Con algo de sorpresa escuché la entrevista que Pedro Miguel dio a pie de banqueta en la pasada marcha del 26 de septiembre. Según su decir, el régimen está cayéndose y poco importa cuándo se vaya Peña Nieto. En su sentir, el año transcurrido desde aquel infausto 26 de septiembre de 2015, ha servido para "mundializar" el tema. Para él, el "trending topic" de Ayotzinapa es indicio suficiente para detectar la caída del régimen.
La argumentación señalada es la reedición de aquella fe ciega en el inminente "fin de capitalismo" a raíz de sus crisis cíclicas. Aderezada, por supuesto, con esta nueva fe en lo virtual que viene a sustituir, en los sectores ilustrados, la fe religiosa. Y como toda fe lo que exige es creer sin más.
La pasada marcha del 26 de septiembre, realizada para conmemorar la desaparición de 43 normalistas de Ayotzinapa, demostró algunas cosas. Primero, en efecto, que al menos en un sector de la sociedad mexicana el tema no se olvida. Pese a todas las estrategias diseñadas para evitar la movilización social, ésta se llevó a cabo. Hay que decir que estuvo muy concurrida, quizá más de lo que se esperaba, si se le compara con las marchas más recientes que enarbolaban el mismo motivo.
Lo siguiente que demostró es que las autoridades de este país no han podido desentenderse del tema. Los reclamos de justicia siguieron a Peña Nieto hasta la ONU. Incluso el hecho mismo de que éste dirigiera su discurso ante Naciones Unidas contra el fantasma del populismo, ignorando por completo el tema de los normalistas desaparecidos, habla de la necesidad de no ayudar a difundir aún más el tema en el ámbito internacional, al mismo tiempo que de la estrategia electoral para el 2018 basada en el miedo.
Sin embargo, la marcha adoleció de lo mismo que ha adolecido desde el principio de las movilizaciones: derivar el apoyo y la simpatía en acciones políticas concretas que ejerzan una presión de tal magnitud que obligue al gobierno a dar solución efectiva al problema, o en su defecto, a renunciar, y no como hasta ahora que le ayude a "administrar el conflicto".
El gobierno actual entiende perfectamente que parte de su legitimidad está en su política exterior, y no en su política interior. Para tal efecto diseñó una estrategia de apertura comercial de recursos hasta hace poco intocables en el país, como el petróleo. De esta manera, la legitimidad que solicita al exterior viene antecedida por una oferta de negocios para el capital que encuentra, además, una sociedad desarticulada, poco instruida, capacitada para ser explotada, y dispuesta a asistir felizmente al festín de su propia miseria. Desde esta perspectiva, la administración del conflicto derivado de los sucesos de Iguala le viene más que bien, pues muestra al capital que el gobierno mexicano puede cumplir con creces la encomienda que se le haga: desaparecer, decretar, reprimir, controlar, media, cooptar, imponer, ignorar, etcétera.
A los gobiernos del mundo, todos ellos sumidos en sus problemas, rehenes todos en mayor y menor medida del capital, el tema de los normalistas puede conmoverlos efectivamente. Es más, pueden condenar los sucesos en caso de ser necesario el comportamiento "políticamente correcto". No obstante, desde hace tiempo, ellos han dejado de decidir realmente sobre la realidad. Para el capital, la muerte de los normalistas le es indiferente. Los negocios no tienen nada que ver con ello.
Esta percepción se reproduce con creces al interior del país. Analistas variopintos destacan el daño que las movilizaciones y reclamos sociales hacen a la inversión en México. Según ellos, el país requiere mostrar buena salud y no hacer grandes aspavientos para que los grandes capitales vengan a invertir. De lo contrario, el país quedará fuera de los beneficios "globales" de la economía mundial.
Esos analistas variopintos, además, insisten en subrayar la inutilidad de las normales rurales, nido de guerrilleros, dicen, o revoltosos, dicen, atribuyéndoles a los estudiantes normalistas la responsabilidad de un tema con el que se encontraron, que no escogieron: el abandono de un modelo educativo por parte del Estado en favor de mano de obra barata. Algunos más, haciendo gala de una suerte de "moral superior", prefieren ver engaño en todo: en los normalistas que protestan; en la sociedad que protesta por la desaparición de 43 de ellos pero "no se movilizó por la desaparición de otros miles"; en los que se indignan por algo que no les tocó ni de cerca; en la genuina honestidad de quienes protestan, porque, según ellos, son una bola de hipócritas, incluida Pontiawoska con su cartel en la marcha del sábado pasado. Analistas que favorecen la inmovilidad, la resignación, el desdén hacia las mayorías, a las que no soportan y menos entienden.
Otros analistas, los menos, hurgan en las profundidades. Encuentran responsabilidades de la tragedia en todos lados, no únicamente en el presidente municipal ahora preso. Tienen razón cuando arguyen que la responsabilidad llega incluso hasta las organizaciones estudiantiles por no actuar acorde con el entorno con el que tienen que lidiar, dominado por la corrupción, la impunidad, el narcotráfico.
Frente a todo esto, si bien las marchas y las manifestaciones públicas que exigen justicia y que se platean no olvidar en México y en el mundo son valiosas, no pasan de ser actos testimoniales. Ciertamente estos actos son muestra de una sociedad que no acaba de sentirse bien en el féretro al que le condena el neoliberalismo y la globalización; cierto que ellas incitan a la organización con diversos alcances y niveles; pero por desgracia, nada de eso se traduce en acción política alguna. Cuando los normalistas y los padres de los desaparecidos plantearon la única acción política de envergadura y de coyuntura (no votar), las buenas conciencias desestimaron el hecho y prefirieron no asumir acciones políticas de esta índole en favor de seguir y seguir en el escaparate de la organización, marchando y protestando.
Los zapatistas nos han dado muchas lecciones desde 1994. Ellos insisten en que la sociedad tiene que organizarse y luchar. Para ellos, según puede constatarse en su historia, la organización supone hacerlo para llevar a cabo acciones políticas, e incluso, como en su momento lo hicieron, militares. No supone, como muchos piensan, organizarse para dar entrevistas, para cuidar a las columnas que marchan, para volver "trending topic" una marcha, para salir a las calles diciendo "marchamos, luego existimos; existimos, luego marchamos".
El régimen no está cayéndose. De hecho, está a la ofensiva. Y lo que importa no es solamente que Peña Nieto se vaya, sino que la justicia reclamada se concrete en actos que lleven a su gobierno a ser juzgado y, de ser necesario, a encarcelar a sus integrantes. Y para eso, marchar no es suficiente. Para eso, el escaparate de la organización no es suficiente. Para eso, los partidos políticos no cuentan. Para eso, no hay fe que valga.