Mangor. Cenizas para la vida: una mandarina. |
Desde la nada venimos para ser algo. Luego, volvemos a la nada para dejar de serlo. “Fuimos” le decimos a la nada, y ella, dubitativa, inútilmente se esfuerza en imaginar eso que le está vedado. Esa es la tragedia de la nada, solamente sabe de sí misma. Nosotros, en cambio, sabemos de la vida, y por tanto, de ella.
Al principio, cada uno de nosotros es expulsado a la vida de manera indeterminada. Lloramos al nacer para anunciar nuestro primer paso en la invención que seremos a lo largo de los años. Cuando regresamos a la nada, lo hacemos cargados de determinaciones, impuestas o decididas, adquiridas entre lágrimas y risas en nuestro andar, a veces espinoso, ora acelerado, en ocasiones tranquilo, de vez en cuando feliz.
En el momento previo al salto definitivo, la sorpresa, el miedo o la tranquilidad se apoderan de nuestro rostro. Sentimientos todos ellos que solamente nosotros podemos tener. Luego, queda un cuerpo inerte, que es la más brutal invasión de la nada en la vida. Por eso no nos gusta, por eso lloramos, porque nos recuerda de dónde venimos y a dónde vamos, pero sobre todo nos abofetea con el puño de la brevedad. La vida siempre parece breve, un suspiro dicen algunos, apenas un guiño afirman otros. Incluso este lamento es un privilegio nuestro, de los vivos, porque en la nada no hay ni tiempo ni espacio.
Breve o no, nuestro padre llegó desgastado a la nada. Y es que la vida es también desgaste, agotamiento. Dudoso privilegio el de aquellos que regresan enteros, sanos e inocentes a la nada. Vuelven a ella sin haber hecho gran cosa de sí mismos, sin haber esculpido la escultura que estamos obligados a esculpir. Regresemos sí, diría él, pero llenos, desbordados, cansados de tanto vivir, aunque sea en un breve lapso. Así nuestro padre. Ochenta años construyéndose, construyéndonos, construyendo. Sus pulmones flaquearon: se le anegaron de tabaco, de partículas de maíz quemado, de campo, de industria, de residuos de madera propios de la carpintería, de polvo y contaminación, sí, pero también se le llenaron del aire de las montañas, los ríos, las planicies, del mar. Y es que esculpir, esculpirse, construir, construirse, termina por matar. Es como el arte: se hace para demostrar que salir de la nada vale la pena, pero es menester terminarlo para poder apreciarlo.
Ahora que físicamente ya no está, nosotros, los vivos, decidimos hacer de aquel cuerpo inerte cenizas que alimentarán otra vida. Sembramos un árbol, usando sus cenizas como fertilizante, para que ninguno de nosotros olvide lo que en rigor importa: las caricias del sol, los susurros del aire, la tranquilidad de las nubes, la alegría del trinar de las aves, la furia de las tormentas, lo nutritivo de la tierra, el gozo de disfrutar todo esto acompañados por otros que también están vivos. Nuestro padre regresó a la nada, persistirá en nuestra memoria, pero aquí, este árbol, preservará para nosotros la inolvidable hazaña de salir de la nada, aunque el destino cierto sea regresar a ella. Cenizas para la vida, sentidos para disfrutarla, tranquilidad para gozarla.
San Andrés Cuamilpa, Tlaxcala.
5 de enero de 2019