extraño...
El sol, envidioso como todo rey, lanzó sus rayos de oro contra las aguas de la laguna. Pero la superficie del agua no quiso desprenderse de su tono plateado. Será que en la noche se operó un enamoramiento o quizá que los sueños melancólicos de la luna anidaron profundamente en la laguna, pero poco a poco, ese tono plateado subió a los cielos, tiñendo las nubes. Parecían nubes de mercurio. Sorprendido, el sol decidió esconderse tras ellas, sin ánimo de mostrar su rostro.
La laguna no dejó de ser plateada durante todo el día. Por la noche la luna tampoco apareció. Toda la superficie de la tierra no era mas que plata. Incluso los rayos parecían meros destellos plateados. Y entonces llegó la lluvia.
Incluso ahora, cuando esto escribo, se ignora si el día amanecerá de otro color. Nadie sabe el motivo de este día extraño...
viernes, julio 01, 2005
El mago de las palabras
Así sucede. Tomo este sombrero y saco sin más las palabras que necesito. Con ellas formo las ideas que demandan expresarse. Así nada más, como un acto de magia. ¿Por qué no lo intenta? Mire, hagamos juntos el ejercicio. Vamos, meta la mano. Al principio no sentirá nada, únicamente el vacío; después de todo tan sólo es un sombrero profundo, demasiado profundo... No tiemble. Tranquilo. Solamente cierre la mano con firmeza y asirá alguna palabra. Ande...
Veamos, ¿qué salió? ¡Ataraxia! Mmmm. Palabra interesante. ¿Sabe lo que significa? ¿No? Bueno, no le voy a facilitar la tarea. No es mi papel. En cambio, le puedo dar pistas: se la puede usar en medio de una tormenta, de un vendaval, de un terremoto –incluso de esos que son tan frecuentes en el alma. ¿Tiene alguna idea al respecto?
No, no se trata de un salvavidas, a menos que hable en sentido figurado. De hecho, no es un objeto material; por el contrario es algo más cercano a la virtud. Por supuesto que hay virtudes que fungen de salvavidas, pero por su mirar tengo la impresión de que el problema está en que usted jamás se ha abandonado a alguna tormenta ni ha padecido un vendaval ni mucho menos ha estado en un terremoto. Apuesto que usted jamás ha perdido de vista el plácido refugio de la seguridad.
Mire, para entender lo que ataraxia es, sucede que es necesario saber de tormentas, vendavales y terremotos, y para eso hay que aventurarse a los mares procelosos, hay que sacudir la propia personalidad, que no nada más es refugio, también aventura. No es un buen signo cuando hay más de presencia de nosotros en el mundo que del mundo en nosotros. En los refugios pocas cosas pasan que no sean variables controlables.
Las palabras que salen de este sombrero son solamente eso: palabras. Su significado y sentido, su uso y su comprensión, están irremediablemente anclados al continente que cada quien construye en su propio andar. La magia consiste en eso. Sálgase un poco de sí mismo y encontrará el significado de ataraxia y de cualquier otra palabra. No se crea que todo esto es tan simple e insulso como un abracadabra...
Veamos, ¿qué salió? ¡Ataraxia! Mmmm. Palabra interesante. ¿Sabe lo que significa? ¿No? Bueno, no le voy a facilitar la tarea. No es mi papel. En cambio, le puedo dar pistas: se la puede usar en medio de una tormenta, de un vendaval, de un terremoto –incluso de esos que son tan frecuentes en el alma. ¿Tiene alguna idea al respecto?
No, no se trata de un salvavidas, a menos que hable en sentido figurado. De hecho, no es un objeto material; por el contrario es algo más cercano a la virtud. Por supuesto que hay virtudes que fungen de salvavidas, pero por su mirar tengo la impresión de que el problema está en que usted jamás se ha abandonado a alguna tormenta ni ha padecido un vendaval ni mucho menos ha estado en un terremoto. Apuesto que usted jamás ha perdido de vista el plácido refugio de la seguridad.
Mire, para entender lo que ataraxia es, sucede que es necesario saber de tormentas, vendavales y terremotos, y para eso hay que aventurarse a los mares procelosos, hay que sacudir la propia personalidad, que no nada más es refugio, también aventura. No es un buen signo cuando hay más de presencia de nosotros en el mundo que del mundo en nosotros. En los refugios pocas cosas pasan que no sean variables controlables.
Las palabras que salen de este sombrero son solamente eso: palabras. Su significado y sentido, su uso y su comprensión, están irremediablemente anclados al continente que cada quien construye en su propio andar. La magia consiste en eso. Sálgase un poco de sí mismo y encontrará el significado de ataraxia y de cualquier otra palabra. No se crea que todo esto es tan simple e insulso como un abracadabra...
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