domingo, junio 20, 2010

Bolívar, Pepe y Carlos.

Lo primero que notó fue su ligereza. Su cuerpo, ese cuerpo que veía exactamente igual que antes, no pesaba. Se movía con una facilidad que en los últimos meses se le negaba. Sobre todo se dio cuenta que podía respirar. Caminar ya no era un martirio; tampoco estaban ya los aparatos ni las camas ni ese inconfundible olor a hospital.

La sorpresa de esta nueva y recién adquirida ligereza le distrajo por un momento de los cientos de miles con los que caminaba. Hasta donde recordaba no había decidido ir a marcha alguna. Con la interrogación en la mirada, tomó el camino más corto, es decir, cualquiera. Los rostros de los demás le recordaban algo que no podía precisar. Estos fallos de la memoria le comenzaron a preocupar.

–Hola Carlitos –le dijo una voz que le pareció conocida. Tardó unos segundos en reconocer al dueño de la voz.
–¡Bolívar! –dijo tendiendo la mano y dispuesto a abrazar a su interlocutor.
–Son las nuevas circunstancias –comentó Bolívar cuando Carlos infructuosamente quiso abrazarlo–. Somos etéreos –le aclaró.
–Así no funcionarán mis clones –respondió Carlos en tono sarcástico, encogiéndose de hombros.
–Ni el hedonismo –agregó Bolívar–. Aquí la memoria es distinta. Mucho de olvido hay. Quizá nadie solicitará dejarte tocar tu cabecita –dijo en tono socarrón.

Decidieron caminar por el camino más corto. Ambos miraban con cierto asombro el entorno. Carlos con sus manos en los bolsillos, Bolívar recto, erecto, con su elegante traje gris y sus lentes para mirar de lejos. Al poco tiempo encontraron a Pepe, que también caminaba un tanto desconcertado.

–¡Mi querido Pepe! –gritó Carlos; por lo menos eso creyó. Se dio cuenta que tenía voz pero no era sonora.

Pepe fue a saludarlos con alegría. No ofreció la mano ni intentó abrazarlos. Fue lo primero que aprendió en su arribo, horas antes.

–Creo –dijo meditabundo Pepe– que habremos de ser de nueva cuenta isla desconocida.
–¡Vaya! Otra vez a documentar el optimismo –respondió Carlos.
–Por lo visto –intervino Bolívar, acomodándose los lentes para ver de cerca, leyendo un edicto que etéreo se sostenía en el aire– estos muchachitos también tienen su fascinación por la burocracia.
–Y yo que pensé que me tardaría nueve meses en darme cuenta –remató Pepe–. Como Ricardo Reis...

Y los tres siguieron su camino, olvidando un poco lo que antes sabían, pero sabiendo mucho de lo que ahora veían.