Es un gran invento y no únicamente por sus convenientes fines prácticos: la luz y la ventilación. Lo es por algo mucho mejor: la posibilidad de ver al mundo exterior desde el cómodo mundo interior. Ella posibilita un juego humano indispensable que nos define: el “afuera” prolongándose en el “adentro”, y viceversa, el “adentro” anunciándose, en ocasiones tímidamente, en el “afuera”.
Habría que investigar de dónde surgió la idea. Quizá de las cavernas, de las grutas, de los primeros refugios humanos que no requerían otra construcción que la mera habitación. Vaya, los “ocupas” de entonces. Habría que imaginarlos allí, cobijándose del sol, sentados, mirando el horizonte bañado por una resolana que lastima los ojos. O refugiándose de las inclemencias del tiempo, la lluvia, la nieve o el frío. El refugio necesario para vivir desde el cual mirar y desear al mundo.
La fascinación de mirar hacia fuera desde dentro no se ha perdido al paso del tiempo. Por ejemplo, la obligada reclusión de los monjes en sus monasterios habría sido insoportable de no ser por esas pequeñas ventanas que se encuentran en las celdas, con sus camas y asientos de piedra. El voto de castidad encontraba algo de alivio en la sensualidad del entorno, mucho más evidente desde la privación interior. ¿Quién dice que lo que se mira no alimenta y satisface?
Es una pena que semejante invento humano ande hoy a la deriva. Únicamente seres atrincherados en su necedad y temor pueden diseñar esos departamentos de ventanas diminutas por los que si acaso se ve la construcción de enfrente. Santo y seña de los tiempos: la pérdida inevitable de lo otro que, afuera, pierde su capacidad nutritiva al no ser advertido, escrutado, deseado. Por eso el mundo parece cada vez más dislocado e inconexo. Exterior e interior pierden su contacto, dando paso a una realidad cuya riqueza queda desperdiciada en beneficio de la trágica miopía de las cuatro paredes.
Porque el encierro no es enriquecedor dada su falsa índole: recluidos a fuerza, incapaces de viajar por los interiores del alma, el ser humano dislocado sucumbe ante la ficción del vértigo de la imagen televisiva o cibernética. Zombies de sí mismos, ¿cómo no habrían de serlo también para su entorno?, ¿cómo no habrían de encontrar la evidencia palmaria de su separación del exterior si a las diminutas ventanas se les imponen, además, barrotes?
Habría que hacer una antropología de este fenómeno en retirada de las ventanas. O mejor: una ontología. Porque si la analogía es cierta –“los ojos son las ventanas del alma”–, tal vez por este camino hallemos la explicación de la creciente opacidad de la mirada que se encuentra en rostros autómatas que caminan por las calles. Almas moribundas, ventanas pequeñas e inútiles, barrotes y miedos, inexistencia de vasos comunicantes entre el afuera y el adentro. En suma: anquilosamiento de la cultura, signo de los tiempos. Todo como si fuera un ethos paralizado que ya no es presencia de nosotros en el mundo ni del mundo en nosotros. Traición a siglos de sabiduría en una época que se cree inteligente.