No tengo respuesta. O mejor dicho, la tengo pero no suele agradar. Cuando me preguntan ese tipo de cosas lo que en realidad solicitan son puntos programáticos de acción, partiendo del supuesto de que dichas acciones deben ser de “envergadura”, “masivas” y “notorias”. Para eso no tengo respuesta. Yo hago lo que me parece necesario hacer. Que este hacer no incide en las cimas de la política ni en reflectores es otra cosa. Para quienes como tú eso exigen, yo no puedo ser interlocutor. Soy, como me dice mi tío, un renegado de la política, o en otras palabras, una promesa frustrada, como me lo repito yo ante el espejo. Un amigo dice no entender por qué no soy diputado; otra conocida suele espetarme que no comprende cómo es que me gusta derrochar inteligencia en lugares que no trascienden. ¿Qué te puedo decir? Los afanes de trascendencia no forman parte de mi equipaje.
He decidido compartirte una reflexión sobre lo que me preguntas. No pretendo agradarte ni convencerte, pero cruel se me hace dejarte el silencio como respuesta. Además escribo esto al vuelo del águila. Tiene seguramente contradicciones y lagunas, pero esto es lo único que puedo hacer, decir para que diciendo otros digan. Ya veremos qué sale. Tómalo como lo que es: un simple borrador que con el tiempo se llena de tachones, reestructuraciones parciales o completas…
Hace tiempo, Adolfo Gilly decía que había que empezar de nuevo. Yo creo que sí. Hay que comenzar de nuevo. Tengo la impresión de que la izquierda, si no quiere perecer en el simulacro de sí misma, ha de empezar de nuevo. El problema, obviamente, es por dónde empezar. Yo tengo la impresión que un buen punto de partida es rescatar el concepto mismo de izquierda; sacudirle todos los lastres, todos los fangos, todas las tergiversaciones que padece. Hay que hacerlo no sólo para combatir a la derecha, sino para evitar que los simulacros de izquierda la entierren en beneficio del capital.
Me desconcierta tantas adjetivaciones que se le cuelgan a la izquierda, y no sólo por sus adversarios, sino por los que dicen representarla: izquierda social, izquierda humanista, izquierda moderna, izquierda responsable, izquierda negociadora, izquierda conciliadora, izquierda radical, etcétera. Creo que todo esto es lo que en primera instancia hay que esclarecer.
Para ser tal, la izquierda es moderna. No puede no serlo; nació con la modernidad, es su producto, su hija. Pero hay que tener cuidado: es moderna en tanto que entiende los alcances de la revolución de las fuerzas productivas; no porque sea complaciente con el status quo propuesto por el capital. Es moderna porque sabe que las condiciones del sistema capitalista no son el fin de la historia. Es moderna porque exige más, mucho más, de lo que el capital está dispuesto a dar aunque tenga las posibilidades de dar más. Es moderna porque comprende que “exigir más” es, a fin de cuentas, superar al capital mismo, particularmente en todo lo que de aberrante, injusto y destructivo tiene.
La izquierda es, por definición, social. Entiende los riesgos y lo avieso que significa reducir lo social al status de mercancía. Está alerta y se esfuerza por no sucumbir ante los cantos de cisne teóricos que, por un lado, oponen individuo y sociedad, y por el otro, que parten del supuesto de “la mano oculta del mercado”. Lo suyo es una mejor sociedad; no la administración de sucedáneos eficaces para soportar la explotación. Para la izquierda, en un sistema de explotación, no hay armonía posible. Sabe que la explotación genera dos tipos de grupos sociales: lo que se benefician de ello y los que, con su trabajo, sostienen el beneficio de aquellos. La contradicción es insoslayable, no tiene punto de mediación que no sea una mera ficción. La izquierda lo sabe. La izquierda sabe que pese a todo lo dicho hasta hoy, sigue existiendo, acendrada, la división en clases sociales. Si es social es porque la izquierda piensa en un sistema en donde la explotación desaparezca, y por tanto, la sociedad se modifique a tal extremo que sea mejor para todos sus integrantes. En ello no hay negociación posible.
Ella es humanista. La izquierda piensa, tematiza, y lleva a su concreción los proyectos del humanismo. La izquierda no subsume el valor de uso al valor de cambio, y por tanto, hace de la dimensión humana, de la producción y el goce humanos, una plenitud que libera al hombre de la alienación al que lo somete el capital. Es humanista porque su lucha se dirige contra la escisión que en el capitalismo aparece como natural y evidente. La izquierda lucha por un humano completo, no escindido. No lo añora, porque en verdad nunca ha existido este hombre. La izquierda, con su crítica al capitalismo, lo ha inventado teóricamente; resta crearlo objetivamente.
Por eso, la izquierda es responsable. Es responsable para con el humano mismo. Para ella su deber es su razón de ser. Su coherencia reside precisamente en eso: en que está del lado de lo humano, de lo social, no del capital ni de la explotación. Lo suyo es la liberación y la igualdad, no la explotación ni desigualdad ni lo corporativo. Lo suyo es la radicalidad en cuanto a lo humano, no la mediocridad en cuanto al capital. Porque hasta en eso la izquierda se distingue de los que, convencidos de la necesidad de eliminar todas las contradicciones al menos en el imaginario, prefieren la moderación de la explotación, la moderación de la desigualdad, la moderación de la mercantilización de lo humano, la moderación del capitalismo, pero no su desaparición. Quienes proceden así, son mediocres hasta como capitalistas, hasta como sombras de la derecha. La vocación de la izquierda no es conciliar la contradicción, sino superarla. De eso se trata. Nada de esto es negociable. Es como la vida: se impone sobre la muerte, pero no hay negociación posible entre una y otra; no se puede estar “medio” vivo ni “medio” muerto.
Lo demás es pura condescendencia con el capital y con la derecha. Ser de izquierda supone todo esto y más. Es un modo de ser, es una forma de ver el mundo, es una militancia. Es ser un soldado de una guerra que existe pero que se niega. Es saber que se tiene adversarios inteligentes, coherentes, cabrones. Es amarrarse al mástil de la nave ante sus cantos, pero escucharlos, analizarlos, vencerlos. Es no tener pena por saber que en esta lucha han de existir los derrotados. Pero sobre todo, es saber que cada uno de nosotros, en el momento cotidiano, sufre y padece derrotas una y otra vez. Es mirarse y saberse no sólo tentado, sino incluso en más de una ocasión, incorporado por el capital. Es, por tanto, purificarse a uno mismo en un proceder estratégico que permita, a su vez, ir derrotando cotidianamente esa parte de nosotros mismos.
Ya.