Llegamos al mercado. Nos recibe la sonrisa de un marchante que hacía tiempo no iba a atender su puesto debido a una fractura de pie. Al no ver a mi hermana, su sonrisa desaparece. Así es como me percato de que en estos tiempos las ausencias son alarmantes. Le explico la situación; su rostro es de preocupación. Hago todo por tranquilizarlo. Al irnos del mercado, 40 o 50 minutos después, acongojado, nos obsequiará toronjas a las que adornará con parabienes para mi hermana.
Como sucede cada ocho días, mientras mi madre compra la comida, observo los puestos. Me gusta su colorido, su ruido. Suelo dejar que mi mirada vaya de puesto en puesto y que mis oídos escuchen lo más que puedan: conversaciones, música, ofertas, albures, dobles sentidos. Haciendo eso mi mirada repara en una mujer que ignoro por qué se me hace conocida. No hay nada en ella que me permita identificarla: el tapabocas, el peinado, la ropa, todo parece ocultarla a propósito.
En nuestro recorrido la hallamos varias veces. Su voz, cuando pide verdura, tampoco se me hace familiar, y sin embargo, algo en sus ademanes me hace pensar que la conozco. Por un breve instante nuestras miradas se cruzan. En la de ella no hay una sola señal de que me reconozca. Seguimos avanzando. Delante de mi dos puestos, desaparece, no la vuelvo a ver. Un fantasma me digo.
De regreso al auto, con el carro del mandado lleno, me doy cuenta que ya van dos semanas que el señor que cuida y lava los autos no se presenta. Pienso en el marchante, la pregunta sobre si el señor que veíamos cada ocho días vive o no se impone. Termino pensando algo peor, en lo desobligado que soy al no saber ni cómo se llama ni dónde vive ni su teléfono. Mierda que es uno, me digo.
El día se va en cocinar, acomodar, atender. Recibo la llamada de un amigo reciente. Nos conocemos desde hace dos años. Los trenes, la península de Yucatán, las “condiciones materiales” nos unieron. Conversamos animadamente; me habla de sus hijas, de su fin de año. Yo le cuento mis tribulaciones. Su expresión lo dice todo: ¡utaaaaaa! No puedo evitar soltar una risita. Ahora sí –le digo– soy escombro sobre escombro, exiliado y cercado. ¿Desesperado?, –pregunta. No –respondo–, ni siquiera pasé por esa etapa.
Y es que me percibo sosegado. Como si el fin me hubiese arrollado sin avisarme. Me gustaría afirmar que estoy resignado, pero ni siquiera eso es verdad. Pienso en los escombros: ¿cuándo supo esa pared que dejó de ser pared?, ¿cuándo el recubrimiento descubrió fuera de sí las entrañas que se supone debía cubrir finamente? Así yo: simplemente no me enteré.
Nos despedimos deseándonos lo mejor. Resiste es su consejo antes de colgar. Minutos después recibo un mensaje con una fotografía de un libro mío en lo que asumo es una biblioteca. Es un libro ajado y rayado. A la fotografía sigue la pregunta: ¿qué se siente saber que eres leído? Sorpresa –respondo–. Yo no sé los demás pero cuando escribo lo que menos pienso es en si me van a leer. De hecho, quizá parto del hecho de que nadie lo hará. Por respuesta recibo un ¡mamón! Iba a contestar el mensaje pero considero es del todo inútil.
Llego a esta hora de la noche. Me tiro en mi cama improvisada a ras de piso. Abro mi libro sobre el tiempo, pensando en el fantasma, la desobligación, las ausencias, el escombro, el libro ajado y rayado, el virus, las dudas. Leo: la entropía es desorden. ¡Puta madre! digo. ¡Haberlo dicho antes! Suelto la carcajada, aviento el libro, apago la luz. Ahora, como en el mercado, mis ojos recorren la oscuridad, sin puestos, sobre siluetas y figuras indistinguibles y mis oídos escuchan solamente un incontenible tic tac que ya aborrezco.