El 30 de Diciembre pasado se cumplieron dos años de la muerte de mi padre, y sin embargo, me parece que fue hace una eternidad. No sé si desde entonces han sucedido demasiadas cosas, si estoy agotado o si tengo entumido el corazón.
No obstante, desde hace mes y medio su presencia me ronda cotidianamente. Involuntariamente, por necesidad, invadí su estudio, que se había quedado intacto desde aquel día de 2018. Sentarme en su silla, usar su escritorio, estar rodeado de su arte, de los libros que le interesaban, de la música que gustaba, de las fotografías que le rodeaban, se ha vuelto el origen de una extraña convivencia.
Allí, en su estudio, aumenta mi sensación de ser solamente un huésped si no es que un intruso en un santuario absolutamente ajeno. Huésped o intruso reverencial que se percata de que si mi padre hubiese vivido en otra época quizá hubiese sido bien visto por los ilustrados.
He dicho que su estudio está lleno de cosas que le gustaban, sí, pero sobre todo, de cosas que él mismo hizo. Fotógrafo, carpintero, escultor, pintor, escritor, ingeniero, arquitecto, científico, inventor, poeta y más fue mi padre a lo largo de sus ocho décadas de existencia. Quizá sus hijos, en conjunto, logramos cubrir con alguna decencia ciertas áreas en las que él era diestro, pero no cabe duda que estuvo más allá de nuestros talentos y cualidades. En cierto modo duele no haber heredado esa universalidad que lo habitaba.
De sus actos pueden decirse muchas cosas. Teníamos muchas discrepancias, pero a él le debo enseñanzas centrales en mi vida. Por ejemplo, mucho antes que el tema ecológico fuera una preocupación general, advertía en su auto que éste consumía oxígeno, razón por la cual era un peligro, una amenaza de muerte. Antes del ecocidio y cambio climático, ya nos hablaba de la devastación, del problema de la energía, del consumismo. Por ejemplo, mucho antes de que yo leyera a Marx, siendo apenas un niño no mayor de siete años, me dio la lección más memorable que he tenido sobre el obrero, la explotación y las razones por las que ellos merecen todo el respeto y apoyo. Gracias a ellos, me dijo, tú comes. Por ejemplo, su disposición permanente a ayudar y a enseñar incluso a costa de su bienestar.
En su estudio hay unas manos que esculpió en madera. La posición, el detalle y el movimiento de esta escultura le otorgan una belleza hipnótica. Pienso en las manos de un ilustrado. En las manos todo comenzó: la delicadeza, el trabajo, la producción, la caricia y la seducción. Esta escultura me hace recodar aquella frase absurda que de joven decía: mis manos están hechas para leer, escribir y acariciar. Las de mi padre estuvieron hechas para ilustrar, para hacer el entorno habitable y para dar testimonio de la vida.
Hoy, las cenizas de mi padre han dado paso a un árbol de mandarina. Un árbol que ya dio su primer fruto. En su estudio, sentado, pienso en mi padre.